Sociohistórica, nº 40, e036, 2do. Semestre de 2017. ISSN 1852-1606
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Investigaciones Socio Históricas

 

ARTÍCULOS / ARTICLES

 

‘La Constitución y la prudencia’: los tres niveles de responsabilidad para el juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos en la transición argentina


Diego Galante

Facultad de Ciencias Sociales Universidad de Buenos Aires, CONICET, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Argentina
diegalante@hotmail.com


Cita sugerida: Galante, D. (2017). ‘La Constitución y la prudencia’: los tres niveles de responsabilidad para el juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos en la transición argentina. Sociohistorica, 40, e036. https://doi.org/10.24215/18521606e036

 


Resumen
En la última transición argentina a la democracia, el gobierno de Raúl Alfonsín delineó un programa de justicia fundado en la demarcación de tres niveles de responsabilidad para el juzgamiento de los perpetradores de violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura. A partir del análisis de documentos históricos y fuentes orales, el artículo revisa el desarrollo histórico, político e intelectual en la formulación de esa propuesta, las variaciones producidas en la iniciativa oficial durante los primeros cuatro años de democracia y las tensiones específicas que las acompañaron, así como los diálogos entre el género jurídico y el político en esos procesos. Finalmente, examina la forma en que el programa de justicia se entroncó con otros procesos políticos considerados centrales de la transición, y propone interpretar la existencia de una tensión constitutiva en el proyecto como clave que permite una lectura transversal a esos distintos procesos.

Palabras clave: Alfonsín; Justicia transicional; Derechos humanos; Responsabilidad penal; Discurso político.


‘Both Constitution and prudence’: About the triple scale for prosecution of past human rights violations promoted by Alfonsin’s government



Abstract

After 1983, in Argentina, the transitional government had proposed a particular policy to prosecute crimes committed by the dictatorial state between 1976 and 1983. Such policy was based on the statement about three different grades of individual responsibility. This paper reviews the historical and political development of that proposal, and analyzes the different changes introduced between 1983 and 1987. Finally, the author theorizes about the relationship settled between that policy and other political processes considered as core aims during argentinian transition.

Key words: Alfonsin; Transitional justice; Human rights; Individual responsibility; Political discourse.



Introducción
Desde inicios de la década del ochenta, en América Latina, “democracia” y “derechos humanos” comenzaron a convertirse en objetos de discusión política frente a los crímenes de las agencias de estado de los últimos regímenes autoritarios en la región. En ese contexto, las propias tensiones históricas e ideológicas específicas de cada caso nacional demarcaron finalmente distintas posibilidades para su articulación (Ansaldi, 1986, 2004). Resulta conocido, la última dictadura militar en Argentina (1976-1983) convirtió la desaparición de personas en política de estado. Como plasmó durante la transición el informe de la CONADEP, ello se construyó a partir de un plan sistemático con distintas etapas, que abarcaban el secuestro, la tortura, la detención en un centro clandestino, los homicidios en la gran mayoría de los casos, y la eliminación de los cadáveres y pruebas físicas del delito (CONADEP, 1984). En buena medida, las prácticas y proyectos de justicia en la transición argentina se construyeron al calor de los procesos y conflictos para la construcción de ese conocimiento bajo la forma de un saber compartido colectivamente.

El proyecto político del gobierno democrático iniciado en diciembre de 1983, conducido por Raúl Alfonsín, incorporó como uno de los ejes de su plan de gobierno el juzgamiento de esas violaciones a los derechos humanos. Recreó, a partir de ese proyecto, el imaginario de una frontera radical entre dictadura y democracia y propuso en la figura del estado de derecho su piedra fundacional (Aboy Carlés, 2001). Este proceso que fue acompañado por otro cultural que expresándose como rechazo de la violencia política de cualquier signo (González Bombal, 2004), y el novedoso protagonismo público del movimiento de derechos humanos (Jelin, 1995), consolidó una “narrativa humanitaria” como clave para la interpretación de ese pasado en detrimento de otras claves políticas que hasta entonces habían dominado (Crenzel, 2008). Al irrumpir así de diversos modos en los mecanismos tradicionales de transición del sistema político argentino desde 1930 (Quiroga, 2004), y mediada también por otros conflictos crecientes en vastos campos sociales y económicos (Pucciarelli, 2008), la conflictividad con la corporación militar fue también una marca distintiva de la escena política del período (Acuña & Smulovitz, 1995).

Este trabajo propone reconstruir el itinerario intelectual y político de una pieza central en ese proyecto: la propuesta, asumida por Alfonsín, de determinación de tres niveles de responsabilidad entre los perpetradores de violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura, estamentos a partir de los cuales se propondrían políticas específicas y diferenciadas para el tratamiento penal de esos crímenes. Con ese objetivo, se rastrean los orígenes de ese proyecto político entre 1982 y 1983, las variaciones y resignificaciones producidas entre entonces y 1987 -año de la Ley de “Obediencia Debida”, que daría por finalizada la propuesta oficial-, las relaciones establecidas entre el discurso jurídico y discurso político en estos procesos, y la forma en que aquel programa de justicia se entroncó con los objetivos políticos más generales del gobierno de la transición, centrados entonces, a partir de la propuesta oficial, en la consolidación del régimen político democrático.1 Como se propondrá, a partir de los distintos eventos que acompañaron ese programa político, el derrotero de los tres niveles de responsabilidad fue construido en buena medida a partir de la tensión constitutiva existente en ese proyecto (a partir de una dimensión ética y otra pragmática de la justicia y de la política), que resulta aprehensible mediante una mirada conjunta sobre esa diacronía.

Los partidos y los derechos humanos en la transición política

La construcción de conocimiento sobre las violaciones a los derechos humanos ha sido un proceso gradual y heterogéneo a lo largo de la dictadura militar. Sostuvo diversas y diferentes etapas, desde las primeras cartas enviadas en el mismo mes del golpe de estado por los organismos de derechos humanos a Videla solicitando esclarecer las desapariciones, la primera ronda de las Madres de Plaza de Mayo en abril de 1977, la visita y el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos respectivamente en 1979 y 1980, las exposiciones en el “Coloquio de París” de 1981 que describieron el régimen de desaparición, y la creciente difusión mediática en el ocaso del régimen de los crímenes y las desapariciones, entre otros procesos que se encadenaron en el plano local e internacional. En gran parte, ese conocimiento gradual sobre el sistema de desaparición se construiría acompañando la labor de los organismos de derechos humanos (Jelin, 1995) y una creciente homogeneización en el modo de denunciarlo, a partir de las herramientas del género humanitario (Crenzel, 2008). Por su parte, la estrategia política de los militares frente a las violaciones a los derechos humanos se concentró desde el golpe de estado en la simultánea negación de los crímenes y su justificación táctica e ideológica, en forma genérica, a partir del discurso “antisubversivo” (Canelo, 2008).

