Sociohistórica, nº 42, e060, 2do. Semestre de 2018. ISSN 1852-1606
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Investigaciones Socio Históricas

Artículos

“Hubo un tiempo que fue hermoso”: una relectura de la relación entre “rock nacional”, mercado y política

Ornela Boix

Universidad Nacional de La Plata - CONICET, Argentina

Cita recomendada: Boix, O. (2018). “Hubo un tiempo que fue hermoso”: una relectura de la relación entre “rock nacional”, mercado y política. Sociohistórica, 42, e060. https://doi.org/10.24215/18521606e060

Resumen: En este artículo, interrogamos el rock nacional con nuevas preguntas instaladas por las investigaciones más recientes sobre música, producidas en el contexto local. Hacemos una historia del campo de estudios y mostramos que los intentos de estabilizar esta categoría son más problemáticos de lo que se supone. Asimismo, argumentamos que la literatura trabaja de forma reduccionista los vínculos del llamado rock nacional con el mercado y con la política. Sugerimos que pensar los procesos históricos en términos de origen explica en parte este problema y ofrecemos posibilidades de análisis que enriquecerían nuestro conocimiento del fenómeno.

Palabras clave: Rock nacional, Mercado, Política.

“There was a time that was beautiful”: a review of the relationship between “rock nacional”, market and politics

Abstract: In this article, we interrogate the rock nacional with new questions installed by the most recent research on music, produced in the local context. We make a history of the field of studies and show that attempts to stabilize this category are more problematic than is supposed. Likewise, we argue that literature works in a reductionist way the links of the so-called “rock nacional” with the market and with politics. We suggest that thinking about historical processes in terms of origin partly explains this problem and we offer analysis possibilities that would enrich our knowledge of the phenomenon.

Keywords: Rock nacional, Market, Politics.

Introducción

Desde hace más de una década los abordajes de la música popular desde las ciencias sociales han revisado la tesis de que la producción y la escucha musical se producen a través de géneros musicales, identificados éstos no meramente a partir de reglas formales y técnicas (tal como lo entiende la mayoría de la literatura musicológica), sino por la forma en que una sociedad, una comunidad concreta o un grupo social inscribe un evento sonoro particular 1 . Esta revisión es motivada al menos por dos procesos. En primer lugar, la crisis y reconfiguración de la industria discográfica (Ochoa, 2003; Yúdice, 2008), gran ordenadora de clasificaciones de género como códigos estéticos y segmentos de mercado (Negus, 2005); en segundo lugar, el masivo agenciamiento tecnológico que tiene lugar en las últimas dos décadas, base de la multiplicación de las prácticas de autoproducción musical (Yúdice 2007) y del incremento de “las posibilidades combinatorias de los sonidos a un punto extremo” (Ochoa, 2009, párr. 10). En este contexto, se observan prácticas de categorización y decodificación cada vez más individualizadas (Fabbri, 2006). Por un lado, los jóvenes (pero no sólo ellos) conforman su menú musical de manera más individual, activa y reflexiva que en el pasado, a tal punto que se sustraen de criterios de autoridad que “no sólo remiten a las instancias clásicas de la crítica, la mediación o la cultura oficial, sino también a mediaciones tales como el gusto por géneros musicales” (Gallo y Semán, 2016, p. 35). Por el otro, los procesos de creación musical ponen en contacto ingredientes cada vez más heterogéneos. La historia de los usos de la música revela así la transitoriedad de la producción y escucha guiada por géneros definidos (como podrían ser rock nacional, pop latino o cumbia), hasta hace veinte años base de comunidades de gusto y de identificación en oposición entre sí.

Tal como lo expresan investigaciones recientes (Gallo y Semán, 2016), las expresiones que en los últimos años han transformado la música joven en Argentina difícilmente respondan a algo que pueda ser identificado como un nuevo género, ya que nos encontramos más bien en una situación en la que los géneros musicales se relativizan, y en la que se ensayan distintas formas de transgenericidad musical. Esto no necesariamente quiere decir que los géneros musicales, siempre entendidos con Fabbri (2006) como unidades culturales, vayan a desaparecer, pero sí que tenemos que descentrar su importancia en nuestros análisis.

Este hallazgo de las investigaciones más recientes permite volver a objetos comparativamente más clásicos con nuevas preguntas. En efecto, resulta llamativo que aun con todo lo que sabemos actualmente sobre la dinámica de los géneros y los usos de la música, en Argentina la bibliografía continúe suponiendo la existencia de una entidad llamada rock nacional o, al menos, asumiendo que esta categoría es poco problemática. En este artículo nos proponemos discutir los planteos bibliográficos sobre lo que se ha llamado rock nacional, considerado históricamente como un género, esto es, como un conjunto de interlocuciones entre actores que se reconocen o son clasificados por los escuchas y participantes como parte de algo común, más allá de cualquier propiedad musicológica. Como veremos en el artículo, esta idea es compatible con otras definiciones dadas en distintos momentos al fenómeno, como la de contracultura o la de movimiento social.

Con estos objetivos desplegamos los acuerdos y divergencias entre un conjunto de obras académicas que podrían clasificarse al menos en tres grupos: 1) las que inauguran los estudios sobre rock nacional en Argentina y hacen foco en el rock nacional que se extiende desde fines de los años 60 a principios de los 80; 2), aquellas que más adelante discurren sobre este mismo objeto sociomusical en el interior de las ciencias sociales, realizando planteos críticos y nuevas contribuciones empíricas, de las cuales seleccionamos las más citadas; por último, 3) las que puntualizan en nuevos objetos, tanto previos como posteriores al período tomado por las anteriores obras (como la música beat, el rock under, el rock chabón o el rock indie), y que elegimos por su rol significativo en el debate. Entre estas últimas se encuentran aquellas que permiten redimensionar el rock nacional desde los hallazgos empírico-analíticos de otros objetos, y que se corresponden con lo que Semán (2016) llama agenda emergente del campo. Podemos sintetizar esta agenda como una tentativa de captar lo específico de lo musical, y alejarse a la vez de una concepción de la música como instancia refleja de lo “social” y de distintos tipos de esteticismo (en el sentido que Hennion, 2002, da a este término). Así las cosas, nuestra problematización del rock nacional no pretende ser exhaustiva, pero sí acompañar los puntos con más pregnancia en el debate.

Proponemos empezar por la expresión misma: ¿por qué rock nacional y no simplemente rock? A partir de este interrogante realizamos un recorrido sucinto por distintas configuraciones históricas del rock nacional, camino a través del cual mostramos las miradas con las que fue abordado el fenómeno, y marcamos la relativa falta de indagación respecto a su carácter nacional justamente. Luego ahondamos en el tratamiento que el corpus bibliográfico mencionado otorga a la relación del rock local con el mercado y con la política, dos vínculos que los actores que fueron parte del fenómeno plantearon como conflictivos a lo largo de su desarrollo histórico. Consideramos productivo revisitar estos debates porque entendemos que siguen siendo operativos en la apreciación de las músicas actuales asociadas al rock, como la música indie, sobre la que hemos realizado una serie de investigaciones etnográficas en los últimos años (Boix, 2016). Para trabajar estas dos cuestiones, la propia concentración temática presente en la literatura nos conduce a un período que se extiende entre fines de la década del 60 y la apertura democrática. En efecto, en el tratamiento analítico del rock de los “pioneros” (según la expresión de Díaz, 2005, para referir al rock desarrollado durante el régimen de Onganía) y en el del rock producido durante la dictadura es donde mejor se observan dos tesis básicas sobre el rock en Argentina, las cuales luego se autonomizan de estos momentos históricos 2 . Estas tesis se encuentran estrechamente ligadas: el rock nacional guarda cierta autenticidad al crear espacios por fuera de la industria, o bien declara de manera inconsistente estar fuera del mercado, pero de todos modos resiste políticamente.

