Sociohistórica, nº 38, e012, 2do. Semestre de 2016. ISSN 1852-1606
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Investigaciones Socio Históricas

ARTÍCULOS / ARTICLES

Juan Carlos Portantiero y su abordaje de la Reforma Universitaria desde una preocupación gramsciana: la escisión intelectualidad y pueblo-nación

Gómez Sebastián
Universidad de Buenos Aires - Consejo Nacional de Investigación Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina
sebastianjorgegomez@gmail.com


Cita sugerida: Gómez, S. (2016). Juan Carlos Portantiero y su abordaje de la Reforma Universitaria desde una preocupación gramsciana: la escisión intelectualidad y pueblo-nación. Sociohistorica, 38, e012. Recuperado de: http://www.sociohistorica.fahce.unlp.edu.ar/article/view/SHe012

Resumen
El artículo aborda el análisis de la Reforma Universitaria por parte de Juan Carlos Portantiero a fines de los 60. A partir de considerar su producción en la década del 50 y 60, se plantea que el análisis estuvo permeado por una preocupación gramsciana característica de su labor por aquellos años: la escisión entre intelectualidad y pueblo-nación. También se sugiere que el autor a través del abordaje de la Reforma guardaba una inquietud política: vertebrar la unidad entre la pequeña burguesía intelectual radicalizada y el movimiento peronista en vistas a la construcción de un socialismo con raigambre nacional y popular.
Desde un enfoque cualitativo, la trama y el sentido del empleo de Gramsci por parte de J. C. Portantiero para el an álisis de la Reforma es reconstruido. Los datos son recolectados mediante la indagación de su producción teórica del período y las entrevistas ofrecidas por el autor.


Palabras clave: J. C. Portantiero; Gramsci; Reforma Universitaria; Intelectualidad; Pueblo-nación.

 


Juan Carlos Portantiero and their approach to the University Reform in the 60sfrom a Gramscian concern: the split intelligentsia and people-nation

 

Abstract
The article deals with the analysis of the University Reform by Juan Carlos Portantiero in the late 60’s. After considering his production in the 50s and 60s, it is argued that the analysis was permeated by a Gramscian concern, which was distinctive of his work in those years: the rift between intellectuals and People-Nation. It is also suggested that the author by addressing the Reform kept a political concern: to structure the radical unity between the small intellectual bourgeoisie and the Peronist movement, with the aim of building Socialism with national and popular roots.
From a qualitative approach, the plot and the sense of Gramsci employment by JC Portantiero for the analysis of the reform is rebuilt. The data is collected through the research of his theoretical investigation of the period and interviews offered by the author.


Key words: J. C. Portantiero; Gramsci; University Reforma; Intellectuality; People-nation

 


 

De tal modo que la historia de los intelectuales argentinos (y dentro de ella cabe, preponderantemente, la de los grupos pol íticos de “izquierda”, pues la actividad de éstos es una clase especial, colectivizada, de la experiencia crítica) sigue líneas paralelas a la historia del pueblo–nación: no se entrecruza nunca con ella, y siempre la conciencia del movimiento de masas ha sido proyectada a éste por intelectuales del tipo tradicional.
J. C. Portantiero (1965: 7)



A modo de introducción

El artículo contribuye a la indagación de la recepción de Antonio Gramsci en Argentina a través de abordar el análisis de la Reforma Universitaria efectuado por el “Negro” Juan Carlos Portantiero (1934–2007) a fines de los 60.1 Particularmente, se concentra en el itinerario del autor y su producción teórica durante la década del 60 y principios de los 70 a fin de situar su interpretación de la Reforma. 2 Se considera que los años 60 y comienzos de la década del 70 conformaron en sí mismos una época, es decir, un campo común de lo que es públicamente decible y aceptable en cierto momento histórico, conteniendo un espesor propio y límites más o menos precisos (Gilman, 2003: 36). Entre estos límites sobresalió un tópico que atravesó a franjas de la denominada nueva izquierda intelectual de los años 60 y alcanzó a J. C. Portantiero: la escisión entre intelectualidad y pueblo-nación.

El manuscrito expone resultados producidos a trav és de un enfoque cualitativo, esto es, un enfoque que buscó reconstruir la trama y el sentido del análisis de la Reforma Universitaria de J. C. Portantiero en los años 60. De ahí que se desplegaron estrategias y técnicas metodológicas de corte cualitativo para responder a este ejercicio hermenéutico. Concretamente se recolectaron datos mediante la indagación documental. Se consideraron las producciones del autor durante el período para aprehender las preocupaciones y perspectivas centrales que enmarcaron sus reflexiones sobre la Reforma Universitaria de 1918. También se acudió a las entrevistas que Tortti & Chama (2006: 232–254) y Mocca (2012) le realizaron al autor.

Las reflexiones de J. C. Portantiero en torno a la Reforma provinieron de una conjunción característica en él entre sociología y política: “Yo pienso en función de la política” (Mocca, 2012: 86). Todas las tentativas intelectuales de J. C. Portantiero del período estuvieron siempre animadas por los problemas vivos que brotaban de una sociedad conflictiva, sobre los que sugería líneas de intervención. Su labor intelectual y sociológica tenía pues un trasfondo estratégico (Altamirano, 2011: 188). La Reforma y su derrotero ocuparon un lugar privilegiado entre sus intereses políticos, queriendo contribuir a la historia de los intelectuales argentinos y, puntualmente, a explicar un asunto típicamente gramsciano: la fractura de los sectores avanzados de la pequeña burguesía con el pueblo nación.

El artículo consta de cuatro momentos. Primero se apunta el trayecto político-intelectual de J. C. Portantiero en los años 50 y 60. El segundo y tercer apartado están consagrados al análisis de la Reforma en Argentina y América Latina por el autor como así también las tareas políticas que derivaba de dicho análisis. Por último, a modo de cierre, se muestra cierto paralelismo conceptual entre su análisis de la Reforma y del peronismo.

Apuntes sobre el itinerario de J. C. Portantiero en los años 50 y 60. La persistencia de una preocupación gramsciana: la escisión intelectualidad y pueblo-nación

En 1952, J. C. Portantiero se afilió a la Federación Juvenil del Partido Comunista Argentino (PCA), poco antes de cumplir los 18 años. Si una figura resultó gravitante en su derrotero político–intelectual partidario esa fue la de Héctor P. Agosti. En su calidad de Secretario de Cultura del PCA ofició como maestro de franjas de la nueva generación comunista.3 Tuvo una particular sensibilidad por el “Negro”, al que introdujo en la cultura italiana y, específicamente, en el pensamiento de un mártir del comunismo italiano: Antonio Gramsci con quien J. C. Portantiero establecerá una relación intensa. Como es sabido, después de 1956, ya pasado el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y la Revolución Húngara, los comunistas italianos se habían mostrado como la vertiente más heterodoxa en los confines del comunismo.

Con la invitaci ón de H. Agosti, J. C. Portantiero participó del equipo que tradujo y prologó cuatro de los seis cuadernos temáticos de Gramsci publicados por la editorial Lautaro en la década del 50.4 Asimismo, su maestro lo introdujo en la redacción de Cuadernos de Cultura, una de las principales revistas del Partido, donde ofició de una suerte de Secretario de Redacción.5 Poco tiempo después, en febrero de 1961 se incorporó a la revista Che (de nueve números entre octubre de 1960 y noviembre de 1961) a pedido del partido y bajo el ala de H. Agosti. Che, dirigida por Pablo Giussani, se transformaba a partir de su nº 7 (febrero de 1961), aunque sin pronunciarlo, en un proyecto compartido entre la tendencia izquierdista del Partido Socialista Argentino y el PCA. Decidida a escapar de la encerrona producida por el desencuentro entre la izquierda y el movimiento popular, la publicación impugnaba los ejes a partir de los cuales se desarrollaba la política desde 1955 y pretendía forjar un camino para el socialismo argentino, tomando la experiencia cubana como referencia principal.6

En el n° 10 de la revista Che (abril de 1961), J. C. Portantiero fue mencionado como miembro de la redacción. En virtud de su oficio periodístico, viajó como corresponsal de la revista a Cuba en mayo de 1961. Además de realizar una crónica sobre su recorrido en la que sobresalía la experiencia de resistencia popular a la invasión imperialista y su euforia ante “la primera derrota del imperialismo norteamericano en América Latina”, J. C. Portantiero entrevistó a Ernesto Che Guevara y a Raúl Castro. En su relato, mostraba la viabilidad del socialismo en nuestro continente, su admiración por la gesta cubana y por su dirección política –con una descripción que operaba como una crítica velada a la dirección comunista local, al mostrar no sólo el coraje de los líderes cubanos sino también la unidad con su pueblo–, y la inserción plena de Cuba en la historia contemporánea (Portantiero, 1961a; 1961 b).

