Sociohistórica, nº 47, e127, marzo - agosto 2021. ISSN 1852-1606
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Investigaciones Socio Históricas

Dossier

Intelectuales y cultura católica: algunos problemas metodológicos y conceptuales

José Zanca

CONICET; Universidad de San Andrés – Centro de Estudios de Historia Política, Argentina
Cita recomendada: Zanca, J. (2021). Intelectuales y cultura católica: algunos problemas metodológicos y conceptuales. Sociohistórica, 47, e127. https://doi.org/10.24215/18521606e127

Resumen: Este breve ensayo pretende mostrar algunos de los problemas metodológicos y conceptuales que enfrenta la historia de los intelectuales católicos del siglo XX, teniendo en cuenta que se trata de un campo en permanente diálogo con la sociología y la antropología. El trabajo supone que el estudio de este segmento de la intelectualidad es un medio privilegiado para comprender la compleja cultura católica argentina y su interacción con la vida política. Intenta exponer los cambios en los instrumentos de análisis de la historia del catolicismo, desde de los trabajos pioneros en la década de 1990 hasta la actualidad. Propone, en ese sentido, que la historia de la cultura católica ha seguido un camino similar al de otros subcampos: desde un abordaje estimulado por la historia política, la historia de la religión ha ido encontrando sus propios interrogantes, al punto de desarrollar una metodología que, sin ser original, se ha consolidado en singulares matices.

Palabras clave: Iglesia católica, Intelectuales católicos, Religión, Historiografía, Metodología.

Intellectuals and Catholic culture: some methodological and conceptual problems

Abstract: This brief essay aims to show some of the methodological and conceptual problems facing the history of 20th century Catholic intellectuals, bearing in mind that it is a field in permanent dialogue with sociology and anthropology. The work supposes that the study of this segment of the intelligentsia is a privileged means to understand the complex Argentine Catholic culture and its interaction with political life. It attempts to expose the changes in the instruments of analysis of the history of Catholicism, from pioneering work in the 1990s to the present day. It proposes, in this sense, that the history of Catholic culture has followed a path similar to that of other subfields: from a stimulated approach from political history, the history of religion has been finding its own questions, to the point of developing a methodology that, without being original, has been consolidated into unique nuances.

Keywords: Catholic Church, Catholic Intellectuals, Religion, Historiography, Methodology.

En los últimos años los estudios sobre el fenómeno religioso y, en particular, los estudios sobre el catolicismo se han multiplicado exponencialmente. En la década de 1990, cuando aparecieron las primeras historias académicas sobre la Iglesia argentina, estimulados por el clima de la renacida democracia, se trataba de saber dónde anidaba el autoritarismo. Desde aquellos años, las preguntas se han vuelto cada vez más específicas. La historiografía ha recorrido un largo camino, en el que se ha pluralizado el horizonte de grupos (saliendo del católico-centrismo) y se han explorado los lazos entre la religión y las más heterogéneas manifestaciones de lo social. Esta explosión de trabajos sobre el universo religioso tuvo su correlato en una ampliación de la historia de las ideas y los intelectuales católicos. Si en sus comienzos era difícil distinguir la historia institucional de la Iglesia de la de sus intelectuales, hoy es posible analizar ese vínculo como una relación mucho más compleja y polimorfa.

La expansión del campo de estudios del fenómeno religioso acompañó la crisis del concepto de secularización. Si en los años sesenta, en palabras de John Updike, “Dios no tenía un solo amigo en el mundo”, los ochenta y los noventa devolvieron el problema a primera plana, en especial en América Latina, donde el factor religioso retornó al centro de las agendas públicas. Sólo cierta miopía por parte de las ciencias humanas y sociales logró invisibilizarlo. Y como suele suceder en estos casos, hoy emerge en forma violenta en los más diversos escenarios políticos y deja perplejo al mundo académico.