Notamos que este debate vuelve una y otra vez de distintas formas frente a cada manifestación identificada como rock nacional: ¿cuál es el verdadero comienzo del rock nacional?, ¿cuál es la diferencia entre el rock auténtico y la música comercial?, ¿en qué medida esta autenticidad conlleva una resistencia política?, ¿cuál es la distancia entre los que “transan” y los que no? En definitiva, ¿qué es rock nacional y qué no lo es? Este debate se encuentra definido en última instancia en términos de origen: como ha señalado Foucault (1979), la noción de origen implica en sí misma un debate sobre la pureza, “la esencia exacta de la cosa, su más pura posibilidad, su identidad cuidadosamente replegada sobre sí misma, su forma móvil y anterior a todo aquello que es externo, accidental y sucesivo” (p. 9). Por el contrario, aquí defendemos que el rock nacional no es una entidad, un género, un campo o un movimiento, sino un proceso en el que intervienen muchos más elementos de los habitualmente reconocidos o dimensionados. Este desplazamiento permite acercarnos de mejor manera a lo específico del rock nacional.

¿De qué hablamos cuando hablamos de rock nacional?

Antes de avanzar sobre las tesis que organizan la bibliografía académica sobre el rock nacional tenemos que recuperar el sentido de la expresión: ¿por qué rock nacional y no rock a secas, quizás argentino o hecho en Argentina? Cabe asentar desde un principio que el proceso de nacionalización del rock ocurre de forma prácticamente simultánea en varios países de América Latina donde se habían desarrollado escenas rockeras locales, como México, Brasil, Colombia, Guatemala y Chile (Pacini Hernández, Fernández L’Hoeste y Zolov, 2004, p. 14). El uso del español (o el portugués) en lugar del inglés, la incorporación de jerga local y la adopción de tópicos nacionales o locales en las letras son tres denominadores comunes de este proceso (p. 15). Sin embargo, en cada lugar ocurrió de formas distintas y sumó otras determinaciones. Para el caso argentino, la literatura ha destacado también una dimensión instrumental. Alabarces (1993, p. 30) entiende que desde el llamado rock de los pioneros, el género del rock nacional se cruza con elementos tradicionales del tango y el folclore. En contraste, Pujol (2003) puede aceptar que hubo intentos de nacionalización a nivel sonoro –un bandoneón en un disco de Invisible o la rítmica del Noroeste argentino en Santaolalla–, pero igualmente insiste en que la estética musical se basa más en el “rock sinfónico y otras vanguardias juveniles provenientes del eje cultural anglosajón” (p. 325). Más allá de estas apreciaciones estéticas, la reconstrucción más reciente de Manzano (2014) señala que, aunque remita en última instancia a una cultura transnacional, hacia los setenta el rock había ganado “credenciales nacionales” (p. 420), dado el éxito de sus músicos, periodistas y fans en asociarlo a otras formas de música popular.

A pesar de que en Argentina el rock comienza a cantar en castellano ya a fines de los años 60, la literatura acuerda en que la adjetivación nacional aparece más tarde, hacia el final de la última dictadura cívico-militar (1976-1983) para designar a un género que previamente se había llamado simplemente música beat, progresiva o rock. Tradicionalmente, se ha considerado que la relación entre rock y política dictatorial está en la base de este desplazamiento.

Para Vila (1987, 1989), el vacío de representatividad y el desmantelamiento de las agrupaciones políticas permiten al rock en tanto movimiento social canalizar gran parte de la constitución de las identidades juveniles (tesis defendida en buena medida en los trabajos posteriores de Alabarces, 1993; Díaz, 2005; Pujol, 2006). Para sostener esta hipótesis, Vila (1989) da evidencias de que las disputas intrarockeras, primero entre duros y blandos, luego entre eléctricos y acústicos, no se reproducen durante el período dictatorial. En ese momento, la música es más ecléctica que nunca, pero las controversias sobre el verdadero rock resultan débiles o inexistentes. Vila (1989) afirma taxativamente: “No es por casualidad que este cambio en el uso de las etiquetas se produjera durante la dictadura en los años setenta, cuando el movimiento juvenil necesitaba con más fuerza que nunca medios para construir su identidad” (p. 10). Vila integra estas afirmaciones en una clave interpretativa más amplia, la de la música de uso, una categoría de identificación y acción colectiva formulada para pensar la existencia de un género musical con la capacidad de aparecer como representativo de una época y de un sector social. Este concepto trae a la discusión la estructura en la que surge el rock en nuestro país: la ruptura juvenil de los sesenta, modulada desde la dinámica de la generación, necesitaba de una música propia. En parte, esa música fue el rock porque el tango estaba en retirada (Pujol, 2003, p. 304) y el movimiento de proyección folclórica en decadencia (Vila, 1987, p. 87) Según puede desprenderse de la lectura de Vila, entre los años sesenta y setenta, el rock venía de algún modo a relevar las músicas de uso previas, a las que se les había adjudicado un carácter nacional.

Por su parte, Pujol (2006) puntualiza que, en este contexto dictatorial, la Guerra de Malvinas y la controvertida política que prohibía rotar música en inglés en los medios masivos precipitó este cambio en las categorías: un “regalo inesperado y no querido de la historia” (p. 233). En trabajos más recientes el autor ha expandido este punto, al considerar la guerra como un punto de inflexión para la música popular, no en el interior de su propio lenguaje ni en cuanto a la temática de sus canciones, pero sí respecto a su circulación mediatizada y a su relación con la audiencia (Pujol, 2015a). Hasta el momento, el rock se había desarrollado en la zona menos productiva de las industrias culturales, al tener cuotas de programación muy limitadas tanto en la televisión como en la radio. Pujol plantea que Malvinas cambió esa situación de forma radical. Por nuestra parte, cabe interrogarnos si éste no es un determinante clave en la estabilización histórica del rock nacional como género, que ahora efectivamente llegaba a muchas más personas y sitios del territorio.

Si la expresión rock nacional obedece a estos procesos, su empleo no deja de ser controvertido, ya que desde entonces se proyectó hacia el pasado, creando un origen para el rock, y hacia el futuro, donde multiplicó sus sentidos. De hecho, con los años el rótulo adquirió dinámica propia. No obstante su centralidad, estos procesos de nacionalización no han sido estudiados en profundidad. En parte porque la bibliografía consideró este carácter nacional un tanto escandaloso, ya que el rock no podía ser más que norteamericano o inglés, en parte también porque los estudios se recluyeron en el espacio local, sin compararlo con los casos de rock “nacional” de otros países de Latinoamérica. Asimismo, estos procesos de nacionalización no han sido abordados desde la mirada propia de los actores involucrados, cuya vocación nacionalista, tal como desarrollaremos más adelante, es evidente en muchos casos. En otras palabras, rock nacional es tanto una categoría analítica como una categoría etnográfica. Esta segunda forma de manifestación del término ha sido aún menos considerada en la bibliografía. De esta manera, por ambas vías, “¿qué es lo nacional en los distintos momentos del rock producido en Argentina?” es en buena medida una pregunta vacante aún hoy.

De acuerdo con la literatura, las expresiones luego englobadas con el nombre de rock nacional tienen una primera definición clara hacia 1970, aún bajo la denominación de música progresiva. Por entonces, especialmente el periodismo del rock comienza a identificar a ciertos artistas como un grupo, los cuales serán considerados “pioneros” de la tradición que se construirá posteriormente. Desde la segunda mitad de la década de 1960, en esta red participaban “Tanguito”, Luis Alberto Spinetta, Mauricio “Moris” Birabent, “Litto” Nebbia, Alejandro Medina, Miguel “Abuelo”, Javier Martínez, Claudio Gabis, entre otros. En un principio algunos de ellos eran parte de una “fraternidad” más amplia, aunque pequeña, de varones bohemios, reunida en el gusto común por la música rock y un estilo personal y distintivo, generalmente consistente en usar ropa poco convencional y el pelo largo (Manzano, 2014, pp. 401-402) 3 . Si seguimos esta línea, la bibliografía suele afirmar que hasta el boom del rock nacional de los años ochenta, posterior a la guerra de Malvinas, la producción rockera era muy reducida, al punto que podían contabilizarse tanto los discos como los artistas de cada ciclo histórico (Alabarces, 1993).

