Sociohistórica, nº 41, e043, 1er. Semestre de 2018. ISSN 1852-1606
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Investigaciones Socio Históricas

Artículos

Fomentar la herejía, combatir el dogma. Polémicas culturales en la revolución cubana (1959-1964)

Leonardo Martín Candiano

Universidad de Buenos Aires / CONICET, Argentina
Cita recomendada: Candiano , L. M. (2018). Fomentar la herejía, combatir el dogma. Polémicas culturales en la revolución cubana (1959-1964). Sociohistorica, 41, e043. https://doi.org/10.24215/18521606e043

Resumen: El trabajo inquiere en los debates culturales desarrollados en los primeros años de la Revolución Cubana a través de un análisis crítico de las reflexiones publicadas por intelectuales integrados al proceso entre 1959 y 1964, y establece puntos de contacto entre aquellas suscitadas previamente a la declaración del carácter socialista de la Revolución y las posteriores. Tales polémicas permiten acceder a una de las peculiaridades del proceso en sus comienzos: la amplitud en la convocatoria a los intelectuales a sumarse a la gestión cultural de la isla, lo que vuelve coherente la heterogeneidad de posturas sobre el quehacer estético presentes en el seno de la Revolución. Desde este lugar, el texto discute lecturas que sentencian la uniformidad ideológica y cultural de Cuba desde su ingreso a la órbita socialista, y ofrece un diálogo crítico con los estudios referidos a esta temática. El estudio se realizó desde un enfoque cualitativo y sincrónico, a través de un trabajo de documentación que incluyó fuentes primarias y secundarias. Los debates fueron sistematizados mediante el empleo de herramientas de la crítica textual, del comparatismo y de abordajes teóricos y críticos. A ello se sumó una perspectiva histórico-cultural que permitió encuadrar en su específico marco temporal las polémicas examinadas.

Palabras clave: Revolución Cubana, Polémicas, Cultura, Socialismo, Intelectuales.

Encouraging heresy, fighting against dogma Cultural debates in the cuban revolution (1959-1964)

Abstract: The present work examines the cultural debates arose in the first years of the Cuban Revolution through a critical analysis of reflections published by intellectuals integrated into that revolutionary process between 1959 and 1964. Moreover, this text establishes contact points between those studies appearing before and after the declaration of the Revolution socialist nature. Such debates allow us to learn about one of the process´ characteristics at its beginnings: the wide call of intellectuals to be joined to the cultural administration of the island, situation which provides coherence to the heterogeneity of postures towards the esthetic work present in the heart of the Revolution. From this perspective, the text discusses interpretations that affirm the cultural and ideological uniformity of Cuba from its entry into the socialist orbit, and offers a critical dialogue with studies referred to this issue. This study was performed from a qualitative and synchronic research method and through a documentation work that included primary and secondary sources. Debates were systematized by employing tools of textual criticism, of comparatism and theoretical and critical approaches. The work was also combined with a cultural and historical perspective that allowed the examined polemics to be framed in their specific temporal context.

Keywords: Cuban Revolution, Debates, Culture, Socialism, Intellectuals.

No es fácil la herejía. Sin embargo, practicarla es fuente

de una profunda y alentadora satisfacción,

y ésta es mayor cuanto más auténtica es la ruptura

o la ignorancia de los dogmas comúnmente aceptados.

Alfredo Guevara, 1963

El debate como apuesta

El principal acontecimiento político del continente americano durante el siglo XX, la Revolución Cubana –y con ella, el establecimiento de una república socialista en la isla–, fue, como todo proceso revolucionario, caótico, complejo y dinámico. Nunca unidireccional. La disputa interna entre tendencias políticas e ideológicas a partir de la toma del poder el 1 de enero de 1959 hasta el comienzo del denominado Quinquenio Gris (Fornet, 2007) en 1971 –que inauguró una nueva etapa en Cuba durante por lo menos un lustro– fue abierta y constante.

Las divergencias motivaron una prolífica cantidad de polémicas públicas a través de las cuales se delineó la acción política, social y cultural en el país, las cuales excedieron largamente el proceso de unidad entre las tres organizaciones revolucionarias: el Movimiento 26 de Julio (M26-7), el Directorio Revolucionario 13 de marzo (DR) y el Partido Socialista Popular (PSP), iniciado a mediados de 1961 y definitivamente instituido en 1965. Si las dos primeras derivaron en una corriente caracterizada por la promoción de un marxismo tercermundista que sustentara la construcción del socialismo en una región subdesarrollada –denominada marxismo latinoamericano, hereje o heterodoxo–, sectores del PSP y sus simpatizantes se orientaron hacia la línea oficial del Partido Comunista de la URSS –por lo que fueron catalogados como dogmáticos u ortodoxos–. Esta pugna se dio tanto en el seno del liderazgo revolucionario como en la sociedad en su conjunto y, por supuesto, en los intelectuales.

Néstor Kohan (2006) evidencia un clima de época mayormente omitido por la crítica especializada al enumerar las polémicas más representativas de aquellos tiempos, entre las que destacan las de orden económico respecto de los modos de gestión socialista a desarrollar en Cuba –protagonizadas por el Che Guevara, Charles Bettelheim y Carlos Rafael Rodríguez, entre otros–, las políticas –el denominado “Proceso al sectarismo”, encabezado por Fidel Castro contra Aníbal Escalante y, con él, contra toda una facción del PSP, la campaña contra el burocratismo y el posterior juicio a la Microfracción– y las culturales, que incluyeron aspectos estéticos, comunicacionales, filosóficos y pedagógicos.

La proliferación de las discusiones durante el período es, para Kohan, una certificación de la vitalidad política e ideológica de la Revolución, y su silenciamiento aplana los matices que enriquecieron y volvieron peculiar el proceso revolucionario. Desde un análogo posicionamiento preguntamos: ¿cómo se constituyó ese clima de época específicamente en el terreno cultural? ¿Qué lineamientos para la vida intelectual y la producción artística se pusieron en juego? ¿Qué consecuencias trajo la primacía de una tendencia sobre otra? Revisitar estas polémicas aporta a la comprensión de la radicalidad y dinamismo de una revolución aún vigente, y complementa la aparición de nuevos textos publicados en el siglo XXI que ahondan en la originalidad de la acción y el pensamiento desplegados en Cuba 1 , pues resulta notorio que tales debates no estuvieron circunscriptos a las ciencias sociales, el arte o la formación académica, sino que se trataba de una discusión política que en sus raíces enlazaba las concretas posturas esgrimidas dentro de cada disciplina. Lo que se denominó una disputa ideológica en el interior del proceso revolucionario (Martínez Pérez, 2006) fue una lucha por el rumbo estratégico que debía tomar la Revolución Cubana, tanto antes como después de la declaración de su carácter socialista en abril de 1961.

Si hasta 1961 los principales desacuerdos entre quienes tomaron el poder en 1959 se generaron a raíz del tipo de Estado a construir –circunscripto a la legalidad democrático burguesa o traspasándola–, a partir de entonces se explicitó otra querella de proporciones que Ambrosio Fornet caracterizó como la pretensión del dogmatismo de apoderarse de los resortes del Estado para volverlos contra la dirigencia original de la Revolución (Dalton et al, 1969). La abierta desavenencia entre tendencias políticas revolucionarias se desplegó fundamentalmente entre 1962 y 1964, y derivó en una amplia preeminencia del sector liderado por el M26-7 manifestada, entre otros aspectos, en la fundación del Partido Comunista de Cuba (PCC) en 1965. Es dentro de este conflictivo proceso donde se originan y al que se integra gran parte de la serie de discusiones pertenecientes al ámbito cultural que retomaremos en este trabajo.

Graziella Pogolotti (2006) ofrece una abarcadora mirada sobre el plano cultural en su compilación de artículos, réplicas y contrarréplicas publicados fundamentalmente en las revistas La Gaceta de Cuba, Cuba Socialista, Bohemia, Cultura 64 y Cine Cubano, y en los periódicos Revolución y Hoy. Si bien en su trabajo los textos están divididos cronológica y temáticamente contienen evidentes continuidades entre sí, lo que permite percibir la existencia de líneas contrapuestas con protagonistas definidos, instituciones culturales que sostienen una u otra postura y medios de difusión y producción intelectual dirigidos en una u otra dirección. Asimismo, inquirir en las páginas de aquellos años de las revistas Verde Olivo y Casa de las Américas, así como en los magazines culturales Lunes de Revolución y Hoy Domingo –ambos ya inexistentes en el período en el que se centra Pogolotti– posibilita una más amplia visión respecto de las discrepancias en el terreno cultural en los primeros años de la Revolución Cubana.