La intensidad del vínculo maestro–alumno que “llegó a los límites del plagio”, como reconoció más tarde J. C. Portantiero (Altamirano, 2011: 186), se vislumbró en su primer libro: Realismo y realidad en la Narrativa Argentina de 1961 (editado por Procyón, una de las editoriales del PCA). El nudo central del ensayo se hallaba en su diagnóstico: la escisión entre intelectuales y sociedad nacional, entre intelectuales y pueblo, en el desajuste entre cultura y nación. El autor se preguntaba por las causas de esta fractura y, por tanto, ahondaba en una clásica temática gramsciana: la formación histórica de los intelectuales. La literatura suministraba el terreno para ilustrar y exponer su argumento. Así, su ensayo se inclinaba más hacia un análisis sociocultural que hacia un análisis estrictamente literario.

Derrocado el peronismo en 1955, el hiato entre intelectualidad y pueblo y, por tanto, la indagación sobre la formación y el papel de los intelectuales, era una cuestión tan reiterada como sensible. El maestro de J. C. Portantiero ya había dinamizado este asunto en Nación y Cultura (1959). Ahí, H. Agosti realizó una crítica al liberalismo local, a su intelligentsia (expresada por la revista Sur, el suplemento cultural de La Nación, o escritores como Jorge Luis Borges). Esta élite poseía tanta vocación cosmopolita como desarraigo con el pueblo–nación. Al establecer un paralelismo entre el proceso político–cultural italiano y argentino, se asentaba en Gramsci para afirmar que en Argentina también la burguesía había sido (y era aún) timorata e incapaz de impulsar la revolución democrática. Así, más propensa a alinearse con el poder terrateniente, no fundó una intelectualidad orgánica a sus preceptos. En otras palabras, la estructura agraria del país certificaba la regresividad histórica de la burguesía nacional, base para la formación de una intelectualidad desarraigada del suelo nacional.

J. C. Portantiero seguía estos lineamientos gramscianos–agostianos en su ensayo, ubicando la frustrada revolución democrática y nacional como parte de las razones de que la intelectualidad estuviese enajenada del pueblo–nación (Portantiero, 1961c: 106). Tanto en éste, como en otros pasajes, J. C. Portantiero no hacía más que proseguir la pluma de su maestro. Sin embargo, asomaban algunos puntos de rupturas y de radicalización del equilibrio dispuesto por H. Agosti (Altamirano, 2011: 189). Estos puntos no eran nada más que grietas en su vínculo discipular. Más bien, eran los prolegómenos de la ruptura con su partido. El propio autor recuerda su ensayo como una instancia bisagra: “En el 62, publiqué un libro que se llama Realismo y realidad en la narrativa argentina, que vendría a ser un prólogo a la ruptura ideológica con el partido” (Mocca, 2012: 39).7

¿Cuáles son elementos que hacen de este libro un momento de transición, una expresión de inconformismo partidario? Principalmente, la crítica al liberalismo y de los efectos de éste sobre la cultura nacional y la intelectualidad. En El mito liberal (1959) H. Agosti había distinguido entre una tradición liberal y otra democrática en la historia argentina. Con esta última se identificaba, mientras que atribuía a la liberal una complicidad con la condición dependiente del país. Sin embargo, H. Agosti no cortaba amarras rotundamente con la tradición liberal. A sus ojos, ésta guardaba una herencia digna de consideración –como leyes o políticas progresistas que contaban en su haber– y era posible aún recorrer un camino común entre liberales y comunistas. En J. C. Portantiero el juicio sobre la tradición liberal, en cambio, era tajante. El liberalismo estaba entre las causas principales del destierro intelectual:

La inserción del marxismo en la problemática intelectual argentina es tardía. La sofocó desde un principio la vigencia tirana de la tradición liberal, que envolvió a socialistas y anarquistas, hasta transformarlos en prisioneros, en tantos casos voluntarios, de la cultura dominante. Falto de una orientación elaborada, el “progresismo” de nuestras capas medias intelectuales no pudo estructurarse sino a saltos, en medio de confusiones y vacilaciones (1961c: 70–71).


J. C. Portantiero aseguraba que el peso del liberalismo en la cultura nacional suponía el retraso en la implantación del marxismo y, por tanto, privaba al progresismo intelectual vernáculo de un punto de referencia que lo dotara de cohesión y continuidad. Ya en el libro dos fenómenos, significativos en el trayecto del autor, ilustraban este argumento: la Reforma Universitaria de 1918 y el peronismo. Ambos serán objetos privilegiados de su reflexión hacia fines de los 60. Detectaba en ellos el nervio de la fractura entre la intelectualidad y el pueblo–nación. El primero, había engendrado una renovación en la intelectualidad progresista, pero al no contar con puntos de anclaje que le diesen sentido y estructura, terminó preso del liberalismo antinacional y antipopular. El segundo, el peronismo, con su irrupción en la escena política, condujo a la intelectualidad “progresista” a refugiarse en el liberalismo. La incomprensión de este acontecimiento conducía a claudicar ante la antinomia liberal: se trataba de un capítulo más en la lucha de la “civilización” contra la “barbarie” en el plano nacional; un fenómeno que en el plano internacional se proyectaba en la lucha de la civilización contra el fascismo.

Al tratar la cuesti ón peronista en su ensayo, J. C. Portantiero iba todavía más lejos que su maestro. Mientras H. Agosti apenas había mencionado el asunto, para el autor desempañaba un hecho fundador de una fracción y una sensibilidad generacional (Altamirano, 2011: 192). Dentro del arco liberal la generación juvenil comenzaba a desajustarse de la generación adulta. Se contaba con antecedentes: la Reforma Universitaria también había expresado una revuelta de este estilo. Pero, a diferencia de aquella rebeldía, en esta oportunidad había un elemento novedoso: la crisis del pensamiento de las élites. En el liberalismo asomaban grietas porque sus preceptos y su literatura no coincidían con la realidad dispuesta por el hecho peronista: “Había un crecimiento objetivo de nuevas fuerzas en el país, para el cual el liberalismo no podía ser dato ni respuesta” (Portantiero, 1961c: 71).8

Ahora bien, ante la delimitación profunda que J. C. Portantiero postulaba con el liberalismo, ¿qué camino se le ofrecía? Aun en tensión por el hecho de escribir al interior del comunismo local, su ensayo dejaba entrever una alternativa que en poco tiempo tomaría forma: la cultura italiana y, en particular, Gramsci, establecían el terreno ejemplar para la ligazón de la intelectualidad con su pueblo–nación.9 A diferencia del caso argentino, el comunista italiano había ofrecido una inserción del marxismo en la problemática concreta de la cultura italiana que se distanciaba tanto del fascismo como del liberalismo y se constituía como una referencia para las nuevas camadas intelectuales. De alguna manera, J. C. Portantiero ofrecía un Gramsci capaz de resultar un punto de anclaje o referencia para franjas de la nueva intelectualidad local en su afán por dirimir el espinoso vínculo con las masas.