Este breve ensayo pretende mostrar algunos de los problemas metodológicos y conceptuales que enfrenta la historia de los intelectuales católicos del siglo XX, teniendo en cuenta que se trata de un campo en permanente diálogo con otras ciencias sociales, pioneras en el estudio del fenómeno religioso: la sociología y la antropología. Este vínculo ha sido, al menos en este caso, claramente fructífero, pues permitió a lo largo de treinta años complejizar y refinar los instrumentos de análisis.

Metodología y técnica en la historia de los intelectuales católicos

La metodología involucra un conjunto de prescripciones y decisiones. Las primeras vienen dadas por la inscripción temática, la inserción en un subcampo especifico de estudios. Dos grandes tradiciones organizan los problemas de la historia de los intelectuales y las ideas religiosas del siglo XX en la Argentina. Por un lado, la sociología y la antropología cultural aportaron a los estudios sobre religión una serie de conceptos como campo religioso, secularización, umbrales de laicidad, integralismo, intransigencia, clericalismo/anticlericalismo, creencia y pertenencia, mercado y monopolio religioso. Se traat de términos que funcionan como un prisma para interpretar las fuentes. Los historiadores han contribuido con los suyos: romanización, desinstitucionalización, crisis conciliar, latinoamericanización. Por otro lado, la historia de las ideas y los intelectuales, la sociología y los estudios culturales nos proveen de una serie de conceptos como campo intelectual, circulación, apropiación, profesionalización, reclutamiento, experiencia, generación, hegemonía, todos íntimamente vinculados a la creación de una esfera pública moderna y a los procesos de urbanización y democratización social. Cada uno de estos continentes temáticos tiene sus propias prescripciones, que son el producto del debate y el decantado de la interacción entre los investigadores. La descripción de sus particularidades metodológicas excedería las posibilidades de este trabajo. Es importante formular, sin embargo, algunas puntualizaciones sobre la mutación de cada uno de estos campos de estudio. En el primer caso, la historia de la religión se ha desplazado de una historia preocupada por el despliegue de las instituciones y sus elites al análisis de los comportamientos y actitudes de los creyentes. Tanto la sociología como la historiografía se preocupan cada vez más por las formas de pertenencia, sin dar por descontado que la afiliación pública a una religión determinada implique la homogeneidad o la homologación de comportamientos personales y comportamientos institucionales. Es lo que se conoce como “religión vivida”, o las múltiples formas de ser católico. Así como el sujeto fue recuperando centralidad en la historiografía, subrayando su capacidad de tomar decisiones y formular apropiaciones singulares, la historia de la Iglesia dejó lugar a una historia del catolicismo, ya no como la historia de las cúpulas, e incluso de los sacerdotes como conjunto sociocultural, sino de los mismos fieles y de sus particulares formas de creer (Lida, 2015). Este desplazamiento tuvo un fuerte impacto en el estudio de los segmentos medios de las estratificaciones del poder religioso, ya que brindó mayor autonomía a las tomas de posición de los intelectuales y otros articuladores del campo. Esto supone que el religioso es un campo de disputas como cualquier otro, en el que la jerarquía ocupa un rol central, pero no excluyente.

Por su parte, la historia de los intelectuales ha transitado una metamorfosis desde una historia de las ideas, bastante desconectada de las condiciones de producción -en un maridaje con la filosofía-, a un “giro material”, en el que los soportes y medios de circulación/apropiación de las ideas ocupan el centro de las preocupaciones. Este cambio le ha otorgado un nuevo espacio al estudio de publicaciones, espacios de sociabilidad, redes, instituciones estatales y paraestatales, iniciativas político-culturales, etc. Una nueva historia intelectual dejó de analizar los grandes sistemas de ideas y se inclinó por la revisión de las formas concretas en las que encarnaban, los modos en el que términos como “marxismo”, “liberalismo” o “republicanismo” iban más allá de una historia sin sujetos. Los dos prismas funcionan como un sistema de prescripciones, a través de los cuales los católicos son una familia más dentro del universo de los intelectuales, y al mismo tiempo, permiten reconocer que la figura del intelectual católico se inserta en un entramado particular de relaciones/obligaciones que constriñen sus movimientos y su propio discurso.