En contraste, nuevos avances de investigación han enfatizado que ya a fines de los años 60, luego del primer éxito de ventas –el simple La balsa/Ayer nomás (1967)–, comienza una “incipiente masificación” del fenómeno (Sánchez Trolliet, 2015, p. 187). Una serie de festivales –el Día Beat el aire libre, el festival Pinap, el B.A. Rock– convocaron por entonces a un público masivo para los estándares de la época y del propio rock, que hasta pocos años atrás no salía de los sótanos: en 1969 el BA Rock llegó a reunir 30.000 personas durante cinco días. El público y las producciones musicales aumentan progresivamente, con hitos como los recitales de despedida de Sui Generis en el Luna Park en 1975, y explotan hacia finales de la dictadura. No obstante, hay que tener en cuenta que estos números podrían no abarcar todo el fenómeno. En primer lugar, porque los estudios clásicos habían focalizado generalmente en el circuito de músicos consagrados y su producción discográfica, y prestaron menor atención a la trama más amplia, la cual comienza a advertirse en la bibliografía posterior a los años 2000 4 . En segundo lugar, hay que considerar la operación común de asimilar lo “nacional” con lo que sucede en Buenos Aires, lo cual fortalece la crítica anterior, ya que las historias de los artistas de las provincias que conocemos son las de quienes se radicaron en la capital en la búsqueda del éxito. Aun con los pocos datos disponibles, es posible suponer que la superación de hacer historia del rock desde Buenos Aires y desde el canon revele otra magnitud para el rock de los años 60 y 70.

La literatura coincide en situar entre fines de los 70 y principios de los 80 la consagración masiva de estos músicos “pioneros”, algunos de los cuales vuelven del exilio: sus producciones son recolocadas en el mercado y ellos son incentivados comercialmente en sus nuevos proyectos, que luego de la caída de la dictadura cuentan con más información estética que en los años previos (Alabarces, 1993, p. 84). Esta masificación coincide con la ampliación de las posibilidades tecnológicas y la explosión de una escena under, cuestión que ha sido considerada en los trabajos canónicos (bajo la idea de una fragmentación), pero poco jerarquizada como transformación estructural. Trabajos muy nuevos como los de Di Cione (2012) y López permiten mostrar este cambio. Di Cione (2012, p. 1) repone cómo los músicos graban cintas domésticas en estudios portátiles de cuatro canales, posibilitando grabaciones por fuera del ámbito de las filiales locales de las grandes discográficas, ámbito propio del rock nacional en la mayor parte de su desarrollo (Alabarces et al. 2008, Díaz, 2005, Pujol, 2006). Asimismo, López (2017) recupera la cultura casete y el florecimiento de mercados paralelos de copia, intercambio y circulación de música grabada. Para 1985, estas prácticas son lo suficientemente relevantes para delinear hacia el interior del rock una distinción entre un sector “profesionalizado”, integrado por quienes graban en compañías multinacionales y protagonizan giras locales e internacionales de distinta amplitud, y un espacio referenciado como “under” (también “independiente”), compuesto por aquellos artistas que cuentan con una intensa actividad en vivo, en circuitos reducidos con audiencia propia, pero que no logran componer un lugar significativo en el mercado (Di Cione, 2012).

Es este contexto de gran dinamismo, Vila (1989) y Alabarces (1993) registraron, casi al tiempo que sucedían los hechos, los puntos de fuga estéticos más significativos del mundo del rock nacional de entonces, correspondientes en gran medida con una renovación generacional: los “divertidos”, los “modernos”, los “underground”, todos los cuales tendrán un importante papel en la ya mencionada fragmentación (Alabarces, 1993), también conceptualizada como tribalización (Díaz, 2005) del rock. Más adelante, esta diversificación será estudiada más profundamente: su apertura al pop; su oposición a cierto espíritu edulcorado y complaciente del rock establecido (Disalvo y Cuello, 2015) y su rechazo al apoyo que representantes consagrados del rock otorgaban al establishment político (Flores, 2012).

Rápidamente, los exponentes históricos del espacio retomarán estas propuestas críticas, deudoras de la “crisis (real o supuesta) de las grandes narrativas”, cuestionando el viejo credo rockero que combinaba modernidad y militancia (Semán y Vila, 1999, p. 243). Con este reacomodamiento, que Charly García –con sus “clics modernos”– permite sintetizar como “antena lúcida en la captación de los signos de la época” (Rodríguez, 2016), bandas “modernas” como Soda Stereo y Virus pasan a ser consideradas parte del canon del rock nacional. Sin embargo, la sensación de crisis comienza a aflorar en este mundo de género. Hoy podemos ver que esta crisis estaba motivada no sólo por la profundización de la heterogeneidad estilística y el cambio en las narrativas que el rock puede movilizar en un nuevo contexto en el que no existe un enemigo unificador (Vila, 1989; Alabarces, 1993; Semán y Vila, 1999), sino también por las transformaciones estructurales de la música (masificación por un lado y estabilización de un circuito under por el otro) y las disputas en el interior del propio campo que, como plantea Lucena (2012), no eran meras tensiones entre distintas tribus, sino efectos de otros modos de plantear la relación con el público, con el cuerpo y con el desarrollo escénico de los conciertos.

Igualmente, esta situación que describimos tuvo consecuencias en la forma en que se conceptualizó el fenómeno en los años 90, todavía desde un punto de vista teórico textualista, heredero de los estudios culturales. En un momento inicial de la discusión, Vila (1987, p. 24) había introducido la idea de que el rock nacional es una música de fusión, argumento recuperado por la musicología local (Juárez, 2010, p. 40). La noción de fusión supone que los estilos que entran en contacto continúan de alguna manera delimitados, además de que la reunión se compone de las versiones establecidas o vanguardistas de cada estilo. Más adelante, Alabarces (1993, p. 33) reformula la tesis de Vila y propone el concepto de hibridación, en línea con las discusiones latinoamericanas de la época 5 . Para Alabarces, la fusión remite a la mezcla, generalmente de dos ingredientes, de formas musicales más estandarizadas. Por el contrario, el rock nacional es híbrido en tanto involucra procesos más complejos de mezcla, con ingredientes múltiples. Leídas actualmente, estas afirmaciones nos devuelven la propia evolución del rock local a nivel estilístico: mientras Vila está pensando básicamente en exponentes como Serú Girán y Spinetta, Alabarces también tiene en mente a los Illya Kuriaky and the Valderramas, por esos años exitosos principiantes en la incorporación de un sonido rapero en el rock local. En otras palabras, Alabarces escribe en un momento de mayor fragmentación y apertura de este fenómeno, que de todos modos sigue agrupándose como rock nacional.

¿Qué códigos, significados y prácticas se venían etiquetando como rock nacional durante los años noventa? Una anécdota recogida por Semán (2006) nos permite comenzar a responder esta pregunta: durante esa década, una empresa realizó una encuesta para averiguar cuál era la radio que faltaba en la población de bajos ingresos. La demanda encontrada fue la de una radio de rock en español, que “debería basar su programación en un repertorio de 200 canciones que pocas personas de la clase media hubieran identificado con el rock o con lo mejor del rock” (p. 73). Esas canciones, por el contrario, representaban el acervo de rock nacional que venía escuchándose entre los sectores populares. La emergencia por aquellos años de la vertiente del rock “chabón” o “barrial” está en consonancia con el hallazgo empresario. Este fenómeno de enraizamiento del rock en los sectores populares, que en ciertos casos llegó a llenar estadios, comportaba una reacción tradicionalista al sentido común establecido en el campo, que no por eso dejaba de ser socialmente contestataria (Semán y Vila, 1999). Este rock polemiza con la historia del rock nacional: rechaza el ideal hippie utópico y asume las reivindicaciones sociales clásicas de la izquierda y el populismo. Esto lo hace reversionando la tradición: más que Spinetta y Charly García, los padres aquí son los grupos de la corriente pesada y suburbana del rock, de Manal en adelante, asociada al cordón industrial bonaerense. De esta manera, el rock chabón venía a mostrar claramente que importantes grupos de la población no estaban de acuerdo sobre qué hablaban cuando hablaban de rock nacional.