En poco tiempo se produciría su ruptura con el PCA. Los influjos de la crisis del comunismo post XX Congreso del Partido Comunista (1956), la polémica chino–soviética desde fines de los años 50, las evidentes limitaciones del comunismo local a la hora de interpretar cabalmente la realidad y, ante todo, la nueva oleada proveniente de la Revolución cubana, que recientemente había asumido su condición marxista (1961), fundamentaban un escenario proclive a la radicalización político–intelectual. Entre 1963 y 1964, J. C. Portantiero encabezó una fracción comunista disidente con base en el movimiento estudiantil de la Universidad de Buenos Aires que se autodenominó Vanguardia Revolucionaria e, informalmente, “fracción portanterista”.

Los rasgos de la ruptura ya comenzaban a esbozarse con su artículo en el primer número de la revista cordobesa Pasado y Presente en abril–junio de 1963. Realizaba allí un análisis de coyuntura, bajo una matriz leninista, en la que sostenía la existencia de una “crisis revolucionaria” y adosaba la categoría gramsciana: crisis de hegemonía de las clases dominantes, para advertir el desajuste de las clases dirigentes en cuanto a la hegemonía de la sociedad política. El diagnóstico de J. C. Portantiero se inscribía en la convulsionada situación política que azotaba al país con posterioridad al derrocamiento del gobierno de A. Frondizi. La escena lo conducía a un juicio contundente: “definitivamente no quedan salidas burguesas para la situación nacional” (Portantiero, 1963: 22). Mientras el PCA, dado el convulsionado escenario, prefería el triunfo de la fracción más progresiva de los militares (los azules sobre los colorados), J. C. Portantiero proponía una salida proletaria (Altamirano, 2011: 201).10

El jury no tardó en llegar. A mediados de 1963 concurrieron autoridades partidarias para “enjuiciar” a J. C. Portantiero, entre ellas, H. Agosti. Sin embargo, la decisión del autor ya estaba tomada. Se trataba de un camino sin retorno. Incluso los esfuerzos de su maestro, quien luego de la sesión le comentó a sus correligionarios cercanos: “estuve tirándole sogas toda la noche y no agarró” (Mocca, 2012: 68), fueron en vano. La crisis de J. C. Portantiero con el partido abarcaba también a su lazo discipular. H. Agosti permaneció dentro del partido mientras él inauguró un itinerario con un signo compartido por la nueva intelectualidad de los años 60: la ausencia de maestros (Terán, 1991: 95). Su desvinculación no fue aislada y expresaba un descontento agudo entre las franjas juveniles (Casco, 2015: 8).

La preocupación por el hiato visualizado entre la izquierda y las masas animó, una y otra vez, la producción de J. C. Portantiero. En su primer escrito luego de la ruptura con el comunismo, publicado a inicios del 64 en el órgano de Vanguardia Revolucionaria, Táctica (de sólo un número), le atribuía a la izquierda una severa crisis desde 1955 –con el derrocamiento del peronismo– y especialmente a partir de 1959 –con la Revolución cubana. Ambos procesos mostraban la incapacidad histórica de la izquierda argentina para establecer relaciones operativas con las masas obreras y populares. Remitía implícitamente al folleto Acerca de la Contradicción (1937) de Mao TseTung para sostener el argumento. En dicho folleto, el comunista chino atribuía los errores del partido, en determinados momentos históricos, a la incapacidad de discernir la contradicción principal de las secundarias. J. C. Portantiero se apropiaba de este esquema para sostener que la izquierda, ante el peronismo, había establecido lazos con el pueblo en base a las contradicciones secundarias, sin atender a la contradicción fundamental. Así arrastró a la clase obrera industrial al voto por los candidatos de la Unión Democrática en las elecciones de febrero de 1946, cuando cualquier análisis basado en la contradicción principal –entre trabajadores y propietarios de los medios de producción–, debía concluir que allí se aglomeraban los sectores “más retardatarios de las clases dominantes”.11 Sólo a través de reconocer esta contradicción principal, la izquierda revolucionaria podía fusionarse con las masas asalariadas y estructurar alianzas. El autor sugería que el propio Lenin había enseñado este camino con su teoría acerca de la hegemonía y de las alianzas en el proceso de la revolución (Portantiero, 1964b).

Otro ejemplo de recaída en la mencionada fractura entre la izquierda y el movimiento popular se encuentra en un artículo de J. C. Portantiero a fines 1965 para la revista Nueva política, de sólo un número, y cuyo Consejo de Redacción estaba integrado, entre otros, por Ismael Viñas y miembros del Movimiento de Liberación Nacional. En él se hacía una crítica a la intelectualidad de izquierda por su sesgo “retórico”, “libresco”, abstracto, por su predisposición a “consumir” modas intelectuales extranjeras, más que a pensar en ligazón con los problemas reales del pueblo–nación. De este modo, la historia intelectual argentina se resumía en la separación popular. La erudición de la intelectualidad de izquierda era tan vasta como su impotencia. El marxismo tenía el desafío crucial de resolver la fractura producida entre el internacionalismo proletario abstracto y el nacionalismo popular, que, en realidad, siempre había sido “la levadura y la forma de la revolución” (1965: 18). Se debía “asumir la crítica de la sociedad argentina en su pasado –lejano o inmediato– y en su presente; pero asumirla desde el interior de la historia del pueblo–nación” (1965: 19). Así, concluía, el país podría asistir a una fusión inédita entre las élites revolucionarias y las masas.

La Reforma Universitaria en Argentina como un capítulo del desgarramiento entre la intelectualidad y el pueblo–nación


Uno de los objetos privilegiado de J. C. Portantiero a fines de los 60 fue la Reforma Universitaria de 1918. En enero de 1971, el autor publicó en Italia –con traducción de Marcelo Ravoni y Gianni Guadalupi– Studenti e rivoluzione nell América Latina. Dalla “Reforma Universitaria” de 1918 a Fidel Castro, que correspondía a la serie I gabbiani de la editorial milanesa, ligada al PCI, Il Sagiotore.12 El libro se componía de un ensayo introductorio firmado por J. C. Portantiero en mayo de 1969 con ocho apartados, al que le sucedían dos apéndices: el primero, “Documenti”, de unas treinta páginas, compilaba manifiestos estudiantiles argentinos, mexicanos y cubanos; el segundo, “Testimoninze”, de casi sesenta páginas, reproducía cuatros documentos de líderes latinoamericanos y del movimiento estudiantil en distintos momentos históricos: Julio Antonio Mella (de 1925), Aníbal Ponce (de 1927), Víctor Raúl Haya de la Torre (de 1928), Fidel Castro (de 1969). De este modo, J. C. Portantiero analizaba la Reforma Universitaria en su ensayo introductorio y le adosaba una serie de crónicas y documentos ligados a la experiencia del movimiento reformista en América Latina (Celentano & Bustelo, 2012: 88).

Es importante se ñalar que el ensayo fue prácticamente paralelo al trabajo junto con Miguel Murmis sobre el peronismo. En 1968 publicaron en forma de documentos de trabajo del Instituto Di Tella, Crecimiento industrial y alianza de clases en Argentina (1930–1940) y, un año después, El movimiento obrero en los orígenes del peronismo. Por iniciativa de José Aricó, ambos documentos, sin modificaciones, fueron publicados en formato de libro por la editorial Siglo XXI en 1971 bajo el título Estudios sobre los orígenes del peronismo. La cuestión peronista era abordada por J. C. Portantiero como parte del histórico clivaje entre intelectuales y pueblo–nación. Para ello, la cabal interpretación de tal asunto espinoso era una tarea de primera necesidad que debía alejarse, entre otras, de las interpretaciones canónicas hechas por Gino Germani –la cual se articulaba con las lecturas de la vieja izquierda- sobre el peronismo.

Es posible inscribir su tentativa sobre la Reforma Universitaria como parte de su contribución a una historia del derrotero de los intelectuales argentinos –y latinoamericanos– capaz de explicar las desventuras del vínculo entre la intelectualidad crítica y el pueblo–nación. Éste es el filón típicamente gramsciano que estructuró la labor de J. C. Portantiero y envolvió su escrito. Aludió al revolucionario sardo en sólo una ocasión en su largo ensayo introductorio, pero la cita, correspondiente a la edición de Lautaro de Los intelectuales y la organización de la cultura, daba cuenta de las claves del proceso:

La burguesía no consigue educar a sus jóvenes (luchas de generaciones) y los jóvenes se dejan arrastrar culturalmente por los obreros y al mismo tiempo se hacen o tratan de convertirse en jefes (deseo “inconsciente” de realizar la hegemonía de su propia clase sobre el pueblo) pero en las crisis históricas vuelven al redil (Portantiero, 1978 [1971]: 84).