Si el método implica una serie de procedimientos para evitar errores, la rigurosidad se puede definir mejor por lo que debería evitarse. La mayoría de esos errores -algunos de ellos inevitables y consubstanciales a la narrativa histórica-, han sido señalados por la crítica analítica. Por ejemplo, es muy común la representación en la forma de la sinécdoque: de suponer el todo por la parte, o la parte por el todo. Este es uno de los procedimientos más frecuentes en la historiografía sobre la Iglesia católica: su antropomorfización. En muchos abordajes la Iglesia “planifica”, “piensa”, “sospecha”. Se traslada a las conclusiones aquello que se obtiene de la lectura de una revista parroquial o del posicionamiento de un intelectual o de un obispo.

La tendencia en los últimos años –siguiendo una propensión del resto de las ciencias– ha ido en un sentido contrario: los trabajos han restringido el objeto, reducido las preguntas y las hipótesis a un tamaño que resulte accesible y sobre el cual se pueda ejercer cierta soberanía, al punto de tratar de hacerla inexpugnable a la crítica. Si bien tenemos un conjunto variopinto y multicromático de trabajos monográficos, es el campo historiográfico en su conjunto, en instancias deliberativas y críticas, el que podrá elaborar y/o cuestionar el rigor de las conclusiones. El rigor no sólo es una cualidad individual, sino que es también una atribución colectiva, producto de la metacrítica, de la comparecencia del trabajo frente a los pares que cuestionarán las capacidades cognitivas de los conceptos empleados, las cualidades heurísticas de los trabajos, o la expertise en la selección y el análisis de las fuentes.

Finalmente, junto a la metodología y la rigurosidad, la creatividad cumple un papel fundamental en el trabajo historiográfico. Pero a diferencia de otras ramas de la actividad humana, la creatividad científica no proviene de una fuente inspirada sino de la capacidad explicativa de ciertas analogías, elaboradas con materiales de otros campos o áreas. Los historiadores no tienen un lenguaje específico: utilizan términos provenientes de otras ciencias sociales o del lenguaje común. Extraen metáforas del mundo de la física, la mecánica, las artes, la química o el deporte, que sirven para pensar el pasado. Esa capacidad creativa viene de abrirse a las comparaciones y a los juegos metonímicos, a la exploración desnaturalizadora, incluso de las propias prescripciones. La metáfora con otros universos –incluso ajenos al de lo social– se vuelve una tarea fundamental para avanzar en la elaboración de hipótesis de trabajo, dada la infinita cantidad de variables intervinientes. No hay teoría sin creatividad, sin el uso singular de distintas formas de imaginación social disponible. La creatividad está ligada a un proceso de derrumbe, de ruptura, y es una de las piezas que hace que la historiografía no sea sólo una casuística o una reproducción infinita de cosas dichas.