Retrospectivamente, el rock chabón permitió tensionar el campo de estudios y construir una autocrítica acerca de los trazos gruesos con los que se había analizado el rock nacional (un camino iniciado por Alabarces, 2005). Hasta la llegada de la modalidad “chabona”, el rock registrado por la bibliografía –incluido el que venía del under– había tenido epicentro en las clases medias de Buenos Aires, tanto en su lógica de producción como en su imagen de sí (Semán, 2006). Con su irrupción fue necesario abandonar la premisa de homogeneidad presente en la mayoría de los estudios, descubriéndole al rock nacional otros temas, territorios y sujetos (Semán y Vila, 2008). Asimismo, el tratamiento que Semán y Vila (1999) dieron al rock chabón puso en consideración una pregunta por las concepciones de lo nacional presentes en los actores, la cual reclamábamos en páginas previas. Mostraron que, en la construcción de una pertenencia para los jóvenes suburbanos, esta vertiente positivizó los significantes de nación y Argentina, históricamente monopolizados por intelectuales nacionalistas extraños al rock nacional. Así, los rockeros de los sectores populares eran “nacionalistas” de un modo a la vez novedoso y repulsivo para parte de la cultura del rock nacional de clase media.

Quizás en un intento de contrarrestar estas fuerzas de fragmentación, desde hace al menos 20 años se desarrolla “una tendencia a incluir al rock producido en el país en el inventario de la cultura argentina” (Pujol, 2015b, p. 25), especialmente a partir de la mediatización. En los noventa, películas taquilleras como Tango Feroz o colecciones de rock editadas por diarios y revistas de gran tirada (¡hasta la parodizada revista Gente tuvo la suya entre los años 2000 y 2001!) colaboraron en “fijar un relato de origen” (p. 25). Estos productos privilegiaron el rock de los pioneros y de los años 70, junto con selecciones de los 80, como Virus y Soda Stereo, que podríamos identificar con gustos por entonces de clase media. Al mismo tiempo, al comienzo de los años 2000, las vertientes “chabonas” o “barriales”, que ocupaban un lugar central en el rock de ese momento, eran acusadas de carecer de “novedad estética” (Alabarces, Salerno, Silba y Spataro, 2008, p. 42). Esta sensación de crisis se profundizará luego de la tragedia de Cromañón 6 , que va a ser leída como el resultado de la pobreza estética del rock chabón (Semán, 2006). Mientras tanto, otra vertiente íntima y glamorosa, asociada a la electrónica y el pop, aparecía como relevo (Gallo y Semán, 2009). Sin embargo, los años 2000 continuaron la tendencia de nacionalización: Pujol (2015b) menciona los festejos del bicentenario, en los que la música, y especialmente el rock, gozaron de un lugar privilegiado 7 .

Lo interesante es que estas estrategias de nacionalización no han provenido sólo de los poderes mediáticos y gubernamentales, sino de un amplio espectro de actores, los músicos incluidos. Charly García, que en 1982 había ironizado sobre el sentimiento nacionalista en “No bombardeen Buenos Aires”, publicaba en 1990 su propia versión del himno nacional. Más allá de alguna pequeña polémica, esta versión “rockera” fue considerada “respetuosa” según todos sus defensores, entre quienes se incluían no sólo docentes progresistas sino también políticos conservadores y militares que normalmente habrían percibido en ella una amenaza a sus valores (Buch, 2008, p. 92). De esta forma, la versión de Charly era apropiada por actores diversos con el propósito de reforzar el sentimiento patriótico y nacional de los jóvenes. Como sugiere Buch, este episodio resulta un símbolo de las inflexiones recientes de la identidad nacional en Argentina, y de la relación entre músicas populares y músicas de Estado, cuestiones que hasta el momento no se han abordado plenamente en la literatura abocada al rock local.

Por último, la pregunta sobre el estatuto del rock nacional después de los años 2000 es realmente controvertida. En su momento, Vila (1989) había planteado correctamente que cualquier canción podía ser percibida como rock nacional si se identificaba al ejecutante como perteneciente al movimiento, a su práctica social y a su ideología. Como permite agregar Pujol (2013), “el rock [era] el escenario del cambio y la novedad perpetuos” (p. 258), ya que podía asumir valencias musicales múltiples. De allí, la importancia de la lucha por el significado que rodeaba, y todavía rodea, al rótulo rock nacional. Sin embargo, esta no es la situación contemporánea: como evidenciamos en este recorrido, el rock nacional ya no puede pensarse como un todo o como un movimiento, a la vez que no es la única música que hoy puede etiquetarse como joven. No sólo la idea de rock nacional ya ha sido parte de forma distinta de la juventud de varias generaciones, sino que la dispersión de la producción y escucha musical que observamos en la actualidad pluraliza lo que se etiqueta como rock, a la vez que le quita al rock su lugar otrora central (Semán, 2016, p. 25). Desde nuestra experiencia etnográfica en escenas musicales contemporáneas, podemos agregar que entre los músicos jóvenes la idea de rock nacional suele designar a lo establecido, incluso a un género caduco –caracterizado como carente de novedad y riesgo–, significado que se registra al menos desde las críticas hechas por los protagonistas del rock under de los ochenta (Flores, 2012). De todos modos, también resulta curioso cómo la expresión rock nacional regresa cada vez que es necesario significar la consagración, el pasaje a las grandes ligas, de una banda independiente (Boix, 2016). También desde este lugar resulta productivo volver en este artículo a las determinaciones sobre las que se ha asentado la idea de rock nacional, ya que siguen siendo operativas en la evaluación de los músicos y los públicos de las músicas asociadas al rock en nuestro país.

Rock nacional y mercado: entre la autonomía y la subordinación

En esta historia en la que un género musical es denominado rock nacional fue clave la operación crítica que permitió desmarcar la música auténtica (o “progresiva”) de la “complaciente”. Este trabajo crítico coincide con la autoconciencia de las expresiones musicales de los “pioneros”, y es especialmente claro en el manifiesto escrito por Miguel Grinberg en 1970 y en las editoriales de la revista Pelo, que desde su fundación ese mismo año aspiró a tener la función de manifiesto o prensa oficial del nuevo rock (Díaz, 2005; Delgado, 2017). Desde la perspectiva de estos actores clave tendríamos primero un movimiento impuro, mercantil, inauténtico y producido por adultos –la música nuevaolera, representada cabalmente por El Club del Clan– y un movimiento posterior, puro, auténtico y realizado desde los jóvenes –la música progresiva, luego rock nacional– (Manzano, 2010b, p. 21). Esta distinción entre lo complaciente y lo auténtico, entre lo frívolo y lo comprometido, entre lo comercial y lo no comercial –oposición básica que organiza la historia del rock nacional (Alabarces, Salerno, Silba y Spataro, 2008)– tuvo efectos en los análisis académicos. Como sugiere Manzano, su fuerza se revela especialmente en el hecho de que hasta hace pocos años el fenómeno nuevaolero, antecedente de todo el desarrollo posterior en tanto canal fundamental para la transformación del consumo, el ocio y las modas juveniles (Manzano 2010b, p. 19), prácticamente no había sido estudiado 8 . Considerando a la nueva ola un objeto ilegítimo de estudio para unas ciencias sociales profesionales nacientes, banal y/o mera expresión de la industria cultural (como interpreta Semán, 2016), los científicos sociales mostraron su compromiso estético y ético con el imaginario del rock nacional. La intervención previa de Bisso (2011) nos permite dar cuenta de que este compromiso es más amplio y abarca a las ciencias sociales en general: el que asume los años 60 y 70 como años de militancia y combatividad no tiene tiempo para estas intrascendencias.