Resulta sugestivo que diversos investigadores minimicen o excluyan de sus respectivos análisis estas polémicas. Tal es el caso de Leandro Estupiñán en su trabajo sobre Lunes de Revolución, quien sostiene que, en esta época en Cuba, “toda polémica con trasfondo político era multiplicada por cero en la opinión pública” (2015, p. 246); algo, como veremos más adelante, refutable con la mera lectura de los principales medios de la Revolución. Por otra parte, la sola existencia de estos debates sugiere cuestionar los posicionamientos que afirman un definido acercamiento político-ideológico entre Cuba y la URSS, y una homogenización del pensamiento a partir del ingreso de la isla a la órbita socialista, como proponen William Luis (2013) y Carlos Velazco (s-f). Los perennes intentos de Cuba en los sesenta para constituir un bloque político autónomo de Moscú con base en el Tercer Mundo –que se demuestran con la organización de la Conferencia Tricontinental de 1966, la organización de la OLAS en 1967, la negativa en 1968 a firmar en la ONU el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares presentado conjuntamente por Estados Unidos y la URSS debido a que no representaba desde la mirada cubana el deseo de emancipación del mundo subdesarrollado, y la política exterior de apoyo a movimientos armados en América Latina, Asia y África, que quebraba por su espinazo la estrategia soviética de coexistencia pacífica sustentada desde la segunda posguerra– ofrecen otro considerable argumento para derribar tales hipótesis, que sólo cobran mayor sustento a partir de inicios de los años setenta. Si bien Gilman, por su parte, le endilga un “carácter más bien errático y sometido a numerosos cambios políticos e ideológicos” (2003, p. 189) al proceso político de la isla en sus primeros años, encuentra en su breve mención a las polémicas culturales de comienzos de los sesenta el síntoma de una futura burocratización en la isla, que en su lectura se despliega abiertamente a partir de 1968. Se focaliza para ello en los posicionamientos de la línea dogmática y ubica a los intelectuales enfrentados con esas posturas en una posición defensiva, de resistencia ante los embates de una presuntamente inexorable regimentación que se avecinaría, y no en una abierta pelea por construcciones político-culturales diferenciadas 2 .

A contrapelo de estas lecturas críticas, las polémicas no solamente modelaron la política cubana en los albores de la Revolución, sino que fueron una derivación previsible de uno de los rasgos centrales del proceso: la amplitud de su liderazgo en la convocatoria a los intelectuales del país a sumarse a la gestión cultural de la isla, allende su escasa participación en el proceso insurreccional y su pobre inserción en las organizaciones revolucionarias hasta ese momento. Esto vuelve coherente, a su vez, la heterogeneidad de posturas sobre el quehacer estético presentes en el seno de la Revolución, provenientes muchas de ellas de grupos culturales dispersos que se integraron a la Revolución a partir de 1959. Es a raíz de esta situación que cobra mayor sentido la propuesta de los cineastas del Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficos (ICAIC) al fijar en un documento colectivo la necesidad de establecer las condiciones para el despliegue de una lucha entre tendencias estéticas en el interior de la Revolución, situación definida como ineludible para el desarrollo de ideas revolucionarias originales.

La Revolución comienza un Lunes (1959-1961)

Por lo antedicho no extraña que la actitud polemista fuese uno de los rasgos que definió al primer medio cultural fundado oficialmente luego de la toma del poder: Lunes de Revolución, creado en marzo de 1959 y que semanalmente aparecía con el periódico Revolución, órgano oficial del M26-7. Gran parte de los debates generados en sus páginas se establecen con otras líneas de pensamiento y de acción del proceso revolucionario, lo cual no era otra cosa que la explicitación de un disenso interno y convertía al magazín en un incómodo compañero para muchos espacios nacientes al calor de la llegada de la Revolución al caribe.

Así como el compromiso político de los integrantes de Lunes era reforzado cotidianamente 3 , lo mismo sucedía con la independencia que reclamaban para la producción estética. Los trabajos de Estupiñán, Luis, Velazco y Artaraz (2011) coinciden en establecer que su autonomía –a pesar de ser el medio oficial de la principal organización revolucionaria del país– era prácticamente absoluta, pues ni su director, Guillermo Cabrera Infante, ni su subdirector, Pablo Armando Fernández, formaban parte del Movimiento, como tampoco sus principales colaboradores. Es en la pluma de Virgilio Piñera en donde ello se expresó sin tapujos. Si bien, por un lado, el dramaturgo señaló que “el nuevo escritor tendrá toda la libertad para relatar o cantar, pero al mismo tiempo no perderá de vista la realidad so pena de girar sobre sí mismo como lo hace un astro muerto en el espacio” (Piñera, 1960a, p. 2), con lo que instauró un perenne vínculo entre producción artística y contexto histórico, por el otro, pregonó una emancipación del arte respecto de la Revolución ante el temor de convertirlo en propaganda:

[A]sí como la Revolución plantea la disyuntiva sagrada de: Revolución o Muerte, así también nosotros, escritores, nos planteamos: Literatura o Muerte. Si a la Revolución se le desvirtuase, moriría: si a la Literatura se la pusiese a producir slogans pretendidamente literarios, moriría igualmente. El escritor está en el deber de crear para el pueblo, el escritor debe reflejar en sus obras los problemas nacionales, pero a condición de no quedarse en la nula propaganda (Piñera, 1960b, p. 2).

Los destinatarios de este pasaje eran los seguidores más conspicuos de la línea cultural del PSP, miembros del periódico Hoy y de su magazín cultural Hoy Domingo, y funcionarios del Consejo Nacional de Cultura (CNC), con quienes desde Lunes se promovieron numerosas polémicas en los poco más de dos años y medio de existencia del suplemento. Tales disputas comenzaron en el editorial del número 3, en el mes de abril de 1959, cuando éste declaró:

No somos comunistas. Ninguno: ni la Revolución, ni Revolución, ni Lunes de Revolución (…). Somos, eso sí, intelectuales, artistas, escritores de izquierda –tan de izquierda que a veces vemos al comunismo pasar por el lado y situarse a la derecha en muchas cuestiones de arte y de literatura– (Editorial N° 3, 1959, p. 3).

A partir de allí se multiplicaron las reyertas. Mirta Aguirre, integrante de la Comisión de Trabajo Intelectual del PSP y colaboradora de Hoy y de Cuba Socialista, atacó a los miembros de Lunes Virgilio Piñera, Heberto Padilla y José Álvarez Baragaño. La excusa fue responder un artículo de Padilla sobre poesía, pero en verdad se trató de una disputa entre concepciones culturales divergentes: una sostenía la plena autonomía del hecho estético y otra lo subsumía a la política revolucionaria más inmediata. Si desde Lunes se celebró el arte abstracto y la utilización de las técnicas creadas por las vanguardias históricas, desde el PSP se consideraron estas manifestaciones como “decadentes” y se promocionó la pintura realista y toda producción cultural fácilmente comunicable. Asimismo, las cotidianas críticas de Lunes al CNC –dominado por sectores del PSP, en particular por su dirigente Edith García Buchaca– se centraron en los eventos culturales concretos que la institución organizaba 4 .

Los jóvenes integrantes de Lunes entablaron al mismo tiempo una lucha generacional que trascendía los posicionamientos políticos. Lunes postuló la pelea con sus antecesores en el campo intelectual, en particular los referentes del grupo Orígenes, José Lezama Lima –director del Departamento de Literatura y Publicaciones del CNC– y Cintio Vitier –director de Nueva Revista Cubana, que comenzó a publicarse en abril de 1959–. Enrique Berros, Antón Arrufat, Álvarez Baragaño, Padilla y Pablo Armando Fernández fueron quienes atacaron la práctica poética del origenismo, a la que acusaron de elitista por desestimar el vínculo entre arte y sociedad. En “La poesía en su lugar”, Padilla destacó:

Orígenes es un ejemplo de nuestro más pronunciado mal gusto. Es prueba de nuestra ignorancia, evidencia de nuestro colonialismo literario, y de nuestra esclavitud a las antiguas formas literarias. No es por accidente que las palabras, el vocabulario de estos poetas, repetidamente hacen alusiones monárquicas: reino, corona, príncipe, heraldos. (Padilla, 1959, p. 5).

Palabras semejantes había expuesto Arrufat dos números antes en “Idea de la Revolución”, cuando postuló que la generación de Orígenes fue la más alta y última expresión ideológica de las clases adineradas. Respecto de Vitier, Álvarez Baragaño lo ubicó como referente de un grupo de escritores “que no se deciden, ante el fracaso de su poesía, a dejar de escribir” (Álvarez Baragaño, 1959, p. 16). Estos ataques recayeron no sólo sobre dos de las mayores personalidades de la poesía cubana de entonces, sino en quienes estaban totalmente integrados al proceso revolucionario, al igual que sus detractores.