En este marco, en el plano político, la actitud adoptada por la dictadura hacia los partidos políticos estuvo desde el comienzo dispuesta por una ambigüedad elemental. Mientras que en términos político-programáticos las Juntas Militares aspiraban a la construcción de un nuevo espacio político alternativo al vigente hasta marzo de 1976, sus limitaciones para diagramar, crear y conducir dicho espacio condujo a la dependencia que el gobierno militar sostuvo respecto a la interpelación de los actores políticos tradicionales (Quiroga, 2004: 129-131), tolerando así varias actividades políticas y expresiones públicas de sus dirigentes (Cheresky, 1998: 81, 83). Estas intervenciones se fortalecieron a partir del fin del “silencio de los partidos”, entre fines de 1977 y comienzos de 1978, contemporáneo a la afirmación castrense sobre la finalización de la “etapa armada” (que los militares utilizaban para referirse a las distintas instancias que conllevaría la “victoria definitiva en la guerra antisubversiva”) y el consecuente llamado a la “etapa política” de la dictadura (González Bombal, 1991: 22, 23). Sin embargo, durante los años siguientes, las manifestaciones de los principales dirigentes partidarios excluyeron (con excepciones solo fugaces) los tópicos vinculados con las violaciones a los derechos humanos, concentrándose en la discusión de la política económica y el problema de la futura institucionalidad política del país, aspecto que hacia 1981 comenzó a incluir concretamente los reclamos de formalización del cronograma electoral para el período que debería iniciarse en 1984 (Novaro & Palermo, 2003: 475-476, 501-502; Quiroga, 2004: 248-253; González Bombal, 1991: 83-85). De ese modo, cabe destacar, hacia comienzos de 1983 los partidos mayoritariamente aguardaban aún que los militares pudieran resolver por sí mismos las denuncias crecientes en el plano local e internacional por las masivas violaciones a los derechos humanos, primando entre las solicitudes de los partidos la de una “explicación completa”, término que en aquel tiempo equivalía a la publicación de una lista completa de desaparecidos (Novaro & Palermo, 2003: 475-476, 501-502). Por contrapartida, la incorporación de los crímenes cometidos en dictadura en el debate político-partidario se daría solo tardíamente, más bien bajo la suerte de un “eco” (González Bombal & Sondereguer, 1987: 96, 97) de las demandas del movimiento de derechos humanos ante la sociedad, amplificadas tras la derrota en la Guerra de Malvinas. Y así, el silencio inicial de los partidos y las denuncias públicas crecientes en el plano local e internacional de los organismos de derechos humanos en tanto estrategias que acompañaban las acciones legales en los tribunales nacionales (tales como el seguimiento de las causas por privación ilegítima de la libertad o los habeas corpus), hicieron que la cuestión de los derechos humanos en la Argentina de 1983 fuera “casi puro espacio público” (Landi & González Bombal, 1995).

El 28 de abril de 1983 el gobierno militar hizo público un “documento final” (Junta Militar, 1983), donde estipulaba haber actuado en materia represiva a la medida de lo pedido por el poder constitucional de 1975, marco bajo el cual los posibles “errores” cometidos debían ser sometidos, según se proponía, solo al arbitrio del “juicio de Dios”, al “juicio de la historia”, y a la “comprensión de los hombres”. En lo que refiere a la información sobre las desapariciones, el documento presentaba una tipología de causas que eludía la responsabilidad militar y trasladaba esa responsabilidad a los desaparecidos, y ofrecía como toda información las propias denuncias que los organismos de derechos humanos habían presentado como recursos administrativos en el Ministerio del Interior. Unos meses después, el 23 de septiembre de 1983, se conoció la Ley 22.924 que amnistiaba el conjunto de las “acciones subversivas y antisubversivas” entre el 25 de mayo de 1973 y el 17 de junio de 1982 (publicada en BORA el 27/09/1983). Dado que gran parte de los militantes de organizaciones de la izquierda armada se encontraban para ese entonces muertos o desaparecidos, que excluía tanto a los exiliados, los residentes con “asociación continua” a grupos “subversivos” y a aquellos civiles que estaban siendo juzgados por tribunales militares, fue prontamente conocida como “ley de autoamnistía”.

Por cierto, en un contexto en el que las violaciones a los derechos humanos estaban más visiblemente instaladas en la esfera pública, la “ley de autoamnistía”, a raíz de su alcance institucional, compelía de un modo directo a su evaluación política. En la coyuntura en que la amnistía fue emitida, dos fuerzas partidarias se perfilaban como destinatarias de la inmensa mayoría de votos en las próximas elecciones de octubre. Se trataba de la fórmula justicialista encabezada por Ítalo Luder y Deolindo Bittel, y la radical compuesta por Raúl Alfonsín y Víctor Martínez.

Ítalo Luder había declarado ya a comienzos de agosto de 1983 que, en el caso de sancionarse la ley de amnistía, y aunque fuera “más bien a recibir un rechazo de la opinión pública”, “desde el punto de vista jurídico sus efectos serán irreversibles” (La Nación, 02/08/1983; cit. en Acuña & Smulovitz, 1995: 48). Sin embargo, algunos días más tarde, volvió sobre sus pasos y manifestó que si resultaba electo presidente dejaría sin efecto la ley (Clarín, 18/08/1983; cit. en Mignone, 1991: 149). Finalmente, con la ley golpeando ya las puertas del Boletín Oficial, atestiguó que “no están dadas las condiciones morales y políticas para la sanción de una ley de este tipo […] seguramente será repudiada por todo el país […] será tarea del futuro Congreso considerar legislativamente esta ley, la que con seguridad será derogada” (Tiempo Argentino, 24/09/1983; cit. en Canelo, 2008: 213). En todo caso, más allá de la ambigüedad de Luder en cuanto al alcance, pertinencia, y campo de aplicación de la ley, el daño de las declaraciones iniciales ya estaba hecho. Algunos autores (entre ellos Acuña & Smulovitz, 1995; y Novaro & Palermo, 2003) han interpretado la estrategia adoptada por Luder en función de la promisoria coyuntura electoral –en la cual el justicialismo descontaba por entonces su triunfo- y, por lo tanto, el desánimo de Luder para confrontar abiertamente con los militares. Al respecto, en octubre de 1983, Luder manifestó que, en caso de resultar electo, no dudaría en convocar nuevamente a las fuerzas armadas para enfrentar a la “subversión” como lo había hecho en 1975, sin perjuicio de la crítica necesaria al uso de “métodos no convencionales” (en Clarín, 02/10/1983; cit. en Canelo, 2008: 213, nota al pie 214). El candidato radical, por su parte, comenzaba por entonces a enunciar también públicamente su propuesta en la materia.

Alfonsín y los “filósofos”: el diseño del plan de justicia transicional

La propuesta del candidato radical, Raúl Alfonsín, debe analizarse en base a dos dimensiones heterogéneas que su proyecto de justicia incorporó, y que, aún de orden diverso, se influyeron mutuamente a lo largo del gobierno de la transición. Estas dimensiones fueron, por un lado, la determinación los sujetos cuyo juzgamiento se impulsaría y, por otro, la construcción política que se perseguía mediante esa acción judicial. En suma, se trataba de discernir qué juzgar de los flagrantes crímenes cometidos, y para qué.