El camino recorrido muestra que este compromiso dificultó la propia comprensión del rock. Con el objetivo de mostrar esta parcialidad en los análisis disponibles, a continuación focalizamos en la literatura que trabaja el rock nacional de los llamados pioneros y, específicamente, en la relación entre rock y mercado como instancia clave del análisis. Allí podremos ver cómo los académicos han trabajado la relación entre el rock y el mercado de manera polémica. En lugar de atenerse a describir y desplegar la controversia planteada por los rockeros, por lo general han entrado de alguna manera en ella.

Al iluminar distintos fragmentos de la historia de las producciones musicales protagonizadas por los jóvenes entre los 50 y los 60, las posiciones académicas van desde la valorización del carácter independiente de las propuestas rockeras a la desmitificación de su carácter antimercantil. Al repasar algunos trabajos significativos para este campo de estudios podemos notar enseguida esta oscilación.

En un extremo, Díaz (2005) presenta una oposición entre el rock que introducen las compañías grabadoras –lo que hemos denominado nueva ola– y el “verdadero” rock, como un fenómeno distinto que “venía a romper los moldes impuestos por la industria” (p. 21). En este sentido, Díaz valoriza el papel creativo de los sellos independientes como Mandioca y Talent que, aun en su incapacidad financiera, sirvieron de semillero para el rock emergente. Rock que, como él mismo reconoce, se institucionalizó salvo en contadas excepciones vía grandes compañías discográficas. En similar tónica, aunque reconoce el papel de la nueva ola en la renovación de la música juvenil, Pujol (2015b) define este primer rock como “filtraciones de música artística joven en una estructura comercial digitada por los directivos de las discográficas grandes y arregladores profesionales” (p. 25). Con una vuelta de tuerca, los trabajos clásicos de Vila (1987, 1989) sobre este punto plantearon argumentos similares para el rock de la década del 70, el cual según Vila encontraría en el recital un canal de expresión original y medio de difusión “no monopolizado” por la industria discográfica. Si el rock era un movimiento surgido de las necesidades de los actores juveniles, razona Vila, no era el disco el que iniciaba el ciclo de la música, sino el recital. La industria discográfica luego ratificaba las propuestas que eran exitosas en el vivo. Vila no presenta pruebas empíricas sobre este punto: en su argumento sociológico defiende implícitamente la misma ideología de la autenticidad del rock que sensiblemente captó en sus estudios sobre el movimiento.

En el otro extremo, Alabarces (1993) considera que la distinción entre rockeros y nuevaoleros es un mero producto de una operación mítica, a la que alude como doble fundación del rock argentino. Alabarces directamente se pregunta: “¿Qué distingue a Los Gatos [banda considerada fundadora del rock nacional junto con Manal y Almendra] de otros productos? En primera instancia, nada” (p. 44), para luego referir a una música que hasta el Rock de la mujer perdida repite las fórmulas de los Beatles, tiene letras prescindibles y vestimentas prescriptas por la discográfica RCA. Sin embargo, hay una diferencia: una “actitud” más violentamente enfrentada al mundo adulto y por lo tanto opuesta al Club del Clan. El autor reforzará esta interpretación en trabajos posteriores, donde señala la inconsistencia de una pretensión antimercantil en el marco de la industria cultural acompañada, no obstante, de una resistencia (Alabarces, Salerno, Silba y Spataro, 2008). Como veremos, la tesis de cuño frankfurtiano va a ser combinada muchas veces con la tesis de la resistencia política o cultural.

Años después, Di Cione (2013) también trabajará sobre la idea de la doble fundación, aunque amparada en un extenso relevamiento musicológico que enriquece la historia del rock del período y habilita así una salida posible a posiciones dicotómicas. Al estudiar los discos editados entre 1958 y 1967, Di Cione destaca el lugar que tuvo la televisión abierta y su capacidad de multiplicar las audiencias tanto para expresiones musicales “complacientes” como para las “progresivas”, que volvieron a la música un producto mercantilmente viable. Documenta asimismo el interés de los músicos bohemios por formar parte del plantel de las grandes productoras, aunque también su reflexión sobre la necesidad de editar de forma independiente. Más claramente, Collado (2010) realiza una crítica a estos intentos de determinar un origen del rock contracultural en su diferencia con la música beat producida previamente. Entiende que el rock argentino debe estudiarse tanto desde la articulación problemática con el circuito de la industria cultural, como desde su lazo siempre tenso con otras formas de contestación social y política. De esta manera, repone la continuidad de un proceso histórico para entender el fenómeno, sin suscribir a la noción de un corte radical que revolucionaría la música joven.

Sin embargo, la bibliografía en general prefirió complejizar su análisis desde la pregunta por el sentido, que para los actores del rock tiene la distinción complaciente/ comprometido y las sucesivas encarnaciones de esta disputa. Es cierto que este interés precisó cabalmente el sentido ideológico del rock local, pero dejó en la oscuridad la pregunta descriptiva y analítica por las dimensiones sociales, tecnológicas y mercantiles de la industria cultural, como también por los tipos de trayectorias y experiencias de la vida cotidiana que influyeron al rock en nuestro medio. Como señalamos en la introducción de este trabajo, estas preguntas se vuelven posibles hoy en tanto se han modificado sustancialmente las configuraciones musicales, a la vez que las teorías que usamos para captarlas. La agenda emergente que reordena el campo de estudios a la que referimos ha trabajado especialmente experiencias musicales contemporáneas, pero aun así resulta inspiradora para volver a interrogar el rock nacional de la época pionera. Por ejemplo: ¿qué actores e instituciones mediaron entre los músicos y el público en el rock de la década del 60? ¿Cómo era el proceso de producción de un disco en la industria de la música joven de la época? ¿Qué caminos podía hacer un joven en esa industria? ¿Qué modalidades de profesionalización encontramos? ¿Cuáles eran las posibilidades de vivir de la música? Estas preguntas exponen que seguimos sin saber lo suficiente de la historia del rock local en su conjunto. Algo que en su profuso anecdotario ya sugerían las biografías, memorias e historias del rock dirigidas en nuestro país a un público masivo.

La documentada historia de Almendra, de Delgado (2017), incluso planteada como un trabajo orientado a un público más amplio que el académico, elabora algunas de estas nuevas preguntas. Lo productivo de su intervención es que no está interesada en denunciar cooptaciones, resistencias o inconsistencias. De esta manera, Delgado puede reconstruir la trama histórica en que tuvo lugar un proyecto como el de Almendra, la primera banda conocida de Luis Alberto Spinetta, que comienza como la apuesta beat y joven de una gran discográfica (nuevamente, la RCA) y de un productor (Ricardo Kleiman). Delgado se pregunta cómo entre 1966 y 1970 Almendra se desplaza de una banda beat a “una apuesta completamente distinta” (Delgado, 2017, p. 81), sin renegar de la contingencia de este proceso, y por lo tanto sin hacer historia desde el canon. Como en el trabajo de Collado (2010), hay aquí una apuesta por la continuidad de los procesos históricos fuera de la discusión sobre el origen y sin tomar por categorías analíticas las propias polémicas propuestas por los actores involucrados.