Pero la disputa mayor de Lunes fue con el ICAIC y, más particularmente, con su presidente, Alfredo Guevara. Allende el privilegio de técnicas ligadas al free cinema de parte del magazín y de las del neorrealismo en la dirección del Instituto, resulta esclarecedor el estudio de Estupiñán al recorrer las peleas entre Carlos Franqui –Director de Revolución– y Alfredo Guevara desde la década del cincuenta, y la ruptura de la amistad entre el máximo responsable del ICAIC y Guillermo Cabrera Infante en enero de 1960, así como su reposición de gran parte de las cartas enviadas, desde Lunes y por Alfredo Guevara, a la dirigencia política de la Revolución como consecuencia de sus pugnas internas. Estas querellas pueden señalarse como una de las probables razones de la extrema, inédita y excepcional decisión tomada por la institución cinematográfica para con el documental PM 5 , que derivó en la prohibición de difusión del film en el circuito oficial del ICAIC luego de su estreno televisivo en el estatizado Canal 2 durante el programa Lunes en Televisión, y en la confiscación temporaria del mismo antes de su proyección pública en la sala de Casa de las Américas. Estupiñán advierte que ésta será la pelea que comenzaría a marcar el apresurado final del grupo. El vínculo orgánico entre este corto y Lunes, desde donde se aportó dinero para su producción, generó un enfrentamiento que llevó al retraso del primer congreso de escritores y artistas de Cuba y originó las reuniones en la Biblioteca Nacional entre líderes políticos e intelectualidad, que cobraron fama por el discurso final pronunciado por Fidel Castro, sus “Palabras a los intelectuales”. Los integrantes de Lunes recibieron con beneplácito algunas afirmaciones de Fidel, dado que la tónica general de sus palabras se orientaba hacia el pluralismo de escuelas estéticas, la libertad formal en el arte, el requerimiento de incluir en la Revolución incluso a los no revolucionarios que no conspirasen contra ella, y la necesidad de establecer un espacio propio para los artistas. De igual manera, la búsqueda de una articulación más directa con el Estado provocó que resultara fortalecida la existencia de espacios que centralizaran la actividad cultural, como el CNC y el ICAIC, dos de los contendientes de Lunes.

Poco tiempo después, en agosto de 1961, se realizó el congreso de artistas que creó la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), y con ella un sello editorial, Unión, que imprimiría dos publicaciones a través de las cuales autónomamente los propios artistas y, sobre todo, los escritores, participarían directamente de sus órganos de difusión. La escasez de papel en la isla debido a las sanciones económicas impuestas por los Estados Unidos –y su necesaria racionalización– es una realidad cuya lectura como mera excusa forma parte de la especulación política 6 . Lo cierto es que se torna ilógica la salida de cuatro publicaciones literarias similares. Lunes de Revolución y Hoy Domingo, como espacios de grupos particulares, cesan a fines de 1961 para dar paso a La Gaceta de Cuba y a Unión, que aparecen a comienzos de 1962 y en donde recalan varios de los colaboradores de Lunes 7 .

Las herejías del ICAIC

Los debates, lejos de menguar, se reprodujeron en los años posteriores. La cohesión promovida a partir de la creación de la UNEAC permitió que las diferentes líneas culturales se integraran en una organización y compartan algunas publicaciones, pero ahora las querellas tendrán otros protagonistas. No serán los antiguos referentes de Lunes sino los cineastas del ICAIC los que se enfrenten a las posturas denominadas dogmáticas.

1963 y 1964 fueron los años más intensos de esa serie de polémicas culturales efectuadas en el mismo momento en que se debatían cuestiones económicas y políticas de envergadura que modelaron la estructura y la direccionalidad del Estado cubano para toda la década. Por ello se considera que, más allá de las propuestas propiamente estéticas, estos debates se parcializan si no se los pone en diálogo con el proceso al sectarismo que en marzo de 1962 cobró vigor en Cuba y obligó a uno de los referentes nacionales del comunismo ortodoxo en la isla, Aníbal Escalante, a salir del centro de la escena política, y a las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) –que constituyeron el primer intento de unidad política– a ser disueltas. Una ofensiva antiburocrática que con el paso de los años fue llevada a juicio y ubicó al propio Escalante, entre otros, en el exilio. El “Caso Marcos” de 1964 también golpeó las estructuras de la ortodoxia comunista al verificar el rol encubridor de sectores de su dirigencia en el asesinato de militantes del DR durante la dictadura de Fulgencio Batista, hecho que, además de la condena a muerte al miembro del PSP Marcos Rodríguez, llevó al ostracismo político –y a prisión domiciliaria– a la referente cultural de la misma organización, Edith García Buchaca, por entonces máxima referente del CNC.

Con el cobijo de ambos procesos –junto con el debate económico protagonizado por el Che Guevara contra los lineamientos más cercanos a la URSS en cuanto a la transición económica al socialismo que debía desplegarse–, la ley del valor y la planificación socialista, un sector de la intelectualidad cubana emprendió críticas abiertas contra la línea cultural ortodoxa de los funcionarios provenientes del antiguo comunismo vernáculo.

El eje que recorre estas polémicas tiene su antecedente en las surgidas durante los primeros dos años de la Revolución, aunque ahora se dan desde el interior del pensamiento marxista, pues ninguno de sus interlocutores se posiciona fuera de él –lo que sería, en esta instancia, ubicarse fuera de la construcción del nuevo Estado–. Así, si en 1959 desde Lunes se afirmaba que sus miembros no eran comunistas, ahora todos se autoproclaman marxistas-leninistas y ponen en duda la ideología de su antagonista. Se articulan, con interpretaciones desemejantes de las palabras de Fidel en su diálogo con los intelectuales de junio del ´61, dos corrientes que pugnan por hegemonizar no sólo el campo cultural, sino el presente y porvenir político de la Revolución Cubana, más allá de las concretas discusiones respecto de problemáticas ligadas al cine, la literatura, la política cultural de la Revolución, la producción artística en términos generales o el rol del intelectual.

Una de estas corrientes –la que tiene su raigambre en antiguos sectores del PSP– parecía priorizar en la producción artística los criterios propagandísticos, comunicacionales o pedagógicos; la otra poseía una postura de defensa de la experimentación estética y de la tradición vanguardista, y proponía una apertura tanto en la producción como en la difusión y en la orientación general de los procesos culturales. Justamente ésta es la conclusión de Roberto Fernández Retamar al describir el período posterior a la declaración del carácter socialista de la Revolución como una etapa determinada por el debate entre “la postulación de un arte más o menos pariente del realismo socialista y otro (el de la gran mayoría de los artistas) la defensa de un arte que no renunciara a las conquistas de la vanguardia” (1967, pp. 12-13) 8 . Ambrosio Fornet plantea que el principal aporte de su sector –incluso a partir de una manifiesta autocrítica– fue lograr enfrentar exitosamente a quienes pretendían ligar el arte cubano a la tradición soviética y, con ello, favorecer la uniformidad en la producción cultural: “Durante varios años hicimos y apoyamos una política basada en la negación, que consistió en evitar los errores de otros países socialistas. Bien, habíamos evitado los errores, pero ahí terminaban nuestros aciertos” (Dalton et al, 1969, p. 52). Lo evidente, en todo caso, es la existencia misma de un agudo debate público a partir de su difusión en revistas, diarios y libros creados y financiados por la Revolución, a lo que se sumó la discusión en ámbitos académicos y el desarrollo de la propia práctica cultural de ese tiempo de cada corriente. Por ello, Pogolotti, Martínez Pérez, Kohan y el propio Fornet expresan que la polémica latente por entonces en Cuba se produjo con amparo oficial para propiciar el diálogo entre las corrientes intelectuales que convergían en el proyecto revolucionario. “Esa pluralidad –afirma Pogolotti– se mantuvo a pesar del cierre de Lunes de Revolución en 1961” (2006, p. 18).

Estos autores notan que los debates culturales no formaron parte de una mera discusión académica alejada de la realidad social del país ni acotada a un presunto “campo intelectual”, sino que, en líneas generales, durante esos años los intelectuales cubanos participaron optando por una u otra propuesta, la identificada con las tesis del ex PSP o la de los simpatizantes del M26-7 y el DR, cubriendo así, en el campo cultural –y con sus expresiones particulares y sus propios integrantes–, la disputa ideológica que se estaba desarrollando en la dirección política del país.

Las primeras piedras

El preludio se dio en abril de 1963 con la publicación de dos artículos en La Gaceta de Cuba orientados a cuestionar la línea denominada dogmática y a plantear la exigencia de recuperar el acervo cultural universalmente existente, en particular el de las denominadas vanguardias históricas y el de los distintos modos de experimentación artística contemporánea. Fueron el compositor Juan Blanco y el vicepresidente del ICAIC, Julio García Espinosa, quienes lanzaron las primeras piedras con “Los herederos del oscurantismo”, el primero, y “Vivir bajo la lluvia”, el segundo, el 1 de abril en el número 15 de la publicación perteneciente a la UNEAC. Blanco asevera que si bien la censura existente en Cuba desde épocas coloniales ha culminado, los antiguos interventores del arte ajeno tienen sucesores incluso en la actual construcción socialista de la nación: “Visten distinto, hablan distinto, tienen otros argumentos, pero cuando se habla de cultura, cuando se habla de arte, presentan muchas coincidencias. / He aquí al dogmático de izquierda” (Pogolotti, 2006, p. 7). Esta crítica ubica a los simpatizantes de la línea ortodoxa, en particular a aquellos funcionarios con capacidad de acción cultural, en una tradición censora que los emparenta con los inquisidores católicos y con los funcionarios culturales del batistato. Por eso Blanco los caracteriza como enemigos de la Revolución a los que se debe desenmascarar y combatir.