En una medida significativa, el gobierno de la transición se involucraba así en el campo de problemas tradicionalmente observados como propios de la justicia transicional, campo que a su vez la experiencia argentina de los ochenta revitalizó como objeto teórico y contribuyó a consolidar (Teitel, 2003; Arthur, 2009; Sikkink, 2011). Particularmente, desde la teoría política, suele entenderse bajo ese rótulo el producto de una serie de reflexiones jurídicas, políticas y simbólicas que se plantean por objetivo la recomposición de la estructura jurídica y del tejido social, tras situaciones históricas extremas, a partir de procesos de paz, los derechos de las víctimas o los deberes de los estados. Pero también, en un sentido más amplio, los estudios sobre justicia transicional han involucrado el análisis del conjunto de prácticas y experiencias históricas concretas susceptibles de ser consolidadas y diferenciadas bajo esas características más generales. En esta medida, los procesos de justicia transicional han diferido históricamente y tienen particularidades en función de las características de las formaciones sociales en las que tienen lugar. Sustancialmente, sin embargo, y más allá de las “soluciones” concretas elaboradas en cada caso nacional, han compartido una característica en común: se expresan en la participación de diferentes grupos y géneros de actores (sociales, políticos e institucionales) con iniciativas, expectativas o reacciones crecientes respecto al curso judicial y sus consecuencias políticas esperadas, primando el clima de incertidumbre sobre los resultados finales a alcanzar (Elster, 2006).

En el caso argentino, en materia del alcance judicial, con anterioridad a las elecciones de octubre de 1983 Alfonsín había ya delineado una estrategia, que paulatinamente iba a traducirse en términos jurídicos, para el tratamiento judicial de los delitos y violaciones a los derechos humanos cometidos durante el gobierno militar. En su aspecto primordial, este diagrama se encontraba sostenido en base a la demarcación de tres niveles o criterios de responsabilidad. Veinte años después del retorno a la democracia, en su Memoria Política, Alfonsín sintetizaría las distinciones del siguiente modo: “los que habían dado las órdenes, los que la habían cumplido en un clima de horror y coerción, los que se habían excedido en el cumplimiento” (Alfonsín, 2004: 35). Resultaban objeto de prosecución penal aquellos individuos, perpetradores de violaciones a los derechos humanos, incluidos en la primera y última categoría. Sin embargo, la fórmula ha sufrido pequeñas variaciones a lo largo de su historia, que poseen impacto conceptual en sus dimensiones simbólicas y jurídicas, cambios en los que no deben descartarse aquellas tensiones propias de la dinámica política, pero en los que estuvieron también involucrados los procesos y tiempos relativos a la construcción intelectual de esas iniciativas políticas bajo la forma de un paquete de medidas con implicancias judiciales.

Alfonsín había participado como uno de los miembros fundadores de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y ocupaba una de sus vicepresidencias hacia 1983. Sin embargo, su propuesta concreta fue elaborada a partir de otro espacio, vinculado –aunque no en términos institucionales, sino en virtud de la iniciativa personal de algunos de sus socios- a un grupo de intelectuales nucleados en torno a la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico (SADAF). Carlos Nino (junto a Jaime Malamud Goti, los principales asesores jurídicos del presidente en materia de justicia retroactiva, y asesores presidenciales con rango de secretarios a partir de diciembre de 1983), describió esa aproximación mutua entre el candidato radical y el mencionado grupo intelectual, contextualizándola entre julio y noviembre de 1982. De acuerdo a Nino, comenzaron a tener por entonces reuniones para “discutir las formas de facilitar el proceso de democratización”, en las que participaron, entre otros, distintos juristas de la Universidad de Buenos Aires, intelectuales allegados al Partido Radical (entre ellos, Genaro Carrió, luego designado como presidente de la Corte Suprema en 1983), y futuros miembros del gabinete ministerial como Eduardo Rabossi (también miembro de la CONADEP) y Dante Caputo (Canciller a partir de 1983) (Nino, 2006: 113).

De acuerdo a Jaime Malamud Goti, estas discusiones tuvieron un correlato pretérito y preliminar, todavía por fuera de los marcos institucionales recién mencionados. Según Malamud Goti, comenzaron con los diálogos que sostuvo con Nino en Alemania hacia marzo de 1982 durante su estadía bajo una beca de la Fundación Alexander Von Humboldt en Friburgo. Es decir, con anterioridad al inicio de la guerra de Malvinas y del comienzo de la retirada del régimen que implicó la derrota militar en los mares australes. En esos encuentros ya estaban presentes dos ejes centrales que marcarían posteriormente los debates sobre la justicia transicional en el equipo de asesores: por un lado, el estatus de las leyes militares o legislación de facto –materia que se convertirá en el campo de trabajo primordial de Nino- y, por otro, el de las condiciones políticas y jurídicas que plantearía la transición en materia de procesamiento y condena por los crímenes cometidos –espacio que se ocupó el ámbito principal de indagación de Malumud Goti. Al regreso de ambos a Buenos Aires, entre los meses de junio y agosto sostuvieron las primeras reuniones de intercambio de ideas entre el grupo mencionado de colegas; entre septiembre y octubre las entrevistas con diversos actores políticos, y durante los meses de octubre, noviembre y diciembre se produjo la intensificación de los encuentros con Alfonsín y su grupo allegado (encabezado por Dante Caputo) bajo la modalidad de discusión de algunos breviarios de ideas o pequeños papers que cada cual exponía. A partir de estos encuentros, se delineó el núcleo conceptual del proyecto radical en materia de juicios por violaciones a los derechos humanos. Entre estos elementos, surgió el énfasis en centralizar la estrategia de juzgamiento en las cúpulas militares, la conformación de una instancia de antejuicio (que posteriormente se convertiría en el juicio ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas), el rol primordial de la justicia civil como instancia de alzada o última instancia en materia de juicios, y la prevalencia del criterio “preventivo” frente al “retributivo” en lo que concierne a la función social de la pena y la justicia.

En respuesta al Documento Final de la Junta Militar, el 2 de mayo de 1983 Alfonsín había presentado en conferencia de prensa un escrito de su autoría que llevó por título “No es la Palabra Final”.2 En materia de justicia, sobresalían allí dos elementos. Por un lado, se establecía la justicia civil como ámbito privilegiado para el tratamiento judicial de las violaciones a los derechos humanos: “Los actos cometidos durante la represión deberán ser juzgados por la Justicia […]; esa Justicia será la civil, común a todos los argentinos, y no se admitirán fueros personales contrarios a la Constitución. […] Será la Justicia, y no los interesados, la que decida quiénes tienen derecho a invocar la obediencia debida, el error o la coacción como forma de justificación o excusa”. Pensando a la vez una solución jurídica (frente al principio del juez natural) y política (frente a los militares), en el proyecto enviado al parlamento en 1984 ese rol de la Justicia sería asumido como instancia de apelación al fuero militar. En segundo lugar, en aquella presentación temprana, se marcaba en forma tajante el andarivel de los grados de responsabilidad, “que esclarecerá la diferencia entre los verdaderos responsables y aquellos que solo se vieron obligados a obedecer”. Como puede verse, la delimitación de los niveles de responsabilidad se encontraba establecida aquí todavía solo por dos instancias: “los verdaderos responsables” y “los que se vieron obligados a obedecer”. Si bien la posición daba a presumir, en caso de que se obtuviera el triunfo en las elecciones presidenciales, alguna indulgencia en el impulso que el Poder Ejecutivo procuraría para la prosecución penal de los perpetradores materiales, por contrapartida dejaba traslucir que el juzgamiento de las cúpulas militares (en los que se entendía los responsables de las órdenes) se colocaba en el centro de la escena.