En este plan, Delgado (2017, pp. 78-79) describe todo, o al menos mucho más de lo que acostumbra la bibliografía: los comienzos de la banda en el colegio secundario y la interrupción que para sus ensayos implicó el servicio militar (por entonces obligatorio); el fichado de Kleiman y su papel activo en revelar el potencial artístico del grupo, incluso cuando estaba fuertemente guiado por un interés comercial; la coexistencia en la propuesta de la banda de canciones que se adecuaban muy bien a los criterios comerciales de la industria discográfica de mediados de los sesenta, orientada a emular el fenómeno beatle (como “Campos Verdes” o “El mundo entre las manos”) junto a otras menos convencionales que no por eso eran descartadas por la discográfica (por ejemplo, “Para saber cómo es la soledad” fue grabada por Leonardo Favio e incluida en el lado A del primer simple de la banda); las pocas fechas del grupo para el ahora mitificado sello Mandioca y su convivencia con una mayoría de conciertos en clubes de barrio para un público familiar, en escenarios donde se encontraban al mismo tiempo Manal, Sandro y Johnny Allon, organizados por representantes que manejaban “paquetes de artistas” que, a la luz de la historia posterior, resultan muy heterogéneos 9 ; la dinámica de trabajo en el estudio, con la elección por parte de los músicos de un arreglador más afín a su estética, y la escucha de los técnicos y ejecutivos de la compañía de una música beat con “algo” diferente; la relación del grupo con el modernismo de la época como el nucleado en el Instituto Di Tella y con la militancia política; la recepción de la prensa que vio en ella una banda nuevaolera bien ejecutada aunque deficiente en el canto 10 , entre otras cuestiones.

Rock nacional y política: la tesis de la resistencia

Como desarrollamos en los apartados anteriores, los abordajes del rock producido en Argentina quisieron encontrar cierta estabilidad, una homogeneidad posible y, también, cuestión que trabajaremos en lo que sigue, una función social positiva. Nuestra clave de lectura es justamente que las parcialidades de la relación entre rock y mercado que encontramos en la mayor parte de la bibliografía, y la consecuente insistencia en el dilema complaciente-comprometido sólo se sostienen en tanto el interés principal estaba en mostrar el carácter resistente del rock –implícitamente, del verdadero rock– y su papel en la conformación de las identidades de grupos juveniles. La escasa atención a los mecanismos de producción, las instituciones musicales, las instancias y las trayectorias de los músicos del rock local (más allá de las biografías de los ídolos producidas para un público masivo) obedece a este enfoque en el cual la música importa porque provee de identidad o porque permite tramitar vivencias sociopolíticas.

El trabajo pionero de Vila (1985) presenta esta orientación teórica, retomada de la escuela subculturalista inglesa, aunque aplicada a la construcción de un movimiento social más que a una subcultura, con el objetivo de pensar la relación entre el rock y el último período dictatorial. El fenómeno rockero es caracterizado en su análisis como policlasista y compuesto por jóvenes de diferentes fracciones de las clases medias y sectores populares –o “la gente de los suburbios” (p. 143)–. Estos jóvenes aparecían clasificados en distintos grupos dentro del movimiento en homologías estructurales con su posición social –“la gente de los suburbios” con el rock pesado, la clase media baja y media con la corriente principal del rock nacional, la clase media con el punk–. Su tesis es que todos estos jóvenes utilizaron esta música en la conformación de una resistencia antidictatorial, alrededor de unos recitales masivos que hicieron funcionar como refugio frente a la desarticulación de los colectivos y la restricción feroz de la sociabilidad. A pesar de no ser un movimiento político, Vila entiende que el rock “fue capaz de generar respuestas antagónicas, llegando a constituirse, por momentos, en uno de los pocos opositores masivos al régimen militar” (p. 145). Esta tesis del rock como resistencia será reforzada en un trabajo posterior del mismo autor y demostrada en buena medida a partir de metáforas, alegorías y valoraciones en las canciones, en las evaluaciones de la prensa musical, en las declaraciones de los músicos y en los testimonios de los seguidores (Vila, 1987). El aporte de Delgado (2015) permite inferir que este abordaje textualista no obedece sólo a la aplicación de un marco teórico por entonces dominante. También es sensible a las propias transformaciones estéticas que bandas paradigmáticas del rock nacional como Serú Girán llevaron adelante a lo largo de la dictadura: en desmedro de las partes instrumentales las letras eran cada vez más centrales, y ponían en primer plano, aunque de modo alegórico, la actualidad.

Por muchos años, el trabajo de Vila sintetizó la mirada sociológica por la cual la música debe estudiarse porque es un acceso al modo de vida, a los conflictos e identidades de un grupo. En ese camino, se iniciaron las investigaciones que constituirían un campo naciente de ciencias sociales de la música (como muestra Alabarces, 2005). Con los años, este debate fue adquiriendo sofisticación: Alabarces (1993) definió una “homogenización imaginaria” para una “heterogeneidad irreductible” que se producía en la formación del rock. Luego Vila (1996) admitió que en su trabajo de los 80 dibujó con trazos muy gruesos a los actores juveniles, realizando una crítica al enfoque de la homología estructural. Amparadas en estas contribuciones, se sucedieron investigaciones sobre la constitución de identidades juveniles a partir de distintas adscripciones musicales. En el transcurso de 30 años la conceptualización de la relación entre música y sociedad en nuestro medio abandonó el marco subculturalista, se aproximó al giro lingüístico, luego de tanto textualismo recordó la existencia del cuerpo y, finalmente, se encontró con el abordaje pragmático (para una elaboración de este camino, ver Semán, 2016). Esto se hizo acompañando las sucesivas expresiones musicales englobadas en el rótulo de rock nacional a las que hemos aludido en el apartado previo, a las que se sumaron otras como la cumbia o la electrónica, de creciente relevancia en la experiencia estética de las generaciones más jóvenes.

Sin embargo, la tesis original de la resistencia planteada en el trabajo de Vila (1985) ha permanecido intocada en gran parte de los abordajes contemporáneos. Por ejemplo, en un artículo muy reciente, Favoretto (2014) refiere al vínculo entre rock y dictadura a partir de la idea de “dos enemigos íntimos”. Para ella, “los jóvenes encontraron en el movimiento de rock nacional una forma de resistencia y de apoyo solidario en comunidad” (p. 84). Otros trabajos pusieron en entredicho desde distintos ángulos empíricos las características de la resistencia, pero sostienen en definitiva un concepto resistente para definir al rock. El trabajo de Pujol (2006), abocado a reconstruir toda la trama histórica implicada en la relación rock-dictadura, tendió un manto de duda sobre la idea de resistencia, para hablar más bien de un refugio. Con foco en el underground, los estudios de Lucena (2012) recuperan productivamente el cuerpo y la fiesta en las prácticas estéticas del período. La atención sobre estas dimensiones, generalmente ocluidas en la bibliografía canónica, ilumina sentidos nativos sobre la política y permite replantear la cuestión de la resistencia a un nivel que no es el del discurso. También habilita a pensar la resistencia al interior del propio mundo del rock, en tanto bandas como Virus y Patricio Rey cuestionaban las formas legítimas de ser rockero. Sin embargo, la autora sostiene el concepto teórico de resistencia para pensar el período: en estas “estrategias de la alegría” se constituyó una “política de resistencia y confrontación” (Lucena, 2012, p. 36).

Pero el enfoque predominante sobre la politicidad del rock es independiente del período dictatorial. Tal como señala Buch (2016, pp. 186-187) esta teoría se retoma en los años siguientes de formas diversas, al punto de que su aplicación se autonomiza del período en el cual fue planteada para hablar del carácter resistente del rock en democracia. Así lo hacen Alabarces (1993) y Alabarces, Salerno, Silba y Spataro (2008) cuando focalizan en la relación entre el rock y la identidad juvenil. De la misma manera, Díaz (2005) da cuenta de aspectos de una politicidad recurrente en el campo del rock local, basada en una actitud “transgresora”, más que resistente: “fuera de la ley” –como entona una canción de Los Gatos– y de los valores dominantes de la sociedad. Hemos citado los trabajos con pregnancia en este debate: una búsqueda de pocos minutos en Google Scholar revela la multiplicación de las tesis que vinculan rock y resistencia. Nuevamente, la lectura de las letras y otros textos constituye el objeto privilegiado para defender esta interpretación.