García Espinosa complementa este posicionamiento al promulgar la necesidad de quebrantar el espíritu recetario de la crítica cultural, que apunta de antemano cómo configurar una obra, y a la vez descarta o utiliza procedimientos estéticos basados en fundamentos ajenos a la especificidad artística. Para él, los dogmáticos no analizan la realidad en la que accionan sino que la adaptan a sus modelos preestablecidos. Fijan, de este modo, posiciones esquemáticas ante realidades originales y trasladan, sin traducirlas a una nueva coyuntura específica, fórmulas presuntamente aptas para tiempos, lugares y actores sociales diversos, por lo que convierten la filosofía marxista en una religión con sus propios dogmas. De allí, justamente, el mote de dogmáticos.

A partir de esta clase de planteos, Espinosa y Blanco suscitan una amplia apropiación cultural por parte de los artistas cubanos, a los que llaman a extender su mirada más allá de la Cortina de Hierro y de las fórmulas del realismo socialista. Todo artista que con su obra fomente el desarrollo espiritual del hombre no puede, desde esta perspectiva, ser ajeno para una sociedad que ubica precisamente al hombre como prioridad. Así, sostienen que Cuba debe nutrirse del mundo y utilizar con sentido propio lo que otros produjeron, del mismo modo en que usufructúa los tractores que estuvieron en poder de los terratenientes hasta 1959 para trabajar la tierra de la Reforma Agraria, y se les otorga a los sectores populares las viviendas que quienes se exiliaron en Miami habían abandonado. En concreto, esto se traduce en la defensa de pintores, cineastas, músicos y escritores vanguardistas y experimentales, y en el uso de los nuevos lenguajes contemporáneos surgidos en el mundo occidental, que pueden ofrecer un punto de apoyo al nuevo arte revolucionario. Ambos autores afirman la distinción entre el carácter estético de todo hecho artístico y el propagandístico, que los dogmáticos promueven como una de sus principales funciones, a la vez que se encuentran en la búsqueda de nuevos medios de expresión para erigir una cultura nacional fiel al tiempo presente de la Revolución a través de la aplicación crítica de los conocimientos adquiridos a lo largo de la historia por la humanidad. Si coinciden en plantear que en sus cuatro años de vertiginosa presencia la Revolución Cubana creó un clima inédito en la isla en cuanto a la libertad creacional, sostienen a su vez que eso no sólo hay que defenderlo, sino aprovecharlo, para lo cual se requiere una actitud desprejuiciada que no descarte el arte considerado hermético por su dificultad de receptibilidad, y que no omita el hecho de que lo considerado popular en ciertos casos no es más que un producto exitoso del comercialismo.

De manera contemporánea a la aparición de los textos de Blanco y García Espinosa, Arrufat también desplegó en Casa de las Américas una aguda defensa del arte hermético al descartar que la relevancia de una obra dependiera de su inmediata comunicación: “La pequeñez del círculo no limita la calidad humana de la obra, ni su poder de resonancia posible” (1963, p. 80), afirma, por lo que cuestiona a los críticos que “se someten a la tentación de atacar al pequeño círculo literario y al escritor que no escribe para la mayoría. El asunto no es tan simple como estas mentalidades sencillas lo suponen” (1963, p. 80).

Conclusiones colectivas

Meses después de la aparición de estos artículos, el 3 de agosto del mismo año, La Gaceta publica las “Conclusiones sobre un debate entre cineastas cubanos”, firmadas por 21 directores y técnicos del ICAIC, con las que comienza una polémica que abarca en total diez textos que van desde esa fecha hasta el 20 de marzo de 1964, fecha en que aparece publicado en el mismo medio “¿Cultura pequeñoburguesa hay una sola?”, del docente de la Escuela de Letras de Universidad de La Habana Sergio Benvenuto. En el interín, García Buchaca, Aguirre y el también profesor universitario Juan Flo refuerzan posturas que subrayan la importancia del realismo socialista en la construcción de un arte revolucionario, su crítica a los movimientos estéticos surgidos en sociedades no socialistas –en particular los vanguardistas, los no figurativos y los experimentales en general– y a toda ideología que no sea la marxista ortodoxa por considerarlas propias de la cultura burguesa, que pretende, luego del triunfo de la Revolución, continuar educando al pueblo, mientras que los integrantes del ICAIC –y posteriormente, en las réplicas, de manera personal cuatro de ellos: Jorge Fraga, García Espinosa, Alfredo Guevara y Tomás Gutiérrez Alea– promueven una visión que integra distintas experiencias culturales preexistentes y actuales de acuerdo a criterios prioritariamente estéticos.

El documento de los cineastas destaca la necesidad de que se establezcan las condiciones de posibilidad de la lucha –y por ende coexistencia– entre tendencias artísticas, a la vez que remarca el valor de que las heterogéneas líneas de pensamiento revolucionarias se desplieguen sin que la imposición de una provoque la desaparición de otras, aun cuando se implante algún tipo de prioridad oficial por alguna de ellas: “en la lucha de ideas y tendencias estéticas, la victoria posible de una tendencia sobre las otras, no puede ser consecuencia de la supresión de las demás” (Pogolotti, 2006, p. 21), se lee allí, ya que esta posible eliminación en aras de una homogeneidad del pensamiento revolucionario “restringe arbitrariamente las condiciones de la lucha y restringe el desarrollo del arte” (Pogolotti, 2006, pp. 21-22). Se subraya, con ello, que el impulso del arte depende de la pugna entre ideas divergentes que en su disenso se retroalimentan a partir del pensamiento crítico.

Con sus “Conclusiones…”, los cineastas del ICAIC unifican criterios respecto de dos principios sobre los que correspondería acordar las condiciones de la lucha estética en Cuba. El primero es el de la continuidad de la cultura. Para ellos, en la construcción del socialismo cubano no se debería privilegiar la difusión o preservación de productos culturales a partir de criterios basados en la lucha de clases sino que, en sintonía con lo señalado por Blanco y García Espinosa, se debe promover un amplio intento por divulgar las acciones y pensamientos que permitan elaborar una mayor autoconsciencia humana:

[C]ultura sólo hay una.

Herencia de la humanidad, cristalización histórica del trabajo creador de todos los pueblos y todas las clases, la cultura no es, exclusivamente, expresión de los intereses de una clase o pueblo determinados.

No existen una cultura burguesa y una cultura proletaria antagónicamente excluyentes.

El carácter universal de la cultura impone, como tarea de la mayor importancia, la preservación de la continuidad de la cultura y la consiguiente comunicación efectiva entre las más valiosas expresiones culturales de todos los pueblos y todas las clases (Pogolotti, 2006, p. 18).

El segundo principio es que las formas estéticas no tienen necesariamente un carácter de clase, por lo que no se le puede endilgar, por ejemplo, a la pintura abstracta o a las vanguardias estéticas una presunta decadencia burguesa que impediría la utilización de sus procedimientos y métodos en la construcción de un nuevo arte revolucionario. De esto se deriva una plena libertad formal –ya establecida explícitamente en las “Palabras a los intelectuales” de Fidel Castro– y de lucha de ideas en el seno de la Revolución. Esto evidencia, también, la defensa de la difusión incluso de la tendencia realista socialista dentro de la isla, cuyos partidarios formaban parte del proceso al mismo nivel que sus críticos.

Fue la referente del CNC, García Buchaca, quien comenzó la serie de respuestas con su artículo “Consideraciones sobre un manifiesto”, publicado en La Gaceta de Cuba N° 28 del 18 de octubre de 1963. Buchaca nota la existencia no de una sola sino de diversas culturas en la historia de la humanidad, tantas como estructuras sociales y nacionalidades hubo y hay en la actualidad, en contraposición con un presunto universalismo unificador que habría que continuar. Coincide en ello con el texto “¿Estética antidogmática o estética no marxista?” de Flo. De allí se deriva una necesaria selección y crítica –ejecutada, podríamos agregar, por los propios funcionarios socialistas– de las obras producidas por la cultura dominante que desde el marxismo se consideren pertinentes de asimilar. Esto, para Buchaca –de similar manera lo es también en este punto para Flo–, es radicalmente diverso de la promoción de una presunta continuación en bloque de la cultura burguesa o de una apropiación de lo que en la contemporaneidad surgía en las sociedades occidentales. A su vez, Buchaca postula que un autor “Tiene una posición ideológica condicionada por esa sociedad en que vive, aunque él no tenga muchas veces conciencia de ello” (Pogolotti, 2006, p. 29), por lo que todo producto proveniente del mundo occidental empieza por ser, cuanto menos, sospechoso. No niega la autonomía relativa de las expresiones artísticas, pero exige una actitud crítica ante la cultura del pasado y ante la proveniente del mundo capitalista en su contemporaneidad.

La autora procura derribar otro de los principios esbozados por los miembros del ICAIC al afirmar que no puede haber tendencias que entablen una lucha por un tiempo indeterminado en el interior de la Revolución, sino sólo en períodos transicionales como el que estaba viviendo Cuba por entonces, pues tales discrepancias se fundamentan para ella en la permanencia de concepciones filosóficas idealistas que no son más que restos de un pasado que aún perdura durante la transformación revolucionaria de la sociedad, pero que tarde o temprano desaparecería. Así, sin explicitar una posición censora, se trasluce una postura según la cual los criterios propios son los únicos asequibles para un revolucionario, por lo que todo lo que se contraponga a ellos, más allá de la buena voluntad de sus interlocutores, debe ser suprimido.