Para J. C. Portantiero la Reforma Universitaria ilustraba en su despliegue, especialmente en Argentina, los pasajes históricos de unidad de la pequeña burguesía, de la intelectualidad con el pueblo–nación, pero también el subsiguiente desgarramiento. Gramsci había analizado este proceso en Italia. J. C. Portantiero, al igual que H. Agosti, se disponía a abordar el fenómeno en la historia política argentina.

El autor partía de asumir a la Reforma Universitaria como la mayor escuela ideológica para los sectores avanzados de la pequeña burguesía, como el espacio propicio de reclutamiento de las contraélites que enfrentaron a la vieja oligarquía (1978 [1971]: 14). En su lectura de la Reforma, J. C. Portantiero se distanciaba, desde los párrafos iniciales, de las posiciones liberales. Lejos de un “mero episodio estudiantil” o una mera intención de “modificar el orden de las casas de estudio”, consideraba que la Reforma supuso en su origen una intención de cambio social. Como fenómeno que excedía la endogamia universitaria, su análisis requería la discriminación de variables específicas para cada país, capaces de indicar el grado de desarrollo económico, social y político de las distintas sociedades latinoamericanas por donde la Reforma se propagó. Por ejemplo, en la Argentina, donde la Reforma alcanzó en un proceso conflictivo y contradictorio su plenitud como realización típicamente universitaria, el autor articuló la explicación de un proceso continental de movilización de la clase media –que por ejemplo, ganaba posiciones y acceso al sistema educativo y bregaba por su participación política en disputa con las oligarquías– con procesos específicos ligados a la irrupción del yrigoyenismo. A través de la Reforma Electoral de 1912, un nuevo sector había alcanzado la integración política e inició un ciclo marcado por la ampliación de la participación –finalizado en 1930, con el primer gobierno de facto, que derrocó a H. Yrigoyen-.13 En estas demandas e irrupción de la clase media frente a una oligarquía opuesta a la modernización, se gestó la Reforma Universitaria.

En el segundo apartado del ensayo introductorio, “La rebeldía estalla en Córdoba”, J. C. Portantiero realizó una suerte de crónica del proceso de gestación de la Reforma, atendiendo a sus documentos. Córdoba guardaba una singularidad al interior de la Argentina, en rigor, una contradicción. La universidad cordobesa era un reducto de la “tradición reaccionaria”, un “bastión ultramontano”, en un momento en que el país había iniciado un proceso de modernización al ser introducido por el capital imperialista en el mercado mundial. Mientras las clases medias encontraban canales de participación a nivel nacional, la universidad cordobesa estaba imbuida por un catolicismo “embebido de jesuitismo”. Ligada a las élites sociales, políticas y culturales, la universidad no permitía la más leve filtración de espíritu crítico. A diferencia de Buenos Aires o La Plata donde las casas de estudio habían ajustado la enseñanza con el paso del tiempo –gracias tanto al predominio que en las ciudades ejercía una élite liberal como al movimiento coordinado entre estudiantes y profesores para democratizar la selección del cuerpo docente–, en Córdoba, hasta 1917, “nada alteraba la paz colonial, nada conmovía a la oligarquía cultural, apéndice de la Iglesia que controlaba a los claustros” (Portantiero, 1978 [1971]: 31).

Para J. C. Portantiero, la ideología del movimiento estudiantil reformista y su radicalización se gestó en el marco del conflicto. En un principio, los objetivos eran tímidos: las demandas se limitaban a cuestiones gremiales movidas por adecuar la universidad monacal de Córdoba a la altura de las tendencias de la Universidad de Buenos y la de La Plata. De ahí que los estudiantes cordobeses, que comenzaron a fundar sus primeras agrupaciones, establecieran un frente común con profesores liberales y laicos. Este “liberalismo científico”, al calor de la férrea oposición clerical junto a la cobardía de los aliados liberales, pronto fue enriquecido con otros contenidos. Los profesores liberales no resistieron la presión ejercida por el aparato monacal y la primera alianza se desestructuró. El movimiento que había comenzado con una retórica “arielista” y se mostraba carente de una ideología sólida, se fue radicalizando al advertir la imposibilidad de derrotar pacíficamente en la universidad a los restos de la vieja oligarquía. Dado que el conflicto se asentó en cambios estructurales, es decir, en la irrupción de una clase media, de una nueva pequeña burguesía ansiosa por encontrar canales de participación, el proceso excedió al cauce pensado por la oligarquía cordobesa.

En el curso de su lucha, según el autor, los estudiantes extrajeron una enseñanza decisiva: sólo alcanzarían sus reclamos a través de alianzas extra–estudiantiles. A medida que el movimiento estudiantil trasladaba sus reivindicaciones a la calle ensanchaba su programa, al buscar la coincidencia con otros sectores populares. Se convertía así en un eslabón, el más detonante, del movimiento político–general. Los estudiantes tejieron alianzas con la Federación Obrera de Córdoba, con el Partido Socialista Internacional –antecedente del PCA–, con el Partido Socialista (PS) y con otras figuras significativas –desde socialistas hasta liberales y anticlericales– que prestaron su apoyo a los estudiantes: José Ingenieros, Alejandro Korn, Alfredo Palacios, Manuel Ugarte. Así el sector más avanzado de la contraélite cultural argentina alentaba la batalla contra los resabios eclesiásticos en la ciudad monacal (1978 [1971]: 42). Esta requerida solidaridad exterior se tradujo, además, en un rasgo saliente del movimiento reformista: su proyección continental, su destino latinoamericano común.

La Reforma fue la mayor escuela ideológica de los sectores avanzados de la pequeña burguesía dispuesta a enfrentar a la oligarquía. Estuvo atravesada, desde su inicio, por dos tendencias: aquella que confinaba al movimiento a un proyecto de cambio para la universidad, y la que empezaba a suponer que sin reforma social no podía haber una auténtica Reforma Universitaria (Ibíd.: 47). El movimiento estudiantil cordobés deambuló entre ambas tendencias, pero, analizado a la distancia, J. C. Portantiero concluyó que la preeminencia estuvo en manos de la primera. Su aseveración coincidía con su cita de Gramsci: la pequeña burguesía, sus nuevas camadas, pretendían convertirse en dirección del proletariado, pero, finalmente, volvían al redil. Así, luego de varios meses de lucha y apoyado, entre otros, por el radicalismo yrigoyenista, el movimiento estudiantil lograba un triunfo contra el clericalismo que J. C. Portantiero calificó, parafraseando a Gramsci –aunque sin mencionarlo–, como kulturkampf, como una lucha cultural, teñida por reclamos de americanismo anticosmopolita y de solidarismo social (Ibíd.: 54).

Kulturkampf no fue un concepto frecuente en Gramsci. En rigor, sólo aparece cuatro veces en el conjunto de los Cuadernos de la cárcel. Presumiblemente, J. C. Portantiero lo extrajo del libro Los intelectuales y organización de la cultura, donde también se encontraba el fragmento de Gramsci citado en el ensayo. El revolucionario sardo empleó Kulturkampf en términos de una metáfora para describir un proceso. Por tanto, requería indagaciones o precisiones posteriores (Massardo, 1999: 2). Con Kulturkampf, el comunista italiano alude al proceso en el que estaba inmersa América Latina a fines de los años 20, donde el Estado moderno debía aún luchar contra el pasado clerical y feudal que representaba la persistencia en el poder de las pequeñas oligarquías tradicionales. El jesuitismo seguía constituyendo un obstáculo para el desarrollo de la civilidad moderna vehiculizada por las grandes ciudades costeras. En sintonía con lo que Gramsci denomina proceso Dreyfus, indicaba una situación en la cual el elemento laico y burgués no había alcanzado todavía la fase de subordinación a la política laica del Estado moderno de los intereses y de la influencia clerical. La burguesía solía combatir, aunque de manera blanda, estos resabios clericales.