Tres meses más tarde, derogados los decretos que prohibían las actividades políticas o sindicales y convocadas las elecciones generales, y en un contexto de circulación pública creciente en los medios de las prácticas represivas y sus figuras emblemáticas que incluían a cuadros inferiores de la oficialidad, la primera sistematización pública del esquema de los tres niveles de responsabilidad fue una conferencia de prensa dictada por Alfonsín el 12 de agosto de 1983. Si bien Alfonsín ya se había referido con anterioridad a la necesidad del discernimiento de los tipos de responsabilidad militar en materia represiva, será en este breve fragmento donde los tres niveles de responsabilidad se integrarán por primera vez en forma sistemática. En ese orden, Alfonsín atendió a presentar “los criterios para el futuro” con el objetivo de una “pacificación con justicia”:

[…] Reiteramos la distinción, que ya habíamos hecho pública, acerca de los diferentes grados de responsabilidad que competen a los miembros de las Fuerzas Armadas, que actuaron en la lucha antiterrorista:

1. La responsabilidad de quienes tomaron la decisión política de utilizar el método de lucha que se empleó y violó derechos humanos fundamentales.

2. La responsabilidad de quienes en esa lucha fueron más allá de las órdenes recibidas.

3. La responsabilidad de quienes se encontraron sometidos al cumplimiento de órdenes y en un clima que les infundía la convicción de que eran legítimos los actos que ejecutaban. No cabe duda que los que están incluidos en esta última categoría deben ser considerados como actuando bajo la obediencia debida (Alfonsín, 1983: 148).

Lo primero que puede observarse es que de ese modo se partía de una primera cláusula reductiva (“los miembros de las Fuerzas Armadas, que actuaron en la lucha antiterrorista”), distinguiendo las Fuerzas Armadas como institución del accionar ilegal de sus miembros. Esta distinción analítica, resultará fundamental en las expectativas puestas posteriormente en la actuación del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en materia de “autojuzgamiento” (Acuña & Smulovitz, 1995) de la institución militar. En segundo lugar, la interjección de un nivel penalmente relevante entre los responsables y la obediencia proponía explícítamante un impulso (aunque de carácter difuso, ya que no establecía en qué podía consistir ese ir “más allá” de las órdenes) para el juzgamiento de aquellos perpetradores materiales que ofendían más hondamente la moral pública. Este segundo nivel, a la vez, recalcaba un distanciamiento con respecto a la persecución penal de los individuos que caían en el tercero, el de la obediencia. Pero también, finalmente puede verse que en ese tercer punto de la tipificación el criterio de obediencia se asentaba en el principio de convicción sobre la legitimidad de los actos, lo que bien podía por acabar fundando en términos jurídicos la corresponsabilidad de los delitos cometidos sobre la base de esta asociación ideológica.3 De hecho, en línea similar, en la misma conferencia también se había caracterizado este último grupo como el de “aquellos otros –los más- que se limitaron a ejecutar órdenes […] casi siempre obnubilados por una prédica insensata que justificaba la ilegitimidad de los medios aplicados por la legitimidad de los fines perseguidos” (Alfonsín, 1983: 142).

A partir de un memorándum enviado a Alfonsín por Nino y Malamud Goti en los primeros días de octubre de 1983, bajo el título “la responsabilidad jurídica en la represión del terrorismo”, la terminología empleada comenzaba a transformar dichos términos y a consolidar el tenor que la caracterizará en los años venideros, sustituyendo la figura de la identificación ideológica por la de la coacción y/o el error de juicio en la evaluación de la orden. Presentaba entonces la siguiente forma:

Es necesario articular jurídicamente la distinción entre los tres grados de responsabilidad de quienes participaron en la represión de supuestos terroristas empleando métodos delictuosos: (a) la responsabilidad de quienes idearon y organizaron la represión a través de esos métodos, dieron las órdenes correspondientes e instigaron su cumplimiento; (b) la responsabilidad de quienes se excedieron en las órdenes recibidas, cometiendo delitos adicionales, muchas veces movidos por actitudes de crueldad, de perversidad o de lucro; y, (c) la responsabilidad de quienes cumplieron estrictamente las órdenes recibidas en un contexto general de error y coacción, que los pudo hacer suponer que lo que hacían era legítimo y que debían obedecer las órdenes recibidas, temiendo graves consecuencias de no hacerlo.4

Finalmente, el proyecto enviado al Congreso de la Nación el 13 de diciembre de 1983, de “Reforma del Código de Justicia Militar”, diseñado con el propósito de allanar la vía jurídica y obtener el espaldarazo legislativo para el proyecto de justicia transicional, reemplazaría las expresiones utilizadas en esta última categoría, pretéritamente referidas al problema de la convicción y los marcos ideológicos, por la de presunción de “error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida”.5
El trámite parlamentario se desencadenó, por demás, a partir de dos famosos decretos firmados ese mismo día, y conocidos por sus números, 157 y 158 (en BORA, del 15 de diciembre de 1983). Específicamente, el primero de esos decretos solicitaba la prosecución penal de los líderes sobrevivientes de las agrupaciones armadas ERP y Montoneros, principales organizaciones políticas de la izquierda revolucionaria argentina. El segundo daba inicio a la pieza fundamental del programa de justicia transicional promovido por el gobierno y que culminaría en el "Juicio a las Juntas Militares" de 1985 ante la Cámara Federal.6 En este último decreto, se asumía nuevamente el principio de obediencia implicado en los tres niveles de responsabilidad (“la responsabilidad de los subalternos […] se ve especialmente reducida por las circunstancias de hecho derivadas de la acción psicológica […] que bien pudo haberlos inducido, en muchos casos, a error sobre la significación moral y jurídica de sus actos dentro del esquema coercitivo a que estaban sometidos”).

Por un lado, el proyecto parlamentario de “Reforma del Código de Justicia Militar”, tramitado en los primeros meses de 1984, proponía la resolución de los problemas jurídicos que suponían la delimitación de los “ámbitos de competencia naturales” en el derecho vigente, y consecuentemente el problema de la retroactividad legislativa que podría suponer la habilitación de la justicia civil en los juzgamientos. En principio, la solución jurídica ingeniada todavía bajo dictadura por Malamud Goti a instancias del equipo radical,7 suponía un trámite legislativo sencillo. Se trataba de la modificación de unas pocas cláusulas en el Código vigente, a fines de habilitar la instancia civil como ámbito de apelación para los procesos militares en que se juzguen delitos que hayan implicado a civiles, y al solo efecto de aquellas acciones que “resulten imputables al personal militar de las Fuerzas Armadas, y al personal de las fuerzas de seguridad, policial y penitenciario bajo control operacional de las Fuerzas Armadas, y que actuó desde el 24 de marzo de 1976 hasta el 26 de septiembre de 1983, en las operaciones emprendidas con el motivo alegado de reprimir el terrorismo” (Art. 10° de la Ley 23.049, de Reforma del Código de Justicia Militar, en BORA del 15/02/1984). Es decir, se circunscribía su efecto a las causas penales vinculadas con la violación de los derechos humanos y a los marcos temporales de la dictadura desde su inicio hasta el día de la firma de la Ley N° 22.928 (de “Enjuiciamiento de actividades terroristas y subversivas”, en BORA del 28/09/1983), ley que tras la sanción de la “autoamnistía” daba supuestamente por finalizadas las acciones clandestinas y proponía el blanqueamiento judicial en adelante (mediante juicio oral sumario a los presuntos terroristas) de las acciones represivas hasta el fin de la dictadura.