Recientemente, la historicidad del campo de estudios ha comenzado a ser evidenciada. En un camino iniciado por Alabarces (2005) y García (2010), luego ampliado por Semán (2016), se volvió cada vez más claro que la mirada predominante en los trabajos sobre las músicas juveniles en Argentina requirió de una premisa de homogeneidad, habilitada por la mirada teórica subculturalista fundadora del campo, a la vez que por el propio fenómeno rockero que construyó una lógica de producción y un imaginario “nacional” con epicentro en Buenos Aires. La posibilidad de afirmar la existencia de un movimiento o campo relativamente homogéneo, junto con la tendencia textualista, facilitó interrogar a esta música por su carácter expresivo de una forma de ver el mundo –generalmente bajo la forma de una resistencia, una transgresión o “una mirada irreconciliable” (Pujol, 2006, p. 9). Luego de presentada la crítica a la homogeneidad, Manzano (2014, citada en Delgado, 2015), Di Cione (2012) y 11 Buch (2016) también realizaron una crítica a la politicidad resistente. Consideran que la realidad de la resistencia fue mucho más ambigua que la proclamada en los trabajos. Buch agrega una reflexión muy productiva para nosotros: estos trabajos fueron escritos luego de la apertura democrática por una generación de analistas que quería encontrar no sólo la verdad, sino también la justicia, por lo que propone hacer “la historia de la memoria del rock en la dictadura” (p. 192),

Desde nuestra perspectiva, hacer la historia de la memoria del rock, como vía de relativización y contextualización de la tesis de la resistencia, implica al mismo tiempo volver sobre “la sociabilidad compleja de esos años” (Rodríguez, 2016) en los que el rock se construyó como fenómeno de masas y hacer la historia de las miradas con las que se construyó el rock como objeto de estudio. Con ese doble movimiento, podremos salir de un debate generalmente reducido a una oposición maniquea: el rock ¿consciente o cómplice, resistente o integrado, autónomo o cooptado, comprometido o despreocupado?

En cuanto al primer punto, sabemos que durante los años previos a 1976 existieron intentos de conectar rock y militancia. La mirada establecida afirma que estas tentativas estaban destinadas al fracaso: para las agrupaciones políticas el rock era individualista, no tenía contenido social y manifestaba valores muy ligeros (Vila 1989, p. 13), mientras que para el rock la ideología política era vulgar e inauténtica. Los trabajos de Manzano (2014) y Collado (2010) contribuyen a este debate al abrir las ideas de rock y militancia. Manzano considera que desde mediados de los años 60 el rock y la militancia política revolucionaria formaban parte de una cultura común, la cultura juvenil contestataria. A contrapelo de la mirada canónica sobre la relación entre militancia política y rock, la cual afirma que se encontraban en veredas totalmente opuestas, ella observa algunas superposiciones. Documenta, por ejemplo, cómo a­lgunos militantes construyeron una narrativa de vida caracterizada por un pasaje de la “rebelión”, que les había enseñado el rock, a la “revolución”, exigida por las organizaciones guerrilleras (Manzano, 2014, p. 414). Esto es muy significativo porque permite mostrar, más que eventuales simpatías entre rockeros y revolucionarios, el hecho general de que tanto el rock como la militancia manifestaban una misma dirección de cambio cultural, motivo por el cual formaban parte de una transformación estructural de la sociedad argentina. Desde ese sustrato común creemos que deben comprenderse las comunicaciones o conexiones entre ambas constelaciones 12 .

En el marco de estas transformaciones, en los años sesenta y setenta el rock ofreció a los jóvenes un marco de valores que atentaba contra las nociones de disciplina, sobriedad y responsabilidad, propias de las construcciones hegemónicas de la época (Manzano, 2014, p. 407). En este marco, Collado (2010) afirma que la cultura contestataria juvenil no estaba compuesta sólo por hippies y revolucionarios declarados, devino masiva y alcanzó a un amplio universo de jóvenes, con disímiles orientaciones y niveles de compromiso. En este sentido, el rock –con su defensa del hedonismo, el compañerismo, la vida ociosa, la horizontalidad, el cosmopolitismo– permitió a los jóvenes situar y reconocer una insatisfacción ubicua con el autoritarismo, tanto del gobierno como de la sociedad (Manzano, 2014, p. 406). Así observado, podemos entender que algunas dimensiones del rock, y no de todas las expresiones del rock por igual, resultaran difícilmente asimilables respecto de la dictadura –la cual instituyó al joven como sujeto sospechoso–, pero también respecto de modos de ser más arraigados que la excedían (como lo muestra la reacción homofóbica al rock enfatizada por Manzano, 2014 13 ).

Finalmente, las reflexiones de Semán (2016) afectan el segundo punto que mencionamos: como se sigue de su crítica al automatismo de la relación entre música y hegemonía en la literatura sobre estos temas, este no es un vínculo permanentemente coextensivo, como lo sería si toda hegemonía tuviera una dimensión musical. Y aunque lo fuera, los efectos políticos de la música no pueden más que ser abiertos, variables y, muchas veces, ambiguos. Las contradicciones con las que el rock se relacionó con la dictadura finalmente no caben en el vocabulario de la resistencia y la colaboración. Estas palabras son más bien la aplicación de un marco de referencia posterior, postdictatorial. Como lo dice Pujol (2003): “el rock nacional y su marco de referencia, la contracultura, sólo ganarían el respeto del pensamiento progresista mucho más tarde” (p. 325). En este sentido, el periodista Martín Rodríguez (2016) recuerda el uso paradigmático de la canción de Invisible, Las golondrinas de Plaza de Mayo, editada en 1976, como si hubiera sido inspirada en las Madres, cuya organización se forma en 1977. Sin embargo, a Carlos Bisso, cantante del grupo “frívolo” Conexión Nº 5 y luego realizador de un disco simple de canciones militantes ("Juventud Argentina Peronista" y "Al Poder", según consigna Bisso, 2011) muy pocos lo recuerdan o resignifican.

Comentarios finales:

En este trabajo, desde una agenda emergente propuesta en las ciencias sociales que estudian la música, hemos mostrado cómo la categoría de rock nacional es más problemática de lo que parece. Advertencias acerca de la heterogeneidad y el conflicto alrededor de esta etiqueta se han planteado repetidas veces en el debate académico. Sin embargo, persiste la tentación de postular cierta homogeneidad y de estabilizar históricamente el campo al que refiere. Esta tentativa resulta hoy visiblemente difícil tanto por la situación histórica como por las novedades teóricas que usamos para comprenderla. Referimos a la erosión paulatina de los géneros musicales en tanto unidades culturales, su problematización deliberada por músicos y públicos, y el avance de la transgenericidad musical, hechos que son acompañados de una perspectiva teórica que privilegia captar los procesos de creación y categorización musical antes que los géneros musicales que puedan estar en su origen (Ochoa 2009, Gallo y Semán, 2016). En este marco, abordar las músicas actuales asociadas al rock (algunas de ellas aún etiquetadas por algunos actores como rock nacional) en torno a la idea de un género musical parece una propuesta poco atinada. Pero esta situación se proyecta inevitablemente al pasado: ¿hasta qué punto otras configuraciones históricas identificadas como rock nacional se constituyeron en un género como lo postularon las investigaciones previas?