J. C. Portantiero, atento lector de Gramsci, retomó su metáfora y la convirtió en una categoría heurística. Argentina y América Latina atravesaban un proceso de lucha anticlerical emprendido por la burguesía. La modernización y secularización de la vida social enmarcaba a la Reforma. El movimiento estudiantil argentino impulsó el combate que la burguesía sólo sostenía de manera temerosa, pero no logró rebasar los límites burgueses, sino que se mantuvo como Kulturkampf. Con evidentes aires gramscianos, para J. C. Portantiero la Reforma constituyó: “la lucha en el terreno de la superestructura; la confusa voluntad por construir una contrahegemonía; el intento exasperado por producir una ‘reforma intelectual y moral’” (Ibíd.: 71). Esta “reforma intelectual y moral” dinamizada por el movimiento estudiantil terminó planteándose sólo como una oposición a la cerrada hegemonía eclesiástica, y no fue más lejos. La Reforma se volvía un mero enfrentamiento superestructural, con serias limitaciones para arraigarse en el momento estructural, condición sine qua non para devenir fuerza ético–política, hegemónica. En otras palabras, los sectores avanzados de la pequeña burguesía argentina no establecieron alianzas duraderas. Su destino estuvo atravesado por la imposibilidad de constituirse en fuerza política autónoma y, por tanto, por la incapacidad de estructurar un liderazgo de tipo “jacobino” sobre los contingentes rezagados de su clase y sobre otros grupos populares (Ibíd.: 61). Se asistía a una fractura de la intelectualidad con el pueblo–nación, con el proletariado. Si bien es cierto que el movimiento estudiantil atravesó momentos de “maduración crítica” en los que predominó la concepción de la Reforma Universitaria como un capítulo de la reforma social, alejándose del “liberalismo humanizante”, no logró consolidar una alianza perdurable con el ámbito extrauniversitario. Finalmente se produjo una separación entre la lucha corporativa dentro del aparato educativo y la lucha en el terreno de la política y la reforma social; entre la lucha estudiantil y la lucha política.

En Argentina, según el autor, donde el aspecto específicamente universitario de la Reforma había alcanzado su mayor despliegue, la izquierda acompañó al reformismo entre 1918 y 1923, así como a su marca antiimperialista. Al interior del movimiento universitario, los militantes marxistas, muy escasos por entonces, no buscaron diferenciarse todavía del radicalismo pequeño burgués que le otorgó un tono ideológico al proceso. Fue recién después de 1923 cuando la Reforma se politizó e incluso intentó formar un partido político –el Partido Nacional Reformista, en 1927–, y cuando afloraron las divergencias con el “clasismo” de izquierda. Sintéticamente, desde el filón comunista le cuestionaron tanto el “vanguardismo” implícito en su exaltación de la épica juvenil –que conducía a pretender reemplazar al proletariado– como su escasa vocación por vincularse con la clase obrera. Así, a sus ojos, el reformismo no superaba los límites pequeños burgueses y se restringía a un gremialismo universitario. Ante posiciones de esta índole los reformistas encontraron un mejor lugar en el histórico PS –con gravitante representación parlamentaria, inserción en el movimiento sindical y vasta historia– que en el “clasista” e incipiente PCA (Tortti & Celentano, 2014: 217).

El PS, siempre desapegado de la lucha antiimperialista, no ofrecía un terreno para la radicalización y propagación del movimiento reformista, que fue decantando hacia una disputa netamente universitaria. En este partido, la cuestión nacional había quedado sumergida debajo de una abstracta “cuestión social” planteada en términos sólo del puro reformismo parlamentario. J. C. Portantiero reivindicaba a aquellas figuras del PS, como Manuel Ugarte, que intentaron atender a la cuestión nacional. No obstante, parafraseando a Galasso (1983: 9–10), aquellas figuras compusieron el “trágico destino de una generación” de socialistas que, ante la cerrazón y el dogmatismo de la dirección del PS para fundar un socialismo popular, nacional, latinoamericano y revolucionario a principios del siglo XX, fueron expulsados o desplazados. J. C. Portantiero se disponía a recuperar este linaje, al tiempo que rastrear en esta ausencia la explicación del aislamiento de la Reforma y su encapsulamiento en la cuestión universitaria, en su finalización como una mera “revolución democrática” liderada por la pequeña burguesía, incapaz de radicalización.

Según el autor el reencuentro entre el reformismo y la izquierda recién se produciría a mediados de los años 30, como consecuencia del avance del fascismo que desembocaría en el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Esta reconciliación no asumiría tintes antiimperialistas sino que se dirimió bajo una “coalición antifascista” que, en nombre de la lucha por la democracia, aceptaba la unidad con los sectores liberales y las clases medias. Según J. C. Portantiero, esta unidad implicó una abdicación respecto del original antiimperialismo de la Reforma, lo cual derivaría en su posterior oposición a los populismos latinoamericanos –entre ellos, el peronismo–, sospechosos de simpatía por el eje (Tortti & Celentano, 2014: 220). Así, en su periplo, el reformismo en Argentina terminó atrapado por el liberalismo.

La Reforma Universitaria en América Latina y la apuesta por el reencuentro entre la intelectualidad y pueblo-nación en Argentina

El análisis de la Reforma de J. C. Portantiero no se restringía a la Argentina. Su ensayo también comprendía sus consecuencias para la región latinoamericana. Aunque el proceso político asumió formas distintas, para el autor se bifurcó, tempranamente, en dos corrientes enfrentadas: los movimientos populares antiimperialistas y el marxismo cosmopolita (representado entonces básicamente por los grupos ligados a la III Internacional, doblemente abrumados por la discusión interna en la Unión Soviética y por el aislamiento con las masas populares de sus países) (Portantiero, 1978 [1971]: 77). Así, entre 1922 y 1928, la Reforma se polarizó en un ala antiimperialista ligada a las clases medias y al reformismo, y otra comunista que no consiguió pensar lo nacional (Bustelo, 2013: 6). Para el autor, el caso ejemplar de este desencuentro se produjo en Perú, con la fractura producida en la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). La sociedad peruana, tradicionalmente inmóvil, comenzó a inquietarse por migraciones internas de la zona de las sierras –donde se asentaban los grupos campesinos de origen incaico– a Lima –sede de un capitalismo burocrático y comercial–. Con esta migración se reforzó la clase media limeña y a ella se sumaron hijos del patriciado del interior, una aristocracia lugareña empobrecida por la penetración del capital extranjero. Hacia 1920, una proporción importante del estudiantado provenía de estos estratos sociales. Así, desde un inicio, las consignas de la Reforma Universitaria tuvieron no sólo un tono ideológico cultural sino también el carácter de reivindicaciones económico sociales. Dentro de una sociedad dependiente, con un proletariado escaso y sin tradición organizativa autónoma y con una burguesía industrial virtualmente inexistente, las clases medias y el estudiantado universitario asumieron el papel de vanguardia (Portantiero, 1978 [1971]: 90–91). A diferencia de Argentina, la Reforma devino en partido político: en 1924, como producto de este proceso, Víctor Haya de la Torre, promulgó la fundación de APRA.