Las posiciones vertidas por uno y otro sector fueron desplegadas por diversos intelectuales y artistas en los meses posteriores. En “¿Cuántas culturas?”, del 18 de octubre, Fraga admite la existencia de diversas culturas, pero enfatiza que la noción de unidad de la cultura se focaliza en los nexos entre diferentes formas culturales, por ejemplo, entre la burguesa y la socialista. Por ello asevera: “A la expresión cultura sólo hay una le dimos el significado muy preciso: la antítesis cultura burguesa-cultura proletaria no es, como la antítesis burguesía-proletariado, absoluta sino relativa y contiene, por tanto, una unidad de orden superior” (Pogolotti, 2006, p. 74). Esto lo guía a extremar el planteo del documento: “Creo que la cultura burguesa, en su conjunto, en su forma y contenido, pasada, presente, futura, debe considerarse legítima herencia cultural del proletariado. Creo lo mismo de las culturas feudal y esclavista” (2006, p. 75). Esto se encuentra en contradicción con la propuesta vertida por la funcionaria del CNC y sus criterios de selectividad.

Las posiciones de los cineastas fueron catalogadas como sofismas idealistas en el extenso ensayo de Mirtha Aguirre “Apuntes sobre la literatura y el arte”, publicado en Cuba Socialista, donde cuestiona todo lo ajeno al realismo. Más allá de encontrar cierta validez en los procedimientos de escuelas estéticas pasadas, la autora enumera lo que para ella son motivos suficientes para desacreditar toda corriente ajena a la que privilegia. Aguirre acentúa el rol del arte en tanto instrumento de comunicación, lo que la lleva a debatir la opacidad de algunos artistas en una crítica que trasciende la polémica en la que se inscribe y que resulta un tiro por elevación a las palabras vertidas en Casa de las Américas por Arrufat:

La metáfora, el tropo, el lenguaje figurado, en literatura o en cualquier arte, valen como instrumentos de comunicación. Cuando se convierten en verdaderos enigmas no facilitan ya la comprensión sino que, por el contrario, hacen oscuro lo que por lo general podría ser dicho con claridad; y lo que es más, al obligar a inútiles ejercicios descifradores, niegan su propia naturaleza (Pogolotti, 2006, p. 50).

De ello concluye la necesidad de generar obras fácilmente comprensibles: “a mayor necesidad de comunicación –comprensión–, mayor necesidad de claridad” (2006, pp. 51-52). Ante tales afirmaciones, García Espinosa sostiene en “Galgos y podencos” que para un dogmático el público no es más que “una especie de recién nacido al cual hay que darle todo masticado” (García Espinosa, 1963, p. 13), y que “una relación de igual a igual no la facilita una actitud despectiva o prepotente pero tampoco se logra con una actitud paternalista o populista” (García Espinosa, 1963, p. 13). Similar reproche encontramos en el previo artículo de Arrufat en Casa de las Américas: “Quien define al público por sus limitaciones se complace en la arrogancia o en la torpeza. (…) Esa intención casi siempre oculta un sentimiento de desprecio por el pueblo” (Arrufat, 1963, p. 80). Asimismo, discute con los análisis que parten de estudiar un hecho estético a través de visiones utilitarias del arte, pues más allá de poder poseer fines que la excedan, siempre una obra de arte debería bastarse a sí misma como tal. Por último, cuestiona a los críticos que se erigen en jueces del arte ajeno con los mismos cuestionamientos que leíamos en el texto de García Espinosa de abril de 1963 contra los dogmáticos:

Toda teoría intelectual es más bien un instrumento de comprensión de la realidad, nunca un dogma. (…) Los críticos no deben erigirse en jueces, pedagogos, en oráculos, videntes o profetas, ordenando a los artistas que hagan esto o aquello; declarando poéticas ciertas materias y otras no; descontentos del arte que se hace ahora y deseando que se parezca al que se producía en esta o en aquella época, o en nombre del arte que ellos vaticinan en un porvenir lejano o próximo (1963, p. 79).

En el mismo número de La Gaceta en el que se publica “Galgos y Podencos”, Gutiérrez Alea vuelve sobre la necesidad de sostener una pluralidad ideológica al interior de la Revolución Cubana, en sintonía con lo ya expuesto colectivamente en las “Conclusiones…” y en los artículos de abril: “en el plano de la lucha ideológica no vamos jamás a tomar posiciones de fuerza para suprimir a aquellos que no compartan nuestro punto de vista” (Gutiérrez Alea, 1963, p. 5), dice el director de La muerte de un burócrata, entre otros films. Este motivo lo lleva a evidenciar la contradicción de los dogmáticos, capaces de defender la coexistencia pacífica con el imperialismo estadounidense, pero críticos de una posible coexistencia entre posiciones revolucionarias socialistas divergentes. Con la ironía que caracteriza a todo su artículo, leemos: “¿Quiere decir que para los que piensan de tal manera es posible coexistir pacíficamente con el imperialismo y no es posible coexistir pacíficamente con un pintor abstracto?” (Gutiérrez Alea, 1963, p. 5).

Estos pasajes revelan que la discusión en el interior de la Revolución respecto de la pluralidad formal en el arte –en particular a raíz del abstraccionismo (querella iniciada durante los días de Lunes)– y de la práctica cultural en general se mantenía abierta. El ataque al dogmatismo será puesto nuevamente en primer plano por parte del ICAIC, por eso García Espinosa concluye: “[el público] debe saber además que existe toda una corriente dogmática dentro del pensamiento marxista y que la lucha ideológica debe establecerse no sólo contra los decadentes sino también contra los dogmáticos” (García Espinosa, 1963, p. 13). Pero si por parte de los miembros del ICAIC se etiqueta de esa forma a sus contrincantes, a ellos se les dará el mote de herejes. Benvenuto los cataloga así en “¿Cultura pequeñoburguesa hay una sola?” al retomar el apelativo de un artículo previo de Alfredo Guevara publicado en el número de Cine Cubano de octubre-noviembre de 1963, en el que expresaba la necesidad de fomentar la herejía en la práctica revolucionaria para combatir la cristalización de ideas que conlleva el dogmatismo.

La dolce vita de la Revolución

Esta polémica se desarrolla en medio de otra integrada por similares protagonistas y con líneas de pensamiento semejantes, referida a la difusión de una serie de films extranjeros por parte del ICAIC en el circuito cinematográfico de la isla durante 1963. La crítica se suscitó cuando películas como El ángel exterminador y Viridiana, de Luis Buñuel, La Dolce Vita, de Federico Fellini, Accatone, de Pier Paolo Passolini y Alias Gardelito, de Lautaro Murúa fueron cuestionadas desde las páginas del periódico Hoy y defendidas por el ICAIC y por el diario Revolución, lo que motivó una veintena de artículos cruzados de imputaciones mutuas y posturas culturales encontradas durante el mes de diciembre, publicadas en Hoy, Revolución, Bohemia, El Mundo y La Tarde, a las que podemos sumar Verde Olivo –cercana a la del ICAIC–. Tenemos, así, entre las dos polémicas, más de treinta artículos publicados en ocho meses y en nueve medios diferentes que evidencian dos corrientes por momentos antagónicas en el interior del proceso cultural cubano. En este caso, será mayormente Alfredo Guevara quien escriba por parte del instituto de cine, y un anónimo redactor de la sección “Aclaraciones” quien lo haga desde el periódico Hoy. Esa voz secreta, según indica el propio Guevara, era la de Blas Roca, único miembro del antiguo PSP en la dirección nacional del Partido Unificado por la Revolución Socialista de Cuba, el cual constituía un nuevo intento de articulación orgánica entre las antiguas organizaciones revolucionarias.

Adquirir los derechos para proyectar obras de relevancia mundial fue considerado un logro para una joven institución cinematográfica que debía lidiar con los problemas económicos motivados por el bloqueo impuesto desde los Estados Unidos. Sin embargo, no a todos entusiasmó observar películas que se convertirían rápidamente en clásicos del cine universal. En la edición del 12 de diciembre de 1963, un lector de Hoy llamado Severino Puente se pregunta: “¿Es positivo ofrecerle a nuestro pueblo películas con ese tipo de argumentos derrotistas, confusos e inmorales sin que tenga antes, por lo menos, una explicación de lo que va a ver?” (Pogolotti, 2006, p. 145). El diario se suma a la crítica y enuncia imperativamente: “No son los Accatones ni los Gardelitos modelos para nuestra juventud. Nuestro cine debiera tenerlo en cuenta (Pogolotti, 2006, p. 148)”.

Fue Revolución quien respondió desde su sección “Siquitrilla”. Con el título “¿Qué películas debemos ver? Las mejores”, postula que el pueblo cubano merece ver obras como La dolce vita y El ángel exterminador sin necesidad de ningún tipo de explicación previa de parte de nadie: “Severino Puente se siente, por lo visto, más inteligente que el pueblo, y considera que al pueblo hay que explicarle las cosas como a un retrasado mental (…) Nosotros creemos en la inteligencia del pueblo. Severino Puente, no” (Pogolotti, 2006, p. 149).