Pero además de esa operación temporal, el proyecto de reforma incorporaba definiciones jurídicas sobre los alcances de la obediencia, componente que se había vuelto central en el diseño basado en los tres niveles de responsabilidad, y a partir del cual habían comenzado a pautarse desde octubre de 1983 las posibilidades de demarcar las responsabilidades de aquellos “obligados” a obedecer. Para ello, el borrador enviado al Congreso contenía una cláusula destinada a salvaguardar explícitamente a los cuadros subalternos, en líneas generales, de la política de juzgamientos. Decía: “se presumirá, salvo prueba en contrario, que se obró con error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida” (Acuña y Smulovitz, 1995: 52). Dado que según la acepción del borrador los que cometieron “excesos” a partir de la orden recibida (el segundo escalafón de los niveles de responsabilidad) serían aquellos a los que en actuación judicial pudiera probarse fehacientemente la inexistencia de error en la apreciación de la orden, el proyecto limitaba notoriamente esos procesos penales. Así, se esperaba que a través de esa generalidad se pudiera implementar controladamente, en términos del volumen de condenas, el diagrama tripartito de responsabilidades diseñado durante la campaña electoral.

En este punto, el proyecto recibió en el trámite parlamentario modificaciones sustanciales que acabarían por poner en jaque las intenciones iniciales del gobierno. Producidas entre otras que no resultaron del todo mal vistas por el oficialismo, particularmente dos modificaciones fueron claves. Como es conocido, en la Cámara de Diputados, se modificó primeramente la expresión “se presumirá” por la de “se podrá presumir”, diluyendo el sentido imperativo de la legislación. De ese modo, la ley perdía su carácter obligatorio para los funcionarios judiciales, y quedaría en manos de los jueces la decisión sobre la aplicación o no del principio de presunción de obediencia. A su vez, también en la Cámara de Senadores (donde a diferencia de la Cámara de Diputados el oficialismo no contaba con la mayoría), el proyecto solo resultó votado tras las modificaciones incorporadas por un partido provincial, el Movimiento Popular Neuquino, que añadían la excepción de los actos “atroces y aberrantes” a la (posible) presunción de obediencia. De esa manera, el artículo en rigor (art. 11° de la Ley 23.049) plasmaría la referencia a la obediencia en términos extremadamente abiertos:

Podrá presumirse, salvo evidencia en contrario, que se obró con error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida, excepto cuando consistiera en la comisión de hechos atroces o aberrantes (en BORA, del 15 de febrero de 1984).

Dado que la totalidad de las acciones a ser consideradas en los procesos penales consistían en la comisión de actos atroces y aberrantes, y que además el criterio legal resultante para la “presunción de obediencia” no solo carecía de la fuerza legislativa sino que se encontraba también sujeto al análisis de cada caso y juicio particular, la ley provocó estupor en el equipo de Alfonsín. Al respecto, Nino recuerda que al enterarse del acuerdo realizado entre la bancada radical y el Movimiento Popular Neuquino en el Senado, antes de la sanción de la ley, “muy agitado telefoneé a Alfonsín y le pedí que previniera el desastre. Me respondió algo en forma un tanto fatalista, diciendo que debíamos dejar pasar las cosas y que luego veríamos” (Nino, 2006: 129). El propio Alfonsín reconoció a su vez esta preocupación en su círculo íntimo de gobierno, señalando sin embargo que nunca se les ocurrió vetar, a pesar de ello, para preservar los frágiles acuerdos políticos alcanzados, las modificaciones realizadas en el Congreso.8

En ese primer debate político público, a comienzos de enero, el radicalismo debió afrontar y responder por primera vez las interpelaciones directas a su proyecto. Por un lado, afrontó las críticas de sectores políticos allegados a la dictadura militar, como las de la Alianza Autonomista Liberal o el Movimiento Popular Jujeño, y la ambigüedad de otros, como la Unión del Centro Democrático (UCEDE). Por otro lado, en esa ocasión, el diputado César Jaroslavsky debió escuchar el grito de "¡traidor!" pronunciado en el recinto por las Madres de Plaza de Mayo, y el proyecto fue rechazado por el diputado de la Democracia Cristiana Augusto Conte, el Partido Intransigente y gran parte del justicialismo, que comenzó a demandar al gobierno medidas de justicia más severas que las propuestas por el PJ en la campaña electoral.9

Recalculando: transposiciones de los tres niveles de responsabilidad

Tras el desaire experimentado en el campo parlamentario en 1984, al año siguiente el gobierno intentaría reencauzar el proyecto de los tres niveles de responsabilidad a partir de la actuación judicial. Mientras la Cámara Federal comenzaba, tras seis meses de audiencias orales y públicas, a preparar su fallo en el “Juicio a las Juntas Militares”,10 Alfonsín se reunió en persona a cenar con los jueces del tribunal para solicitarles que asumieran una definición concreta en la sentencia de la Causa 13 que fijara los límites de la obediencia. Los miembros de la Cámara Federal se negaron entonces a la petición del Presidente, y adujeron que ello escapaba al objeto del juicio a los ex comandantes al tiempo que solo un fallo de la Corte Suprema podía asumir esas generalidades (Nino, 2006: 141-145). De hecho, más bien en un sentido contrario, la sentencia de la Cámara Federal del 9 de diciembre dispuso, junto a distintas penas a miembros de las Juntas por la elaboración y ejecución de un plan represivo criminal y sistemático, el “enjuiciamiento de los oficiales superiores que ocuparon los Comandos de Zona y Subzona de Defensa, durante la lucha contra la subversión, y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones” (citado en Sancinetti, 1988: 227).

En ese mismo encuentro con los jueces surgió, sin embargo, una alternativa. Algunos jueces sugirieron entonces, frente al deseo del Presidente, que podría ser legislado en cambio un término de seis meses al final del cual todos aquellos que no hubieran sido identificados deberían quedar libres de persecución penal. Es decir, la esencia de lo que se convirtió luego en el proyecto de ley de “Punto Final”. En marzo de 1986 se anunció a los jueces que se había decido avanzar con ese proyecto oficial (Nino, 2006: 141-145).

La iniciativa del proyecto de caducidad de la acción penal suponía una aproximación novedosa y lateral al proyecto sostenido en los tres niveles de responsabilidad. Implicaba, en última instancia, que la delimitación de los andariveles entre aquellos que “se habían excedido” y los que debían quedar impunes (demarcación que el gobierno no había podido controlar previamente en el ámbito legislativo ni en el judicial) se construyera ahora ya no bajo términos cualitativos (es decir, las acciones criminales concretas en el sistema represivo clandestino), sino bajo condiciones azarosas y coyunturales, dadas por el plazo perentorio para la acción penal. Suponía, en rigor, que el proyecto de justicia transicional podía bien despojarse de la tipificación de aquella estructura de la responsabilidad original, con el objetivo de preservar las consecuencias judiciales prácticas implicadas como resultado de aquel modelo; es decir, la limitación -cuantitativa- en la cantidad de condenas. En esta dirección, el mensaje presidencial de presentación del proyecto de 1986 al parlamento intentaba proponer que éste se fundaba en el objetivo de una aceleración de los tiempos para la política de juzgamientos que ya se venía realizando y no en su atenuación, política sobre la cual el “Juicio a las Juntas”, en opinión del Presidente, constituía su ejemplo más virtuoso.11

Lejos de morigerar la intervención de la justicia civil, y con un activismo determinante del movimiento de derechos humanos que entre otros aspectos impulsó la decisión de distintos tribunales de aplazar la feria estival de ese año (Mignone, 1991), en el plazo de sesenta días previsto por el parlamento para la caducidad se produjo "un estallido de la actividad judicial" que incorporó 400 nuevos imputados, lo que multiplicó así por veinte la cantidad de individuos hasta entonces señalados por la Justicia por crímenes contra la humanidad (Nino, 2006: 150). Tras la crisis de la Semana Santa de 1987, producida por la negativa a prestar declaración indagatoria ante la Justicia Penal y el seguido amotinamiento de oficiales medios del Ejército (Acuña & Smuñovitz, 1995: 62-63), llegaría, el último eslabón de la política de justicia transicional de Alfonsín.