En su origen el APRA representaba a las élites reformistas y antiimperialistas de los años 20. Inicialmente concebido como movimiento frentista orientado a la unidad latinoamericana, permitía la convivencia de orientaciones democráticas populares y marxistas. Sin embargo, hacia fines de la década, cuando se delinearon con mayor precisión los rasgos del programa del APRA, los debates en torno al carácter “nacional–democrático” o “socialista” de la revolución, sobre el papel que correspondía al Estado y sobre la cual debía ser la clase “dirigente”, precipitaron la escisión entre Haya de la Torre y la izquierda dinamizada por José Carlos Mariátegui. En otras palabras, surgieron dos vertientes en la izquierda latinoamericana: el populismo –que convertirá al APRA en un partido nacional y policlasista– y el socialismo –que fundará el Partido Socialista en Perú– (Tortti & Celentano, 2014: 218). Este último, por entonces ligado a los debates del movimiento comunista de la III Internacional, acordaba con la estrategia del frente único antiimperialista y de la organización de los partidos clasistas y, por lo tanto, admitía el interclasismo pero sólo para las organizaciones frentistas, no para el partido político. En un proceso de bolchevización de los partidos, la III Internacional se aferraba al esquema clasista tradicional. En resumidas cuentas, el comunismo le criticaba al movimiento estudiantil peruano, no su escasa proyección social –como en la Argentina–, sino el contenido programático de ésta proyección hegemonizada por la pequeña burguesía nacionalista. Haya de la Torre, por el contrario, pasaba del esquema frentista al partido, conservando una estrategia policlasista y jerarquizando la cuestión nacional. Ante la debilidad del proletariado en países latinoamericanos, privilegiaba la cuestión nacional por sobre la clase y, por tanto, la conformación de un “movimiento nacional” y un “Estado antiimperialista”. Para Haya de la Torre, era la burguesía nacionalista quien debía encabezar la lucha por la hegemonía de la revolución democrática, como aconsejaba el Kuomintang (el Partido Nacionalista Chino).

De este modo, las perspectivas nacionalistas antiimperialistas y comunistas se escindían y rivalizaban, evidenciando las dificultades de sintetizar los problemas democrático–nacionales de la revolución latinoamericana en el interior de una perspectiva socialista:

Si Haya y el aprismo, como expresión del antiimperialismo de las clases medias, al destacar la cuestión nacional, dejaban para un futuro incierto la posibilidad de las transformaciones sociales, los partidos comunistas subestimaban ese primer momento democrático–nacional para proyectar su acción práctica sobre una hipotética revolución socialista “pura” (Portantiero, 1978 [1971]: 98).

La cuestión nacional antiimperialista y la cuestión social –nación y socialismo– se escindían. Cuba fue la excepción. A diferencia del resto de los países latinoamericanos, donde el antiimperialismo y el socialismo carecieron de articulaciones, la Reforma, aunque en un intrincado proceso, encontró su conjunción. En su último apartado del ensayo, “De Mella a Fidel”, J. C. Portantiero expuso las razones de la excepción. Las tradiciones que animaron la liberación del colonialismo español en Cuba dibujaban una constelación ideológica más compleja que el resto de los países: José Martí, conocedor del pensamiento de Marx, trabajó por la liberación del yugo español junto con los incipientes grupos socialistas. Al igual que en Perú, la Reforma Universitaria implicó una inmediata preocupación por ensanchar y proyectar al movimiento estudiantil hacia otros sectores sociales. Al haber sido Julio Antonio Mella –líder del proceso– quien fundó posteriormente el PC Cubano, el comunismo fue el principal heredero de la Reforma. El dirigente estudiantil condensaba el encuentro del comunismo con el nacionalismo democrático liderado por J. Martí. El socialismo y la cuestión nacional tuvieron en Cuba un peso precoz en su historia, que se expresó también en la Reforma. Para J. A. Mella, la Reforma no debía afincarse sólo en el plano universitario –como sucedió en Argentina–, pero tampoco extenderse como una tentativa “vanguardista” de la pequeña burguesía sobre las clases populares (como APRA). Era el proletariado quien debía contar con la hegemonía en una revolución democrática. Así, la Reforma Universitaria en Cuba se apoyó en las tradiciones locales y nacionales del socialismo, y estaba dispuesta a volverse popular, a fundirse con el proletariado. Antiimperialismo y comunismo encontraban un terreno común. Aunque en la isla también la Reforma tuvo su momento de reflujo, la aparición del Movimiento 26 de Julio en 1953 bajo el liderazgo de F. Castro, recuperó esta tradición, expresando “la continuidad entre presente y pasado” (ibíd..: 121).

Si Gramsci explicaba las limitaciones del movimiento reformista, también iluminaba las sendas victoriosas. J. C. Portantiero parecía retomar el argumento de su ensayo Realismo y realidad en la narrativa argentina: como en Italia, donde Gramsci había introducido la problemática marxista en el seno de la cultura italiana y, por tanto, era una referencia para las nuevas generaciones, el comunismo de J. A. Mella había tejido una ligazón entre el marxismo y las tradiciones locales que F. Castro potenció y dinamizó. El presente se unía con el pasado. El Movimiento 26 de Julio conglomeró a los sectores avanzados de las capas medias que no encontraban referencia en una burguesía industrial de un país dependiente –estrechamente ligada al imperialismo–, sino en los grupos políticos nacidos al calor de la Reforma Universitaria. Así, los sectores medios cubanos se colocaron a la cabeza de un movimiento nacionalista democrático anclado en su pueblo. La fusión de la élite dirigente proveniente de la pequeña burguesía con las masas rurales transformó al Movimiento 26 de Julio en el portavoz, ya no de las clases medias, sino de una revolución agraria que excedía las previsiones iniciales. De alguna manera, F. Castro proseguía a J. A. Mella, y encarnaba la síntesis de una doble perspectiva que en la historia del continente marchaba desencontrada luego de Reforma: el nacionalismo democrático de los primeros apristas y el socialismo abstracto de los primeros marxistas.

Si bien J. C. Portantiero reconocía las particularidades de la conformación política e ideológica de Cuba y, por tanto, las dificultades de su reedición (Ibíd.: 122), la Revolución cubana, tan admirada por la nueva izquierda y por el propio autor, marcaba el camino correcto para la intelectualidad argentina: de las clases medias podía surgir un grupo coherente capaz de ligarse con un movimiento popular y radicalizarlo. En otras palabras, los éxitos particulares del proceso cubano se tornaban faro político y debían iluminar a las nuevas camadas intelectuales críticas de los años 60/70 que no podían obviar la gesta de un movimiento basado en la rebeldía juvenil y con asidero popular.14

La vigencia del debate propuesto por J. C. Portantiero era contundente. Su ensayo firmado en mayo de 1969 coincidía con la ebullición del movimiento estudiantil a nivel local (por ejemplo, el Cordobazo) e internacional (por caso, la Revolución cultural china o las barricadas del Mayo francés) que reintroducía la discusión sobre la alianza obrero–estudiantil. El debate sobre la capacidad del movimiento estudiantil y su alianza con el proletariado constituía un tema de época.15 A través de su ensayo J. C. Portantiero pretendía mostrar al público italiano que la ascendente protesta estudiantil en Europa guardaba algunos puntos de encuentro con las revueltas estudiantiles en la región latinoamericana. Además éstas tenían antecedentes: la Reforma Universitaria originada en Argentina y con ramificaciones a la largo de América Latina resultaba el principal y su ciclo no estaba cerrado. Se trataba de encontrar diferencias y similitudes entre las gestas estudiantiles de entonces con aquellas reformistas, a sabiendas de la perseverancia de una característica común: la condición estudiantil y juvenil de sus protagonistas.

En la versión italiana, J. C. Portantiero abría el ensayo dando cuenta de la presencia y ascendencia mundial del movimiento estudiantil. Se apoyaba en uno de los ideólogos de la nueva izquierda intelectual, C. Wright Mills, para fundamentar el estudio de las nuevas generaciones como verdaderos factores reales y vivientes de un cambio histórico y olvidar al “marxismo victoriano”, constructor de una metafísica de la clase obrera. El desencuentro entre la pequeña burguesía y los trabajadores podía ser saldado. Su último apartado en torno al proceso cubano, había demostrado que la Reforma era capaz de dirigirse hacia la unificación de la cuestión social y la cuestión nacional, del socialismo y la nación.