Como cuando lo hacía desde las páginas de su magazín cultural, Revolución continuaba en 1963 la línea crítica hacia el dogmatismo con una amplia mirada estética. El 17 de diciembre se publica nuevamente en “Siquitrilla” una carta colectiva de una serie de directores del ICAIC firmada, entre otros, por Fraga, Gutiérrez Alea, García Espinosa, Roberto Fandiño, José Massip, Alberto Roldán, Fernando Villaverde, Manuel Octavio Gómez y Fausto Canel, quienes eran a su vez firmantes del documento de agosto que inició la polémica anteriormente descripta. Allí cuestionan la política cultural sostenida desde el periódico Hoy, a la que consideran antagónica de la que debería desarrollar la Revolución. Un día después llega la respuesta desde Hoy con el artículo “¿Cuáles son las mejores películas?” que reitera sus críticas y esgrime su fundamentación para cuestionar las obras que según el ICAIC están entre las mejores del cine contemporáneo. Para el redactor de la sección “Aclaraciones”, el criterio para valorar los films no debe ser estético, sino político: “Para nosotros lo más importante de todo es la Revolución, su marcha, su destino, su éxito en la construcción de la nueva sociedad socialista” (Pogolotti, 2006, p. 166). Y más adelante: “Nada que afloje el espíritu combatiente, de sacrificio y pelea de nuestro pueblo, nada que lo contamine de blandenguería burguesa o de despreocupación frente a los imperialistas, sus lacayos y sus gusanos contrarrevolucionarios es bueno” (2006: 167-168).

El mismo día, Alfredo Guevara publica en Hoy “Aclarando aclaraciones”. Para el presidente del ICAIC las palabras de Roca revelan hasta qué punto es profundo el abismo que los separa en lo que respecta a la política cultural que debería llevar adelante la Revolución y al trabajo artístico propiamente dicho. Las interpretaciones dictaminadas por la redacción de Hoy reducen, para Guevara, los problemas de la cultura –y del cine en particular– a la función que cumplen estas producciones en tanto propaganda política: “ilustradores de la obra revolucionaria, vista por demás en su más inmediata perspectiva” (Pogolotti, 2006, p. 170). Roca comenzó entonces una diaria respuesta a los planteos de Guevara. Durante los días 19, 20, 21 y 22 de diciembre publica su “Respuesta a Alfredo Guevara” I, II, III y IV, el 24 de diciembre la quinta, y, finalmente, el 27, la última. Guevara replicó con un nuevo artículo publicado el 21 de diciembre y con otro texto, más extenso, que no fue publicado por Hoy pero que Pogolotti integró a su antología de polémicas culturales. En él se explaya en la defensa de la libertad de expresión y de difusión –“Sólo el pensamiento vivo, anti-rutinario, anti-dogmático, siempre innovador y creativo, respetuoso de su propia naturaleza, es capaz no solo de dar lugar a obras de arte verdadero sino también de asegurar el nivel de la producción y su desarrollo” (Pogolotti, 2006, p. 203)–, y enfatiza el carácter formativo de todo hecho cultural para sus receptores:

El hombre pleno sólo puede serlo en el conocimiento, en su acceso a las fuentes de información, y en el combate frente a la ideología y a la práctica reaccionaria. Cuanto le hace más informado y profundo, serio, coherente en sus juicios, cuanto asegura una más compleja y calificada actitud crítica, hace del hombre, un hombre verdadero. Creo que éste es el objetivo del socialismo, del comunismo: restituir al hombre su condición de tal, y desencadenar las fuerzas que el hombre, en plenitud, guarda y desarrolla. No creo que la suerte de cuatro films pueda frustrar ese objetivo, y es más, no creo que nada pueda hacerlo inalcanzable, pero no es justo que conceptos estrechos resulten avalados por las páginas editoriales del periódico de nuestra Revolución (201-202).

Si La Tarde y El Mundo ofrecieron propuestas cercanas a los lineamientos de Hoy –aunque matizaron las afirmaciones de éste, sobre todo en lo referente a la importancia de las obras cuestionadas y a su posible difusión–, Bohemia y Verde Olivo se distanciaron de la línea dogmática y sostuvieron posturas análogas a las del ICAIC y Revolución. Bohemia atacó explícitamente las opiniones de “Aclaraciones” al indicar –en consonancia con lo dicho por Arrufat– que las mismas deforman los principios de la crítica, a la vez que transforman al arte en mera propaganda. Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, ofrece una similar lectura en su reseña a Accatone, de septiembre de 1963. A diferencia de lo que aconteció cuando esta publicación se convirtió en el principal medio de difusión del sector dogmático en el terreno cultural, a partir de 1968 en relación con el premio otorgado por la UNEAC a Fuera de Juego, de Heberto Padilla, y a Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat –y del rol que desplegó su director, Luis Pavón Tamayo entre 1971 y 1976, durante el quinquenio célebre en el que quedó al frente del Consejo Nacional de Cultura–, aquí se elogia la difusión de la cinta de Passolini a través de la pluma de Josefina Ruiz. Tanto a nivel cinematográfico propiamente dicho, como político, para Verde Olivo se trata de una obra conmovedora en la que se destaca la actuación del protagonista, la dirección, la musicalización, la fotografía y la ambientación. Le es notorio a Ruiz que Accatone se convertirá pronto en un clásico del cine mundial y la recomienda para sus lectores. De este modo, meses antes del inicio de la polémica, ya esta publicación había manifestado su beneplácito respecto de la política de difusión del ICAIC.

Sin explicitarse sobre estas películas, debido a que en sus balances anuales se concentraba en la filmografía cubana, Casa de las Américas publicó a comienzos de 1964 un artículo de José de la Colina en el que se realiza un racconto de la producción cinematográfica, la difusión y la formación técnica que lleva adelante el ICAIC desde su fundación en marzo de 1959. En medio de la polémica en curso, sus palabras se tornan un respaldo notorio para una institución que según el autor de esas líneas ha fundado una industria prácticamente desde cero y ha logrado delinear las bases de un estilo propio privilegiando una técnica innovadora basada en la experimentación a partir del desarrollo del cine en el mundo, tanto mediante el uso de procedimientos del neorrealismo italiano como de la nouvelle vague y del free cinema.

El autor propone que tales logros se pudieron concretar debido a que la Revolución puso el séptimo arte en manos de los propios cineastas, sus técnicos y los aficionados –resulta evidente aquí la exclusión de funcionarios y críticos, que son quienes sostienen el debate con el ICAIC–, y destaca que en el Instituto “existe actualmente una amplia libertad para el desarrollo de los talentos individuales y para la expresión de las concepciones de la realidad peculiares de esos cineastas, dentro de una tradición de busca [sic] e inconformismo” (De la Colina, 1964, p. 126). Con ese espíritu, el ICAIC forma y hace madurar rápidamente a una nueva generación de realizadores y técnicos para todos los oficios del cine. De la Colina subraya entre éstos a García Espinosa, Fraga, Canel, Roldán, Fandiño, Massip, Villaverde, Humberto Solás, Oscar Valdés y, fundamentalmente, Gutiérrez Alea; todos con posiciones públicas definidas en las polémicas en curso. Así, Casa se inscribe de manera implícita en los debates de su tiempo coincidiendo con la línea cultural que despliega el ICAIC, lo que, por otra parte, puede observarse de forma palmaria en las páginas de la misma publicación dirigida, por entonces, por Haydeé Santamaría.

La crítica de los críticos literarios

Otro de los debates estéticos de esos años circuló alrededor de la problemática referida a la construcción de una novelística de la Revolución. Las líneas del debate surgieron a raíz de un prólogo que el crítico, Rector de la Universidad de Oriente e histórico referente cultural del ex PSP, José Antonio Portuondo, realizó para una obra del autor santiaguero José Soler Puig, publicado a su vez en la revista Cultura 64. Allí destaca la capacidad testimonial del autor de El derrumbe y la “poca fantasía” que ofrece su literatura, a la vez que cuestiona a los autores cubanos radicados en La Habana por su presunta actitud epigonal respecto de las vanguardias europeas y otras experimentaciones estéticas como las proferidas contemporáneamente por el objetivismo francés –“los tartamudeos mentales de Nathalie Sarraute o Alain Robbe-Grillet” (Pogolotti, 2006, p. 253)–, y por su presunta falta de adherencia al pueblo que construye el socialismo. Finalmente, realiza una aguda defensa del desarrollo cultural de Santiago de Cuba y lo ubica como opuesto al –según su propuesta– esnobismo habanero. Quizás por ello sea el también santiaguero –con residencia en La Habana– Ambrosio Fornet –también dedicado a la crítica literaria, funcionario de la Editorial Nacional de Cuba en ese momento, antiguo integrante de Lunes de Revolución y, por entonces, asiduo colaborador de Casa de las Américas– quien le responda el 5 de julio de 1964 con un artículo publicado en La Gaceta.