El proyecto de pensar el rock nacional como un género fue posible durante cierto tiempo: desde ese enfoque se produjo conocimiento valioso que hemos reseñado en este artículo en sus puntos fundamentales. Sin embargo, la mirada teórica textualista y esteticista, al tiempo que sostuvo en gran parte la tentativa de entender el rock nacional como un género musical –compatibilizado con otros conceptos como movimiento, contracultura, campo o formación–, permitió omitir dimensiones empíricas del fenómeno. Leídos hoy, estos trabajos parecerían mostrar que el tiempo en el que el rock nacional se pudo estudiar como un género quizás caducó mucho antes de lo que se reconoce: las adjetivaciones encontradas frecuentemente en la literatura para hablar del rock posterior a la guerra de Malvinas –“polisémico”, “heterogéneo”, “inestable”, “fragmentado”– quizás puedan estar señalando esa dificultad.

Al hacer historia del campo de investigación pudimos notar que el abordaje del rock nacional como género se encuentra cruzado por dos debates fundamentales: su vínculo con la política, especialmente con la militancia y el Estado, y su relación con el mercado, especialmente con las grandes discográficas. Ambas dimensiones del rock se encuentran imbricadas, pero la primera fue más estudiada que la segunda. En efecto, es en la relación entre el rock y la política donde podemos leer los supuestos de la relación entre el rock y el mercado. Si el vínculo entre el rock y la política es privilegiado en los análisis, no lo es sólo por la orientación de la teoría subculturalista que funda el campo de estudios, sino también por la propia fuerza de un fenómeno que se visualiza por primera vez durante un régimen autoritario, el onganiato, y que se vuelve masivo al calor del uso que las personas dieron a la música en una época posterior de autoritarismo estatal y social.

Creemos que esta situación determinó de tal manera el campo de estudios, que ha impedido hasta años muy recientes observar la naturalización de las categorías rock y política en este debate: ¿toda la politicidad del rock se cifra en su posicionamiento con respecto al Estado y la militancia? ¿Todo el rock construye su dimensión política de la misma forma? Asimismo, la focalización en esta relación ha ocluido la que el rock tiene con el mercado. El resultado ha sido que la mayoría de las investigaciones no encuentra otra manera de ver este vínculo que no sea la de la oscilación entre autonomía y subordinación. La pregnancia del dilema frívolo-comprometido, que organiza la tesis del rock como resistencia cultural, es tal que incluso la mayoría de los que se erigen como sus críticos no hacen más que entrar en la polémica, en lugar de desarmar la oposición desde la reconstrucción de las tramas históricas que le dieron lugar. Este razonamiento se pierde así de explorar toda la complejidad de la institucionalización mercantil de esta música, cuestión sobre la que se ha avanzado sólo muy recientemente.

Así, en general, en lugar de ver al mercado y al Estado como elementos o mediaciones que son parte constitutiva del fenómeno, se los ve como hechos externos o accesorios. En trabajos previos (Boix, 2017) hemos observado que la apelación al rock que se realizó desde el Estado durante los gobiernos kirchneristas, a través de políticas públicas culturales y la construcción de un lugar simbólico privilegiado, fue observada por parte de los académicos, periodistas, artistas y públicos, como cooptación ideológica y domesticación de una escena por el poder, en desmedro de la resistencia otorgada históricamente al género. Asimismo, la mercantilización y profesionalización del rock que avanza desde los años ochenta, es leída como pecado y opuesta a la independencia, como si un artista que gestiona su propia obra no tuviera también que venderla (e, incluso, profesionalizarse). Por el contrario, esperamos haber mostrado que la superación de la noción de origen y de las concepciones románticas de la música que trae aparejadas nos permitirá avanzar en un conocimiento y conceptualización más ricos del rock nacional y de las músicas actuales asociadas al rock.

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Notas

1 Ver Fabbri (2006) para una definición de la noción de género musical como unidad cultural que guía las discusiones que presentamos aquí, la cual incluye y acentúa los que podríamos llamar, a falta de palabras mejores, los aspectos sociales de los géneros.
2 De todos modos, referimos a momentos posteriores abordados por otros estudios, en tanto entran en el debate.
3 Manzano (2010a) argumenta que, si bien las jóvenes participaron de una nueva cultura juvenil contestaria y lograron autonomías impensables para sus madres (mayor participación en los ámbitos laboral y educativo, otras pautas de noviazgo y cambios en la moral sexual), no tuvieron un papel protagónico en el rock de las décadas del 60 y 70. Para las mujeres era muy difícil sostener una sociabilidad en los espacios del rock –primero espacios públicos como plazas y calles, luego sitios de conciertos que no eran conocidos ni mucho menos respetables–.
4 Manzano (2014, p. 408) documenta que en Buenos Aires en los primeros años 70 aumenta de manera exponencial la venta de instrumentos eléctricos. Recupera asimismo a cronistas de la época que testifican sobre el aumento de bandas. También Pujol (2003) da cuenta, para la misma época, del aumento de la cultura material del rock y la contracultura en revistas, fanzines, festivales y otros eventos. En la misma línea, Díaz (2005) afirma que, durante la dictadura, dados los problemas de los músicos con la censura, el achicamiento de las posibilidades de trabajo y en algunos casos la persecución política, los consagrados en el período previo ocupan un lugar central en el rock, mientras “cientos de grupos que se formaban y producían artesanalmente” (p. 72) no podían conquistar un circuito más amplio
5 Frente a una música que combinaba sonoridades “autóctonas” con músicas globales, como el jazz o el rock, se comenzó a utilizar el concepto de hibridación para pensar nuevos géneros –el llamado “rock alterlatino” fue uno de esos ellos–. Esta era una respuesta a la descripción de géneros musicales como campos puros y cerrados (Ochoa, 2009).
6 Con la tragedia de Cromañón se refiere el incendio de la noche del 30/10/04 durante un recital de la banda de rock Callejeros que causó la muerte de 193 personas.
7 Ponderar las diferencias entre estas estrategias de mediatización llevaría otro artículo completo. Por ahora basta señalar la tendencia en la que el rock es celebrado mediáticamente a la vez que afectado por sucesivas crisis.
8 En un trabajo previo de Pujol (2003) hay una reivindicación, si se quiere más tímida, del estudio de la nueva ola. Posteriormente, Di Cione (2013), nuevamente Pujol (2015) y Delgado (2017) han explorado con distintos objetivos el fenómeno nuevaolero y beat.
9 La misma “impureza” del sistema de presentación de la época (mirada desde criterios actuales, los que suponen una diferencia clara entre lo “comercial” y lo “auténtico”) es señalada por Díaz (2005).
10 Como plantea Díaz (2005) para el caso del rock nacional de los “pioneros”, los criterios dominantes de calidad en el campo musical de los años 60 y 70 se constituían “desde el punto de vista del conservatorio” (p. 56). Las grandes figuras del rock argentino pasaron a ser reputadas en su calidad sólo luego de su consagración. De acuerdo con el trabajo de Díaz, fue especialmente la crítica de rock la encargada de elaborar criterios de calidad alternativos, basados en el conocimiento “entendido”, ya que para los cánones de la época resultaba difícil “escuchar” esa música.
11 En base a su registro de alianzas y vínculos heterogéneos entre músicos, empresarios musicales y funcionarios del régimen, Di Cione (2015) considera que “el rock pudo haber sido considerado el ‘mal menor’ ante la existencia material de una (otra) juventud militante y militarizada” (p. 9). Incluso plantea que el carácter pacificista del movimiento fue usado por los ideólogos de la dictadura para justificar su rechazo a la organización política opositora, convirtiéndose en la “contractara dialéctica de la represión explícita” (p. 9).
12 Para elaborar este argumento retomamos, haciendo uso de la analogía, la idea de Carozzi (1999) de movimiento macrocultural, en el cual la autora puede comprender a la nueva era como la manifestación en el campo religioso/ terapéutico de los ideales autonomistas de la clase media luego de los años 70.
13 Curiosamente, en los 80, el propio rock establecido ejerció otra reacción homofóbica contra grupos recién llegados como Virus.

Recepción: 18 febrero 2018

Aprobación: 10 mayo 2018

Publicación: 3 diciembre 2018

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