El séptimo apartado, suprimido en la versión española, “Studenti e populismo”, prestaba un análisis de la historia nacional reciente, en estricto, de la oposición del movimiento estudiantil al movimiento popular encabezado por Perón –desde el golpe de junio de 1943 hasta su derrocamiento de 1955– en vistas a introducir un balance distinto, capaz de sentar las bases del reencuentro entre el movimiento universitario y el movimiento nacional popular con que se identificaba la clase trabajadora.16

El autor atribuía gran parte del desencuentro entre ambos a los enfrentamientos que, al calor de la disputa fascismo–dictadura, venían desarrollándose entre el régimen militar y el movimiento estudiantil. En sintonía con Estudios sobre los orígenes del peronismo, J. C. Portantiero buscaba renovar las claves de análisis del movimiento peronista en el arco de la izquierda: más allá de cierta influencia del fascismo sobre la “ideología populista”, su rasgo central residía en su capacidad de poner en movimiento “energías nacionales y populares”, en la irrupción de una clase obrera que rompía los equilibrios políticos preexistentes, lo que lo diferenciaba del carácter regresivo de los fascismos europeos. Con tintes gramscianos, argüía que el peronismo constituía un “movimiento nacional popular” surgido de una peculiar alianza de clases. Encabezado por oficiales nacionalistas, portavoz del desarrollo con un proyecto de crecimiento autónomo, aunque limitado, y apoyado por sectores propietarios y por la enorme mayoría de los trabajadores, se oponía a las viejas clases beneficiarias del esquema librecambista –grandes propietarios terratenientes y ganaderos, y comisionistas de las importaciones y las exportaciones– (2014 [1971]: 243). Al no correrse de la identificación de Perón con el fascismo, el Movimiento Reformista atendió sólo sus propias reivindicaciones y optó –como la izquierda “abstractamente clasista”– por aliarse con el “bloque liberal conservador”, opositor a Perón. La tradición de la Reforma Universitaria y el movimiento estudiantil eligieron el liberalismo. Así, el Reformismo ni siquiera valoró los efectos “socialmente democratizantes” dirigidos al ámbito universitario, en concordancia con la dirección del proceso nacional: la supresión de aranceles, la eliminación del examen de ingreso, el aumento de la matrícula o la creación de la universidad obrera. Medidas todas éstas que resolvían las reivindicaciones económicas sociales propias del movimiento reformista.

Las cargas del balance y del desencuentro de la intelectualidad con el proletariado, recaían sobre el movimiento estudiantil, que era llamado a romper con su liberalismo y reencontrarse con el pueblo–nación. Aplicando una similar matriz maoísta a la crítica que le propinó al PCA a principios de los 60, instaba al movimiento estudiantil a divisar la contradicción fascismo–antifascismo en el peronismo como secundaria, siendo la principal la desplegada entre este movimiento nacional popular contra la oligarquía vernácula. Por entonces cercano al Movimiento de Liberación Nacional, liderado por Ismael Viñas que simpatiza con el populismo, J. C. Portantiero depositaba expectativas en corrientes de izquierda al interior del peronismo (Tortti & Celentano, 2014: 227). El autor cerraba el apartado llamando a un “examen de conciencia” del Movimiento Reformista para desandar sus pasos y proyectar otros:

El conflicto con Perón saldó la pelea entre padres e hijos al interior de la pequeña burguesía, cerró brutalmente la disputa de las generaciones, eliminó las resonancias de la solidaridad obrero – estudiantil anunciada en el momento inicial de la Reforma. Una bandera caía, y alzarla nuevamente habría significado para el movimiento universitario argentino un proceso de autocrítica, de examen de conciencia, aún no concluido (2014 [1971]: 252).

El movimiento estudiantil y la tradición reformista debían desapegarse del liberalismo, atender al tibio antiimperialismo del peronismo y, sobre todo, a la identificación política del proletariado con este movimiento. El socialismo no podía continuar descansando en abstracciones imbuidas de liberalismo, sino que debía arraigarse en la nación, en sus movimientos populares, y radicalizarlos; debía superar el divorcio entre masas populares y juventud pequeño burguesa y, por tanto, replantearse la unidad obrero–estudiantil, prosiguiendo así los aspectos más radicalizados de la Reforma. La adhesión de franjas y organizaciones estudiantiles al peronismo hacia fines de los años 60 –lo que J. J. Hernández Arregui denominaba la “nacionalización del estudiantado”– expresaba un dato histórico novedoso, dada la tradicional oposición del movimiento estudiantil al régimen peronista, que J. C. Portantiero pretendía ahondar.

A modo de cierre

En la pretensión de estudiar el itinerario de Gramsci en los años 60/70 en nuestro país, el artículo analiza el abordaje de la Reforma Universitaria por J. C. Portantiero a fines de los 60. En sintonía con sus producciones previas, el fenómeno fue aprehendido a partir de inquietud típicamente gramsciana: la escisión entre la intelectualidad y el pueblo-nación. El devenir de la reforma, como del peronismo, resultaban dos momentos centrales en la explicación del desgarramiento de la intelectualidad local. Su revisión, además, guardaba un trasfondo estratégico: la conformación de un socialismo anclado en la nación.

Se podrían aplicar las limitaciones de M. Murmis y de J. C. Portantiero al subordinar las dimensiones ideológicas, políticas y culturales de la emergencia del fenómeno peronista al exclusivo plano del conflicto social y el interés de clase (Camarero, 2012: 34) al análisis del autor sobre la Reforma Universitaria. Los aspectos o implicancias específicamente culturales del movimiento universitario argentino y latinoamericano fueron relegados en pos de asir su lugar en la estructura social y en el despliegue de sus alianzas. El empleo de la metáfora gramsciana Kulturkampf es indicativo. En lugar de desarrollar los aspectos de la lucha cultural emprendida por el movimiento estudiantil argentino, se refiere a ella para iluminar los límites del movimiento. Los costados político–pedagógicos o político–culturales de la Reforma fueron subestimados. Dada la matriz leninista que animó la producción de J. C. Portantiero por entonces, la apelación a la hegemonía remetía a las alianzas de clases, desatendiendo el aspecto ideológico o cultural de la dirección de esta alianza en los momentos en que el movimiento estudiantil cordobés se fundió con el pueblo. En este punto, fue más bien el tratamiento de la hegemonía en clave leninista, más que gramsciana, la que primó al abordar las alianzas del movimiento reformista.17

De todas maneras, esto no soslaya la importante contribución de J. C. Portantiero al análisis de la Reforma Universitaria. Su ensayo fue profundamente innovador e iluminó aspectos relegados hasta entonces (Bustelo, 2013: 5). El filón gramsciano sobre el vínculo intelectual y pueblo–nación resultó ser una aguda perspectiva que permitía pensar la Reforma Universitaria como parte del desgarramiento de la intelectualidad local.

Notas

1 La indagación se inscribe en una tesis doctoral en educación, Facultad de Filosofía y Letras – Universidad de Buenos Aires (UBA): La recepción y usos de Antonio Gramsci en la nueva izquierda pedagógica y el nacionalismo popular pedagógico (1959 – 1976) (Argentina).

2 Perfiles político–intelectuales de J. C. Portantiero han sido trazados por Burgos (2004), Tarcus (2007: 520–523), Casco (2007:199–207; 2015), Hilb (2009: 13–31) y Altamirano (2011: 171–209).

Existen algunos antecedentes en la línea de trabajo dispuesta en el artículo. Celentano & Bustelo (2012: 87–94) y Tortti & Celentano (2014: 211–239) presentaron y abordaron un texto “inédito” de J. C. Portantiero: “Estudiantes y populismo” que integraba el ensayo introductorio del libro de J. C. Portantiero Studenti e rivoluzione Studenti e rivoluzione nell´ America Latina. Dalla Reforma Universitaria del 1918 a Fidel Castro publicado en Italia en 1971, pero que no fue incluido en la versión en español de 1978. Ambos trabajos enmarcan la labor del autor en la producción de la denominada nueva izquierda intelectual en torno al vínculo entre política y estudiantes en los años 60 y principios de los 70 como así también dan cuenta de las razones de la exclusión del texto por parte de J. C. Portantiero en la publicación de 1978.