El mensaje de Alfonsín remitido al parlamento el 13 de mayo de 1987 presentando el proyecto de “Obediencia Debida” incorporó una mención especial a los sucesos de Semana Santa. Por primera vez, se aludía a un clima político adverso como marco en el que cabía contextualizar la nueva iniciativa. Pero, como en el caso anterior, proponía que se inscribía en el mismo plan político para el juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos que había sido establecido a partir de la idea de los tres niveles de responsabilidad en 1983. Sin embargo, otra vez, una nueva aproximación al problema para la delimitación de esos niveles era presentada en el texto de la ley. El primer artículo sentenciaba que “sin admitir prueba en contrario” aquellos que revestían como “oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa”, así como todos los oficiales superiores con funciones menores a los de jefe de zona y subzona en las tareas represivas, para todas las fuerzas armadas y de seguridad, se encontrarían exentos de purgar penas por los crímenes en dictadura, por haber cometido esos delitos bajo la “obediencia debida” a sus superiores. A continuación, se disponían como únicas excepciones a ese criterio los delitos de “violación, sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil y apropiación extensiva de inmuebles” (Art. 1º y 2º de la Ley 23.521, en BORA del 09/06/1987). De esta manera, se proponía ahora que la demarcación de las responsabilidades penales debía establecerse no ya a partir de la naturaleza criminal de los actos o especialmente agravante de algunos de ellos (salvo las excepciones indicadas), como tampoco sobre la supuesta adecuación o no de esos actos a las órdenes recibidas, sino en función de las jerarquías internas a la organización militar (aspecto que la propuesta transicional no había abordado abiertamente con anterioridad). Y en consecuencia, al tiempo que el escalón inicial de la pirámide de los tres niveles de responsabilidad (destinado a aquellos que debían quedar impunes) se volvía significativamente ancho, por su parte el estrato de los “excesos” (definido ahora por los delitos sexuales, el robo y apropiación de niños, y los delitos contra la propiedad) se angostaba sustantivamente para ese grupo social, al excluir expresamente los delitos involucrados en la secuencia de secuestros, torturas, cautiverios, asesinatos y destrucción de cuerpos y pruebas; es decir, justamente aquello que había distinguido el sistema de desaparición como una de las marcas propias más relevantes de la versión vernácula del terrorismo de estado. La última propuesta oficial obliteraba también, finalmente, el azar y los avatares de la política y la Justicia, que habían distinguido la vía parlamentaria y la judicial los primeros tres años de gobierno. A la inversa de la ley de 1984, ya no se admitirían pruebas contrarias a la obediencia.

Como se mencionó, aunque el proyecto de “Obediencia Debida” intervenía otra vez activamente modificando los parámetros de aquella propuesta inicial (difuminando por ejemplo el andarivel propuesto para los que se “habían excedido” en la represión), el Presidente afirmaba que, contrariamente a una modificación de ese programa o el establecimiento de mecanismos de amnistía, el proyecto en realidad correspondía a la necesidad de establecer una definición jurídica más específica para aquella decisión política primordial.12 Por cierto, lo que esta estrategia argumentativa ahora invisibilizaba era que lo más característico del proyecto transicional originario había consistido en aquella tensión. Es decir, sus márgenes de apertura definidos en buena medida por la permeabilidad, aunque no absoluta, entre uno y otro nivel, y que ahora procuraban mostrarse claramente definidos y resueltos. Precisamente, esta característica distintiva era marca del proyecto tanto como la decisión primordial de abordar una política de juzgamiento transicional, ya que se había encontrado desde el comienzo determinada por la lectura que se hacía del contexto histórico que daría sitio a ese proyecto, contexto en el que se suponía un delicado equilibrio y los mismos márgenes de incertidumbre y variabilidad. En ese marco, los escollos encontrados y las imprecisiones de la vía jurídica reproducían otros más amplios existentes a nivel social, caracterizados, según se entendía, por la misma conflictividad. O lo que es decir, para utilizar la expresión del ex presidente: “en la implementación del procedimiento se debía superar una serie de obstáculos jurídicos y fácticos, y considerar los límites que nos imponían la Constitución y la prudencia” (Alfonsín, 2004: 34).

La Constitución y la prudencia”: los tres niveles como ingeniería política.

La vía parlamentaria de los tempranos ochenta había sido acompañada por otra estrategia pública surgida de una decisión del Ejecutivo, aunque finalmente no controlada por éste, que concentró buena parte de la atención pública durante 1984. Dos días después de los decretos de juzgamiento, el 15 de diciembre, el decreto 187/83 creó la CONADEP, cuyo informe Nunca Más fue presentado en acto público el 20 de septiembre de 1984. El instrumento de creación de la Comisión establecía como su objetivo “esclarecer los hechos relacionados con la desaparición de personas ocurridos en el país”. Es decir, sin delimitar a priori –a diferencia de la reforma del Código de Justicia Militar- una cronología oficial para estos hechos ni exigir una demarcación de los responsables de esos actos. Pero se interponía además una cláusula destinada a limitar el alcance judicativo de las actividades de la Comisión: “La Comisión no podrá emitir juicio sobre hechos y circunstancias que constituyen materia exclusiva del Poder Judicial” (en BORA del 19/12/1983). Y de ese modo, comenzaba a construirse una tensión entre la propuesta que se hacía para la construcción de una verdad “irrestricta” sobre las desapariciones y la propuesta realizada para el abordaje judicial limitado (en el tiempo y los responsables) de esos crímenes (Crenzel, 2015). Así, se establecía una vinculación estrecha pero a la vez un orden de jerarquías entre la producción de dos tipos de saberes: la construcción de una verdad pública, y la práctica de una verdad jurídica, para la que se establecían ámbitos de indagación previamente delimitados, aunque todavía no férreamente sellados, dentro de los cuales el Ejecutivo impulsaría determinadas acciones de la Justicia y se mostraría reticente a lo que fuera de ellos se encuadraba.