Fornet enaltece la obra de Robbe-Grillet, la cual representaría una nueva manera de expresar la realidad de su tiempo, a la vez que una original concepción de la literatura, por lo que nos permite comprender los cambios sociales acaecidos en el mundo en las últimas décadas. Esto la convierte en una herramienta mucho más valiosa para la producción artística de su tiempo que el mentado realismo socialista que se trasluce en las declaraciones de Portuondo, cuyas normas tienen su raíz en el realismo decimonónico. Leemos en “Hablando en serio”: “la visión del siglo XIX resulta pavorosamente simple e ineficaz cuando se aplica a la realidad del siglo XX (…), ésta es muchísimo más compleja de lo que realmente se deduce de La comedia humana” (Pogolotti, 2006, p. 292). Por ello defenderá el desarrollo cultural de la Revolución a partir del uso de técnicas experimentales que promuevan la producción de una nueva literatura en Cuba, lo que se evidencia en un pasaje que remite directamente a la polémica surgida por las conclusiones de los cineastas:

El conocimiento real de las expresiones de vanguardia no supone la imitación de sus formas externas, pero sí la incorporación de sus técnicas y una actitud ante la literatura capaz de llevar a la creación de nuevas formas de vanguardia (…) Decir esto no es más que afirmar la continuidad de la cultura, su dinamismo (2006, p. 290).

Contra ello se alza la voz de Portuondo en “Contrarréplica a Fornet”, donde considera indispensable la unidad del pensamiento revolucionario entendida como homogenización, es decir, lo contrario a la amplitud de criterio y a la coexistencia de tendencias. Entre Fornet y Portuondo emerge el mismo abismo que entre Roca y Alfredo Guevara, y el que se verifica entre Gutiérrez Alea, Fraga, García Espinosa y Blanco, por un lado, y Aguirre, García Buchaca, Flo y Benevenuto, por el otro. La conclusión del artículo de Portuondo lo certifica al eliminar cualquier posibilidad de autonomía literaria: “No podemos jugar con las palabras. Estamos todos metidos hasta el cuello en la más trascendental empresa de nuestra historia: Estamos realizando una Revolución, y una Revolución Socialista. Todo lo que hagamos ha de ser para esto” (Pogolotti, 2006, p. 305).

Por un marxismo herético

Martínez Pérez establece que las polémicas de los años 1963 y 1964 se produjeron debido a que variadas consideraciones respecto del arte quedaron irresueltas en las “Palabras a los intelectuales” de Fidel Castro, pues el líder de la Revolución no fijó soluciones burocráticas ni pretendió obturar discusiones que apenas se iniciaban. Análogas conclusiones sostiene Eliécer Fernández Diéguez al apuntar que “La vida cultural y social del país pondría una y otra vez sobre el tapete muchas preguntas más concretas que quedaron sin una respuesta amplia, clara y categórica” (2011, p. 7). Este crítico se hace las siguientes: ¿Qué fenómenos y procesos de la realidad cultural y social cubana forman parte de la Revolución y cuáles no? ¿Cómo distinguir qué obra o comportamiento cultural actúa contra la Revolución, qué a favor y qué simplemente no la afecta? ¿Qué crítica social es revolucionaria y cuál es contrarrevolucionaria? ¿Quién, cómo y según qué criterios decide cuál es la respuesta correcta a esas preguntas? Esas respuestas debían surgir del proceso revolucionario, del debate entre artistas y de su interrelación con el liderazgo revolucionario.

No obstante, es innegable que estamos ante discusiones de más largo aliento y que, si tomamos la etapa revolucionaria, éstas habían empezado a comienzos mismos de la Revolución, tal como describimos en referencia a los debates iniciados en Lunes. Cuba, a diferencia de otras experiencias del siglo XX, empieza a construir un Estado socialista que apuesta al debate público entre sus corrientes internas sin menoscabo de la unidad.

Más allá de las peculiaridades de cada querella existió una serie de problemáticas generales que recorrieron los artículos y las posiciones de sus firmantes en estos primeros años de la Revolución, lo que permite establecer ejes comunes que pueblan los escritos y funcionan como fundamentos de posicionamientos coyunturales.

El análisis de estas polémicas permite establecer los rasgos predominantes de las dos principales corrientes que peleaban por hegemonizar la construcción cultural revolucionaria en la isla. El sector de los denominados herejes pretendía que el hecho estético mantenga una relativa autonomía mientras que el llamado dogmático lo pensaba como una herramienta directa al servicio de la Revolución. Si el primero privilegiaba lo artístico y desde allí pensaba su participación en la transformación de la cultura cubana, en el segundo predominaba el aspecto pedagógico y propagandístico que el arte pudiera tener hacia las masas para lograr una mayor conciencia revolucionaria. De allí surge el mecanicismo analítico que se evidencia en estos últimos y la mediatización que encuentran necesaria de todo análisis estético los primeros.

Los llamados herejes pusieron énfasis en que la producción estética dependía para su despliegue del diálogo polémico entre las tendencias existentes en la isla y de la mejor y mayor formación tanto de los productores como de los receptores del hecho artístico. Por ello exigieron una apertura que permitiese acceder a la absorción de heterogéneas tradiciones culturales para, desde allí, trabajar en pos de un arte revolucionario autóctono afín a su tiempo histórico, en lo que puede entenderse como la antesala de la pretendida construcción de un arte popular de vanguardia que propusieron en 1966 el director de El caimán barbudo, Jesús Díaz, en “Para una cultura militante”, y en enero de 1967 el de Casa de las Américas, Roberto Fernández Retamar, en “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”. Si bien no fueron catalogados de esta manera, y no todos tuvieron la misma convicción ideológica en su adhesión al marxismo, los integrantes de Lunes funcionaron como un preludio para esta tendencia, aun cuando sus referentes mantuvieron un estremecedor silencio en los debates posteriores. Fernández Retamar sostiene al respecto que si las polémicas culturales fueron la expresión de la etapa revolucionaria iniciada en 1961 y culminada alrededor de 1964, ese lugar en un primer momento, entre 1959 y 1961, lo ocupó precisamente Lunes, que evidenció en sus páginas una exaltación precrítica y una mezcla de fervor y confusión que fueron propias del momento histórico. Incluye, así, al magazín dentro de este proceso, hecho omitido en más de una ocasión por otros intelectuales cubanos debido al itinerario posterior de los principales líderes de ese medio, Guillermo Cabrera Infante y Carlos Franqui, ambos autoexiliados a fines de los 60 y convertidos en acérrimos críticos de la Revolución.

Los dogmáticos, por su parte, sostuvieron la máxima de que todo se observe a partir de las exigencias políticas inmediatas. Por lo tanto, analizaron las categorías y producciones artísticas según criterios derivados de las situaciones coyunturales que transitaba la Revolución, la formación política del pueblo o la elevación de la conciencia socialista. El arte no era para ellos una forma específica de aproximación a lo real, sino un instrumento al servicio del Estado. Descreían de la posibilidad de los artistas –y del público– de desarrollar autónomamente un arte revolucionario y una nueva cultura socialista, por lo cual consideraban imperioso imponer sentidos generales a respetar por todos.

De estas posturas se deslindan otras, como la necesaria amplitud formal e ideológica en el terreno del arte y la coexistencia de ideas y tendencias que pregonan los herejes por un lado, y la reducción de la producción artística potable para la Revolución exclusivamente a la que posea un carácter prioritariamente documental. Esto tiene su fundamento en que, para los herejes, existe una continuidad de la cultura en la historia de la humanidad, por lo que ponen énfasis en la universalidad de la misma, mientras que los dogmáticos privilegian el carácter clasista del hecho cultural, así como la homogenización del pensamiento revolucionario en su combate contra el imperialismo.

En definitiva, la lucha entre herejes y dogmáticos fue la disputa entre concebir el arte a partir de su carácter utilitario o a partir de sus procedimientos específicos, entre entender al artista como creador de objetos a favor de la Revolución o como creador de un sujeto para el objeto producido, entre pretender accionar a partir de la experiencia de otras naciones socialistas –fundamentalmente la soviética– o a partir del desarrollo de las vanguardias artísticas. Para los dogmáticos, el intelectual debía subordinarse a las urgencias de la Revolución; para los herejes, en cambio, el intelectual tenía un papel en sí mismo dentro de la Revolución. Podía –y era su responsabilidad– aportar su conocimiento al desarrollo espiritual del hombre cubano, dar a conocer lo mejor de la cultura universal, hacer del hombre un ser más pleno a través de su producción cultural. Resulta evidente –y de ello dieron cuenta tan sólo unos años después artículos publicados en El caimán barbudo y Casa de las Américas– que gran parte de estas alternativas no eran necesariamente dicotómicas, aunque así fueron vistas en un primer momento.

Martínez Pérez repara en que la propuesta cultural del marxismo dogmático no se limitaba por entonces a una acción discursiva, sino que dispuso de espacios de reclutamiento, enseñanza y difusión propios. Lo mismo podemos afirmar respecto de los herejes, a la vez que verificamos que existieron espacios que funcionaron como áreas de unidad. Sin embargo, el creciente desprestigio de la línea política que promovía el dogmatismo lo llevó a perder terreno rápidamente. Para 1965, la dirección del órgano de difusión de la juventud del PSP durante más de veinte años, la revista Mella, pasó a sectores provenientes del M26-7, en lo que fue la antesala del surgimiento en 1966 del suplemento cultural El caimán barbudo. El periódico Hoy desaparece ese mismo año ante la fundación de Granma, y el naciente Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana –organizado personalmente por el ministro de educación y referente del M26-7, Armando Hart, el presidente Osvaldo Dorticós y Fidel Castro– comenzó a convertirse en el contrapeso de la filosofía marxista moscovita promovida desde las escuelas de instrucción revolucionarias dirigidas por el ex PSP Lionel Soto, que en 1968 fueron suprimidas.