Además se encuentra el trabajo de Bustelo (2013), quien enmarcó el ensayo introductorio (fechado en mayo de 1969) de J. C. Portantiero en los debates sobre la interpretación de la Reforma, y señaló algunas huellas gramscianas en la lectura de la Reforma Universitaria por parte del autor.

Estos trabajos que el artículo retoma son de suma importancia. Se espera contribuir a esta serie analítica a través de inscribir el ensayo de J. C. Portantiero sobre la Reforma Universitaria en el itinerario intelectual del autor y en una preocupación típicamente gramsciana que lo acompaño por entonces: la escisión intelectualidad – pueblo-nación.

3 Además de ser Secretario de Cultura, H. Agosti dirigía por entonces la principal revista partidaria, Cuadernos de Cultura y el semanario partidario Nuestra Palabra, ejercía la presidencia de la Comisión de Asunto Culturales y era miembro del Comité Ejecutivo del Partido (Bulacio, 2006: 71).

4 Recuérdese que H. Agosti prologó tanto El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce como Literatura y vida nacional. Ambos prólogos, al filo de los límites permitidos por el PCA, iluminaban sobre la potencialidad del pensamiento de Gramsci. Además desarrolló un argumento influyente en el recorrido de J. C. Portantiero: sugería la hipótesis de la analogía entre los procesos políticos culturales italianos y argentinos, puntualmente, el divorcio entre intelectuales y pueblo-nación.

5 En el nº 50 (noviembre–diciembre de 1960) escribió un artículo que respondía a las exigencias partidarias: cuestionar las nuevas variantes dentro de la izquierda surgidas hacia fines del 50 que eran tildadas despectivamente bajo el rótulo de “neoizquierda”. Los cinco artículos del n° (entre los que se encontraba la pluma de Ernesto Giudici y Héctor Agosti) fueron reproducidos en formato de libro al año siguiente, Agosti, H. et. al. (1961).

6 Para un reciente estudio preliminar y antología de la revista remitirse a Tortti (2014).

7 Resulta llamativo que J. C. Portantiero fecha el libro en 1962, cuando en realidad se publicó a principios de 1961. Tal vez el recuerdo de un libro crítico de la tradición comunista local, llevó al autor a ubicarlo en las cercanías de su ruptura con el partido.

8 Años más tarde, y ya despojado de la unidad con su maestro, J. C. Portantiero, desde las páginas de la revista Pasado y Presente, no dejará dudas sobre aquello que insinuaba en su primer libro. Sus juicios sobre el liberalismo iban más allá de los tolerables por el partido y por el propio H. Agosti: “No hay en la bibliografía comunista argentina una crítica de fondo a la versión liberal de la historia argentina; en todo caso, lo que se halla es un reclamo ante la imposibilidad que el liberalismo tiene para comprender los conflictos de hoy: el ‘marxismo’, como en un juego de postas, vendría en su reemplazo, como legítimo continuador de ese pensamiento. Porque de lo que parecería tratarse es de descubrir el hilo de la ‘tradición progresista’ (…) ‘Pero –pregunta Agosti, en un trabajo de 1956 [presumiblemente, Para una política de la cultura, publicado en 1956 por la editorial partidaria Ediciones Procyon], que fue aprobado como base general para el trabajo crítico de los comunistas– ¿Qué es la tradición progresista, qué entendemos nosotros, argentinos, por tradición progresista?’ Y responde: ‘Tradición progresista es todo cuanto está enderezado a prolongar la línea de la tradición de Mayo, es decir, la línea de la revolución burguesa, es decir, la línea que procuró a su debido tiempo la aceleración del desarrollo capitalista en la Argentina’. A partir de este postulado es posible ya comenzar a explicarse muchas cosas y no sólo relativas al análisis histórico: también por qué al PCA le resulta tan difícil establecer relaciones dinámicas con la sociedad real y con las clases destinadas a conformar el bloque revolucionario” (1964a: 82). El artículo del “Negro” estaba destinado a saldar cuentas con el comunismo: su escrito era un comentario crítico a Argentina, realidad y perspectivas, un libro de 1964 del historiador, ligado al PCA, Benito Marianetti.

9 Su admiración por la cultura italiana se había incubado en el PCA. La revista Nueva expresión que tuvo una efímera vida con sólo dos números en 1959, daba cuenta no sólo de motivaciones literarias, sino también de un apego por la cultura italiana de la segunda posguerra, en particular por su narrativa –la de Alberto Moravia, Cesare Pavesa, Elio Vittorini y Vasco Patrolini, entre otros– y por el cine neorrealista. La experiencia italiana, siempre relegada por el PCA, sedimentó como un insumo crítico capaz de ofrecer un nuevo vínculo entre la política y la cultura a las nuevas camadas intelectuales (Petra, 2010: 25).

10 Los documentos firmados con la autoría colectiva de Vanguardia Revolucionaria, a principios de 1963, “Bases para la discusión de una estrategia y una táctica revolucionaria” y “Los Comicios del 7 de Julio y las perspectiva de la izquierda”, prosiguieron el filón crítico hacia la dirección del PCA.

11 Similar esquema, de corte maoísta, se encontraba en los documentos ya citados de Vanguardia Revolucionaria: el PCA no era capaz de distinguir la contradicción principal en la sociedad argentina de las contradicciones secundarias. La contradicción fundamental se daba entre el pueblo y el imperialismo –con sus aliados nativos–, y no entre una burguesía autóctona y un imperialismo externo.

12 La versión en castellano del libro sobre la Reforma se publicó en México recién en 1978, a través de la editorial Siglo XXI en su “colección América Nuestra”, pero con algunas significativas modificaciones apuntadas por Bustelo (2013) y Tortti & Celentano (2014).

13 Estos pasajes fueron suprimidos en la edición en español de 1978.

14 J. C. Portantiero prosiguió el argumento sobre la experiencia cubana en la segunda etapa de la revista Pasado y Presente. En la última publicación, dentro de la sección titulada “Textos”, el “Negro” introducía un inédito documento de J. W. Cooke de mediados de 1961, preparado en Cuba para F. Castro: “Apuntes para una crítica del reformismo en la Argentina”. Este documento constituía una profunda crítica al PCA. En su presentación, J. C. Portantiero subrayaba la preocupación que lo perseguía: la viabilidad de la corriente socialista se afincaba en el terreno nacional–popular. Cuba era el ejemplo de esta fusión y, según el autor, J. W. Cooke también lo había registrado: “Cuba se le revelaba a Cooke como la síntesis perfecta y prefiguradora de un proceso inevitable: la fusión entre nacionalismo revolucionario y socialismo” (1973: 371).

15 Para situar la tentativa de J. C. Portantiero en la producción teórica de franjas de la nueva izquierda local, remitirse a Bustelo & Celentano (2012) y Tortti & Celentano (2014).

16 Recientemente el apartado ha sido traducido y publicado en español en la revista Los trabajos y los días, nº 3, noviembre de 2012, La Plata, por Bustelo & Celentano. Luego, la traducción fue revisada por Vittoria Lovisatti e incluida en Tortti (dir.) (2014: 239–252). En el análisis aludiré a esta última traducción. En torno a las razones que condujeron a la supresión del séptimo apartado en la edición en español de 1978 por J. C. Portantiero, ver Tortti & Celentano (2014: 227–232).

17 La rectificación del filón leninista durante el exilio mexicano y el divorcio definitivo entre Lenin y Gramsci en los 80, no tiene que opacar la presencia del revolucionario ruso en las tempranas producciones de J. C. Portantiero. Es conocido que en una de sus últimas entrevistas sostuvo que por los años 60, “Éramos gramscianos–guevaristas–maoístas”. Pero no se debe descuidar que estaba comprendido el dirigente bolchevique en la afirmación. La aseveración del autor continuaba: “Por eso Lenin todavía no nos era ajeno, porque Lenin es otro voluntarista máximo” (Tortti & Chama, 2012: 242).

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Recibido: 9 de diciembre de 2015
Aceptado: 19 de octubre de 2016
Publicado: 18 de diciembre de 2016

 

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