A partir de las diferencias establecidas entre la propuesta para la construcción de una verdad cultural sobre las desapariciones y las propuestas sobre la práctica judicial que debía acompañarla, puede comprenderse que, en realidad, expresado a través de los diversos cambios que experimentó la propuesta basada en los tres niveles de responsabilidad, lo que debe leerse es el hecho de que mediante esos procesos de arquitectura jurídica lo que subyacía era una decisión, y un problema, que no se concebía dentro del orden de lo jurídico, sino ante todo de lo político, entendido en un sentido amplio. Ello explicaba que, por un lado, esa evolución estuviera sujeta a los tiempos y el trabajo intelectual necesarios para el desarrollo de cualquier nuevo instrumento jurídico; pero también que los conceptos jurídicos adoptados se convirtieran, de algún modo, en variables de aquel otro fin más general, primando así la flexibilidad antes que la asunción de doctrinas jurídicas determinadas durante el diseño del plan de justicia transicional. Desde luego, por contrapartida, al tiempo que cada modificación introducida generaba nuevas implicancias judiciales, conllevaba a su vez determinadas lecturas y apreciaciones sobre el pasado de violencia estatal (tal como el corte temporal establecido en marzo de 1976, el deslinde de las complicidades civiles con la represión ya que solo se aludía a las Fuerzas Armadas, o la diferenciación entre la convicción ideológica y el “error” que se proponía para los perpetradores materiales).

Frente a estas variables, el objetivo tácito que se conservaba como constante estaba dado por el fortalecimiento del régimen político democrático, hecho que cada alocución pública desde la campaña electoral y las argumentaciones durante los debates parlamentarios se ocuparon de enunciar. En su sentido profundo, lo que este discurso implicaba era que el potencial del proyecto para establecer socialmente el reconocimiento de la legitimidad en la posible aplicación de un castigo (dada la identificación histórica propia de la coyuntura y la plataforma alfonsinista entre democracia política y estado de derecho) primaba sobre la determinación de la responsabilidades penales concretas de los militares implicados en las violaciones a los derechos humanos, y adquiría por lo tanto un efecto de “demostración” de la vigencia de la democracia que excedía al simple procedimiento judicial como tal o las penas a alcanzar (González Bombal, 1995: 203, 208). Sobre todo, esa dimensión de la transición judicial se consideraba tanto más relevante por cuanto a partir de ella se construía también una oposición radical entre democracia y dictadura. Y, a partir de esta última división, se construía también la esperanza de recuperación sobre otros aspectos sociales y económicos de la vida democrática (Aboy Carlés, 2001:171,172). Implícitamente, lo que se postulaba así era que esa “realización” de la democracia a través de la legitimidad de la Justicia, podía morigerar los costos y aliviar la herida política que la impunidad de muchos de esos perpetradores le infligía.

Así, aunque las dimensiones de lo “justo” incidieron en la decisión y la percepción de que establecer “alguna forma de justicia retroactiva” (Nino, 2006: 33) era política y moralmente necesaria, por su parte el diseño basado en la atribución de responsabilidades diferenciales no se encontró tanto determinado por un sentido particular de lo justo como en función del fortalecimiento a futuro de la democracia política; dado que se suponía, junto a la función social constructiva de la actuación judicial, que demasiados juicios desencadenarían nuevos atentados al poder público. Esta contradicción fue de vital importancia en la forma que adoptó la estrategia judicial promovida por el Poder Ejecutivo a partir de diciembre de 1983, y resultó constitutiva a lo largo del gobierno de Alfonsín. Ya durante la presentación de los tres niveles de responsabilidad durante la campaña electoral, la cuestión se postulaba como la “primera bifurcación”, la “primera gran opción”: “aceptar la propuesta de una ley de amnistía […] tranquilizaría, sin duda, a amplios sectores de las Fuerzas Armadas; pero desconocer u ocultar sus consecuencias, probablemente, haga de la democracia por venir una mera ilusión” (Alfonsín, 1983: 141, 142). Retomada esa propuesta en distintas ocasiones durante su gobierno, según la expresión tardía de Alfonsín la cuestión general habría sido la siguiente:

Por supuesto, hubiera sido deseable que la persecución fuera contra todos los que hubieran cometido delitos, pero hacerlo colocaba en serio riesgo al proceso mismo de transición […] Nuestro objetivo no podía ser el juicio y la condena a todos los que de una u otra manera habían vulnerado los derechos humanos, porque esto era irrealizable, sino alcanzar un castigo ejemplificador […] Necesitábamos dejar una impronta en la conciencia colectiva en el sentido de que no había ningún grupo, por poderoso que fuera, que estuviera por encima de la ley y que pudiera sacrificar al ser humano en función de logros supuestamente valiosos (Alfonsín, 2004: 45).

Pero a través de la búsqueda de esa “impronta”, por cierto, se instauraba una tensión imposible de erradicar entre una ética jurídica, invocada por la violación de derechos fundamentales, y una moral política, tensión que se convirtió en el núcleo del proyecto de justicia. De ese modo, como distintos autores ya han propuesto interpretar desde la segunda mitad de los ochenta, puede pensarse que esa tensión encontraba su correlato entre una ética de la convicción (el sentido moral legítimo y reparador de la justicia) y una ética de la responsabilidad (bajo la forma de las consecuencias indeseadas de la acción que la actuación penal podía implicar al poner en riesgo el régimen político democrático en el contexto de la transición) (cf. Weber, 2012). En esta dirección, la inestabilidad del proyecto de justicia transicional desarrollado desde la campaña electoral hasta mediados de 1987 derivó en parte de la interacción con otros actores de la política nacional -por ejemplo, como analizaron Acuña y Smulovitz (1995), de los conflictos con los militares y el Congreso nacional; o como señaló Palermo (1987), de las presiones populares y el consecuente peligro implicado al “jugar a ser aprendiz de brujo”, animando procesos sociales que luego se resistirían a ser domesticados. Pero, sobre todo, como ha procurado mostrarse en los pasajes previos, esta indefinición temprana constituía la estructura misma del proyecto –es decir, nace así, antes de su interacción con otros actores y procesos. También da cuenta, a partir de la estabilidad manifestada en el primero de esos niveles (preservado para aquellos “máximos responsables” del plan criminal adoptado), de la centralidad que el “Juicio a las Juntas Militares” tuvo en esa estrategia y en ese proyecto.

A partir de esa tensión original, los vaivenes durante los primeros años de gobierno lograrían mostrar tempranamente un déficit implícito en la estrategia adoptada en materia de justicia transicional. Como ha indicado Novaro (2009), la estrategia de “mover y ver”, que a primera vista parecía adecuada por la incertidumbre reinante, se volvía contra los propios objetivos de la propuesta. El resultado consistía en una paradoja. Por un lado, en búsqueda del objetivo subyacente, que se pautaba como el fortalecimiento de las instituciones republicanas, se buscaba “un justo medio en un juego que dejaba librado en gran medida el curso definitivo de acción a las reacciones que sus pasos iniciales despertaran en los actores involucrados”. Por otro lado, esos mismos pasos habilitaban una vía de investigación y castigo que podía llevar, por el contrario, al desarrollo de expectativas y conflictos crecientes (p. 42). Pero por contrapartida, ello también posibilitó que las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida" de 1986 y 1987, que significaron en la práctica el último eslabón del programa radical, y aunque cada una de ellas proponía abordajes novedosos a la propuesta de los tres niveles de responsabilidad, encontraran en esa contradicción originaria su condición de posibilidad enunciativa, al presentar las nuevas medidas ya no como claudicatorias sino como especificación de la propuesta que había sido formulada, supuestamente cerrada y con claridad -según se propuso durante estos últimos debates parlamentarios- en la campaña electoral de 1983.

Conclusiones: la tensión constitutiva del proyecto.