Resulta notorio que estas disputas no hayan sido de modo alguno meramente estéticas, sino que expresaron posiciones políticas diferenciadas. Los dogmáticos concibieron al marxismo como una ciencia cristalizada a la que había que resguardar de la contaminación de otras corrientes de pensamiento. Los herejes llamaron a utilizar toda experiencia que sirva para el desarrollo del hombre, proviniera de la sociedad que lo hiciese y de cualquier tiempo. Si a los dogmáticos los motivó una idea prefijada de la Revolución –la Revolución estaba en un pasado que había que copiar–, los herejes la consideraron un proceso en construcción. De un lado, el manualismo que preanunciaba la respuesta para toda pregunta, del otro la acción generadora de nuevas teorías.

La aparición en 1965 de “El socialismo y el hombre en Cuba”, de Ernesto Guevara, fue uno de los mojones que permitió dar un nuevo paso en la disputa cultural y en la reflexión de la intelectualidad cubana sobre su propia práctica, que llevó a una problematización aún mayor de su papel y su posición en el proceso revolucionario, en lo que fue el pasaje de discutir el lugar del intelectual en la Revolución a problematizar la noción misma de intelectual en un país del tercer mundo en construcción del socialismo.

A los herejes se les otorgó además el mote de idealistas y revisionistas. A los dogmáticos, el de censores e inquisidores. Discursivamente, unos se expulsaban a otros de las filas del marxismo. Sin embargo, las dos líneas de pensamiento se expresan, manejan recursos e instituciones, tienen referentes y espacios de difusión, incluso dentro de una misma publicación. Las dos integran la UNEAC, las dos conviven dentro de la Revolución Cubana y se enfrentan de forma unida ante enemigos comunes, en lo que fue una de las peculiaridades de la primera etapa de la Revolución: el debate público de ideas encontradas entre tendencias diversas. Como propone Kohan:

Contra todas las apariencias, el huracán sobre el azúcar no soplaba en una sola dirección (…) Que haya habido una pluralidad de perspectivas ideológicas y culturales coexistentes –muchas veces en disputa entre sí– bajo el mismo arco revolucionario no es, desde nuestro modesto punto de vista, un signo de debilidad sino todo lo contrario. Durante los años ´60, cuanto más debate interno tuvo la revolución cubana, más viva y poderosa se desarrolló (Kohan, 2006, p. 395).

El pensamiento crítico –no por casualidad así se denominará una de las publicaciones cubanas más atractivas de su larga vida a partir de 1967– fue la expresión de la época, hecho por momentos obviado, minimizado o directamente negado en pos de una presunta uniformidad que las fuentes trabajadas desmienten. La Revolución Cubana se revolucionaba a sí misma año tras año, en un proceso de acción y reflexión que prolongó su dinamismo durante prácticamente la totalidad de la década del sesenta. De este modo, los debates estuvieron lejos de constituir un trauma para la Revolución, tal como propone Claudia Gilman en su estudio 9 . Por el contrario, fueron lo que le permitió desplegarse más allá de sus posiciones iniciales. Por ello, cuando a inicios de los setenta la disputa viró hacia la hegemonía del sector alineado con la política cultural de la URSS, la Revolución perdió parte de su vigor. Si un trauma es una intensa, duradera y negativa huella difícil de superar para quien lo posee, los debates en Cuba estuvieron muy lejos de convertirse en eso y se erigieron en insumos necesarios a la hora de tratar de revertir su etapa más oscura, la del Quinquenio Gris. No fueron herida, por lo tanto, sino camino abierto a machetazos. Perpetuar la herejía, combatir el dogmatismo es lo que le permitió trascender cronológica y espacialmente su origen.

Notas

1 Ver, entre otros, Apuntes críticos a la economía política, de 2007, y El gran debate sobre la economía en Cuba, de 2006, ambos de Ernesto Che Guevara; y Che, el camino del fuego, de Orlando Borrego, de 2002. El primero publicó las hasta entonces inéditas cuestionadoras notas del Che sobre el desarrollo económico de la URSS. El segundo compila los debates sobre la transición económica al socialismo en Cuba entre 1963 y 1964. El texto de Borrego, que fuera Viceministro del Ministerio de Industrias cuando el Che lo comandó, aporta importantes datos sobre las polémicas de esos tiempos, que excedían los aspectos puramente económicos y organizativos.
2 La autora equivoca el título del único artículo de Alfredo Guevara que toma, el del periódico Hoy del 18 de diciembre de 1963, al llamarlo “¿Cuáles son las mejores películas?”, cuando su denominación real es “Alfredo Guevara responde a las Aclaraciones”. Gilman omite, además, el resto del corpus crítico de la línea denominada hereje durante las polémicas, más de diez artículos en total. Su mención permite, a nuestro juicio, sopesar de manera más acertada el carácter de las disputas.
3 Como ejemplo podemos mencionar los cuatro números contiguos dedicados íntegramente a Playa Girón y la participación durante la invasión de gran parte de su staff como corresponsales de guerra, los números dedicados a la Reforma Agraria, al atentado del vapor Le Coubre en La Habana, al 1° de mayo y al aniversario del asalto al cuartel Moncada, entre otros.
4 A modo de ejemplo se pueden tomar los artículos “Basta ya de salones nacionales” (anónimo) y “Situación del Salón Nacional”, de Álvarez Baragaño, en Lunes de Revolución N° 32, p. 14, donde se cuestionan las muestras de arte organizadas desde el CNC por su mediocridad, derroche de mala pintura y falta de entendimiento del arte moderno, pocos días después de que Hoy Domingo las catalogue de magnas, importantes y formidables.
5 Pasado Meridiano fue un cortometraje de poco más de trece minutos realizado por Sabá Cabrera Infante –hermano menor de Guillermo– y Orlando Jiménez Leal –camarógrafo de Canal 2 y director Fílmico del programa Lunes en Televisión-. En cierta manera, fue producido por Lunes de Revolución, espacio que le otorgó el financiamiento necesario para su terminación en abril de 1961. La obra enfoca su mirada sobre la noche habanera, sus clubs nocturnos y sus fiestas, lo cual fue considerado inapropiado por el ICAIC debido al tenso clima social generado por la reciente invasión de Playa Girón y lo que se consideraba un inminente desembarco estadounidense sobre Cuba, motivos oficiales por los que el instituto de cine decidió negar su inclusión en la programación del circuito de obras documentales a su cargo.
6 A esa conclusión llegan Luis y Estupiñán en sus respectivos estudios sobre Lunes de Revolución. El primero incluso lo considera un ejemplo del avance burocrático en la isla como resultado del ingreso de Cuba al mundo socialista. Sin embargo, su cierre formó parte de una reestructuración mucho más amplia de las publicaciones no solamente culturales. El órgano cultural del PSP, Hoy Domingo, concluye el mismo mes, y el periódico del Directorio Revolucionario, Combate, también cesará en esos días al unificarse con La Calle y Prensa Libre para dar lugar a La Tarde. El mismo procedimiento llevará, en 1965, al cierre de Hoy y de Revolución, para el nacimiento de Granma, lo que demuestra que, más allá de posibles conveniencias coyunturales, el cierre de Lunes y de Hoy Domingo para dar lugar a otros medios no fue una excepcionalidad en la constante racionalización de los medios de prensa que realiza la Revolución Cubana ante los obstáculos económicos.
7 En La Gaceta de Cuba publicaron Fausto Canel, Rine Leal, Pablo Armando Fernández, Heberto Padilla, Calvert Casey, Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Guillermo Cabrera Infante y Carlos Franqui, todos integrantes de Lunes. Arrufat mantuvo, además, sus labores como jefe de redacción de Casa de las Américas, espacio de continua colaboración de expartícipes del suplemento, como Masó, Fornet y Desnoes. Ese lugar posteriormente lo ocupó el propio Fernández hasta su ida a Londres como agregado cultural.
8 La realista socialista fue la corriente artística oficial –por décadas la única posible– en el Estado soviético a partir de la década del treinta. Esta corriente promovió la utilización del arte como herramienta pedagógica y de concientización socialista para el pueblo, a través de la idealización de personajes obreros y de los militantes comunistas, la eliminación de contradicciones en los procesos sociales y en los sujetos actuantes, la construcción del héroe positivo como personaje arquetípico y el final feliz para los sectores populares, entre otras normas prefijadas que todo autor debía seguir.
9 La autora titula El trauma de los debates al primer apartado de su capítulo 5, “Cuba: patria del antiintelectual latinoamericano”.

Referencias

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Recepción: 13 Marzo 2017

Aprobación: 04 Septiembre 2017

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