El diseño desarrollado por el gobierno de Alfonsín apuntó a conjugar el ejercicio de la justicia y el desempeño del régimen político democrático bajo la forma de un tándem que encontraba en el estado de derecho el anclaje referencial de su dispositivo de enunciación. Sin embargo, como se ha comentado, la conformación de este “tándem” se construyó a partir de la instauración de una tensión entre una ética jurídica y una moral política, tensión que se convertía así en constitutiva del proyecto de justicia, y que se expresaba en la consolidación y preservación de la democracia política como el objetivo central de la propuesta. En este orden de jerarquías, el diseño judicial se embarcó también en un tipo de "política preventiva" cuyo objeto estaba dado por la erradicación de futuras dictaduras, y subordinaba a este fin, en función del conflictivo contexto social, el equilibrio y los aspectos jurídicos del sentido preventivo de la justicia que se construía a partir de la idea de estado de derecho. En el marco de esa propuesta, la construcción de la justicia transicional se concebía como la construcción de una verdad sobre el valor de la democracia, y de esa manera, el rol social fundamental del proyecto transicional se disponía como la retroalimentación de esa verdad como una verdad judicial (aunque limitada), y junto a ella, como verdad política (en este caso, absoluta), al asociarse como momento fundacional de la conflictiva vida compartida.

Así, entender en el proyecto de justicia transicional una secuencia variable o escalonada o una totalidad cerrada, sería a la vez un error y un acierto. Por un lado, como se mostró, la variabilidad y los límites difusos al interior de la propuesta concreta fueron sus rasgos distintivos desde los albores de la transición hasta su broche final en junio de 1987. Pero por otro lado, propondremos que el proceso entero no puede aprehenderse sino a partir de una mirada de conjunto, integral a esos cuatro años, a partir de la cual resulta puesta de manifiesto la orientación de esas diversas manifestaciones, variaciones y expresiones particulares de las medidas hacia aquel sentido más general, la democracia política, que se concibió como el problema central en la transición argentina. Así, las variaciones experimentadas en las propuestas de discernimiento de tres niveles de responsabilidad para las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura dan cuenta de aquella tensión inherente con la que se concibió el gobierno de la transición.

Durante los años de dictadura, desde la óptica de los partidos políticos mayoritarios (y con algunas excepciones, como la corriente Humanismo y Liberación de la democracia cristiana, varios sectores de la izquierda, y finalmente el alfonsinismo) el problema del juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos se vivió como un problema supeditado frente al de la apertura democrática. De algún modo, en el proyecto de Alfonsín, la experiencia fue análoga y a la vez distintiva. En la óptica del candidato radical, el objetivo expresado en el fortalecimiento de la democracia política subsumía también a los demás, ya que se entendía de aquellos como su condición y posibilidad. Solo que, en la óptica del gobierno iniciado en 1983, el juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos se disponía, en función de ese objetivo primordial, en el centro de la escena y del programa político para la prosecución de aquel logro institucional. Y así, ese juzgamiento se convertía, a la vez, en un objetivo secundario y supremo de la transición. Entendemos que éste es, en fin, el núcleo gordiano de aquella tensión que caracterizó el gobierno de Alfonsín.



Notas

1 Metodológicamente, dicho recorrido se construye a partir del análisis de fuentes documentales, la realización de entrevistas en profundidad con informantes clave, y la revisión de la prensa del período. Entre los archivos consultados se encuentran el Archivo de Historia Oral del Instituto de Investigaciones Gino Germani, los fondos documentales de Memoria Abierta y las colecciones del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).

2 Alfonsín, Raúl (02/05/1983): “El documento de las FF.AA. sobre desaparecidos: No es la Palabra Final. Conferencia de Prensa del Dr. Raúl Alfonsín”, reproducido en: Periódico Combatir, Año 1, N° 1, 27 de junio de 1983, pág. 3.

3 Sobre el problema de la convicción en la atribución de responsabilidad en los delitos contra la humanidad, véase entre otros, Nino, 2006; Malamud Goti, 1996; Fernández & Pastoriza, 1987; Sancinetti & Ferrante, 1999.

4 El documento se encuentra reproducido como anexo en Verbitsky, 2006: 265-267. La redacción del texto habría correspondido a Nino, quien ha certificado a su vez el carácter original del documento allí reproducido (Nino, 2006: 115).

5 Cámara de Diputados de la Nación, Diario de sesiones del 05 de enero de 1984, pp. 422-424: “Proyecto de Ley de Reforma del Código de Justicia Militar”.

6 Se iniciaba así también un itinerario legal para la llamada “teoría de los dos demonios”, nombre con el cual la denuncia del “terrorismo de cualquier signo” comenzó a conocerse en la transición (Franco, 2015). Alfonsín había asumido públicamente esas claves de lectura sobre la violencia política con un mes de anterioridad a la presentación de los tres niveles de responsabilidad, el 23 de julio de 1983. Sin embargo, hasta el inicio de la transición esa idea no se había plasmado en un proyecto particular para impulsar el juzgamiento de las cúpulas guerrilleras (Crenzel, 2013).

7 Sobre el contexto de surgimiento del proyecto, los debates al interior de equipo de Alfonsín, y la “solución jurídica” hallada, véanse las entrevistas a Jaime Malamud Goti (2004, 2007) en el Archivo de Historia Oral de la Argentina Contemporánea, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

8 Véase la entrevista a Raúl Alfonsín (2005), en el Archivo de Historia Oral de la Argentina Contemporánea, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

9 Véase el debate parlamentario de la Ley 23049/84 de Reforma del Código de Justicia Militar [en línea] http://www1.hcdn.gov.ar/dependencias/dip/adebates.htm, y "El debate en la Cámara de Diputados", en El Diario del Juicio del 27 de mayo de 1985.

10 La sentencia, conocida el 9 de diciembre de 1985, condenó a Videla y Massera, a cadena perpetua. Viola fue sentenciado a 17 años de prisión, Lambruschini recibió 8 años de condena y Agosti 4 años y medio. Galtieri, Graffigna, Anaya y Lami Dozo resultaron absueltos.

11 Mensaje del Poder Ejecutivo N° 2294 al Honorable Congreso de la Nación, 5 de diciembre de 1986. En: Secretaría Parlamentaria del Senado de la Nación, Diario de Asuntos Tratados, Año II N°88, 10 de diciembre de 1986, Buenos Aires: Dirección de Publicaciones. Pp. 1791-1792. La Ley 23.492 fue sancionada por el Congreso de la Nación el 23 de diciembre de 1986. Establecía un plazo máximo de sesenta días corridos para que los tribunales citen a prestar declaración indagatoria a personal de las Fuerzas Armadas; debiéndose considerarse extinguidas dichas denuncias una vez vencido este plazo. En BORA del 29 de diciembre de 1986.

12 Mensaje del Poder Ejecutivo al Honorable Congreso de la Nación N° 717, del 13 de mayo de 1987. En: Secretaría Parlamentaria de la Cámara de Diputados de la Nación: Diario de Asuntos Tratados, Reunión 8ª, 15 de mayo de 1987, Buenos Aires: Dirección de Publicaciones del Congreso de la Nación. Pp. 618-620.


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Recibido: 1 de agosto de 2016
Aceptado: 29 de septiembre de 2017
Publicado:1 de diciembre de 2017

 

 

 

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