Un proyecto metodológicamente bien fundado se concreta en una producción historiográfica a través de una técnica de trabajo particular. En este punto, los caminos se multiplican y, por tratarse de una práctica, su comunicación puede interpretarse como un intento de simplificar una operación en exceso compleja. A pesar de estos riesgos, es posible señalar que la organización de las lecturas en la historia de los intelectuales es una tarea fundamental, y se jerarquiza por la pertinencia y la claridad del problema a trabajar. Esa claridad no surge sólo en el diseño de un plan; de hecho, muchas veces la organización puede aparecer cuando ya la investigación está bastante avanzada. Pongamos por ejemplo el estudio sobre la circulación y apropiación de un intelectual extranjero, con vistas a analizar cómo fue interpretado y qué impacto tuvo en el medio local. Un posible recorrido comenzará, luego del estado de la cuestión, con una exploración en profundidad de su obra. Se intentará ubicar sus primeras apariciones recorriendo las publicaciones periódicas. Allí hay que buscar notas, traducciones, reseñas. Por otro lado, se debe prestar atención a la cronología de la edición de sus obras. Hay todo un trabajo sobre editoriales, traductores y editores a realizar. Si tenemos la suerte de que el autor haya visitado el país, tenemos todo un repertorio de elementos para medir su impacto. Las visitas culturales funcionan como una reacción química, nos brindan muchísimos datos sobre cuáles son las características y las tensiones de un medio cultural particular. Allí hay que recurrir a la prensa periódica, tanto aquella que simpatiza como aquella que toma distancia del invitado. Generalmente una visita está organizada a través de redes, de contactos interpersonales, con lo cual es muy posible acceder a correspondencia privada. Dependiendo de qué período se trate, también es posible recurrir a la entrevista. Éstas hacen avanzar las investigaciones en forma exponencial. En síntesis, si tuviéramos que exponer una jerarquía ideal del abordaje de los textos, aun de carácter aspiracional, iríamos desde un núcleo hacia sus zonas de información más marginales. Cada una de esas estaciones puede tener diversas densidades. Por ejemplo, podría existir muchísima literatura sobre el paso de un intelectual o esta ser muy escasa; podría existir un repositorio muy abundante de correspondencia, etc. La economía de la organización de los textos es una propuesta, que luego se irá concretando en función de la disponibilidad y densidad de las fuentes. En el caso del catolicismo, existen ciertas particularidades que es necesario incorporar. En general, son aquellas provenientes de la documentación institucional de la Iglesia, así como de actores que son ajenos al campo intelectual, como los obispos o miembros de las curias, que ejercen poder sobre los intelectuales. Lo mismo puede decirse de las singularidades de una orden religiosa.

La hermenéutica del discurso religioso también tiene su propia peculiaridad. Los conflictos entre los grupos que se inscriben en el campo católico están reglados a partir de normas no escritas sobre el modo en el que es pertinente -o no- dirigirse a un correligionario. Por eso es necesaria una mirada que esté dispuesta a observar el matiz, la inflexión sutil, el comentario al pie. Un recurso habitual, en un campo transnacional como el del catolicismo, es el uso indirecto de la crítica –publicar, por ejemplo, autores extranjeros más audaces en sus posturas teológicas o estéticas– para evitar caer bajo la censura episcopal. En fin, la particular economía del discurso del catolicismo obliga a entrenar la percepción para atrapar las tensiones subyacentes. A su vez, es necesario emplear herramientas conceptuales que se adapten a esta singular geografía del universo de los intelectuales.

Conceptos

Sin pretender ser exhaustivo, un recorrido por la historia de las ideas del catolicismo argentino se topará con una serie de conceptos que organizan prospecciones, análisis y debates. Cada disciplina les otorga un sentido gnoseológico diferente. Los cientistas sociales los utilizan como un mecanismo privilegiado para dar cuenta de la naturaleza del funcionamiento social. Para los historiadores, se trata de medios, realmente “herramientas” en un sentido instrumental. En ese sentido los discursos, más que un mecanismo para disfrazar una verdad a ser descubierta -oculta tras el velo de la ideología-, sirven como puerta de acceso a los diversos imaginarios que fundan la heterogeneidad social. La fe de los católicos, por ejemplo, es un dato ineludible a la hora de analizar la intencionalidad de sus acciones, o de interpretar sus argumentaciones y posicionamientos en la esfera pública. La religión permite pensar en un lenguaje común que vincula a grupos y a sujetos, pero cuya interpretación y uso es muy diferente. Lo que implica tomar distancia de las miradas homogeneizantes sobre el catolicismo, e incluso de las segmentaciones clasificatorias – nacionalistas, integristas, liberales, etc.– para pensar cuáles fueron las líneas de clivaje que segmentaron el campo en coyunturas específicas. Eso permite observar cómo ciertas líneas de ruptura –como el debate sobre el orden económico– pueden generar ciertas alineaciones, y otras –la teología moral, por ejemplo– pueden nuevamente reagrupar a los intelectuales en otro colectivo.

Uno de los caminos posibles es la historización de la cultura religiosa, siguiendo a ciertos núcleos de intelectuales católicos. La cultura religiosa puede definirse como una trama significativa con fronteras delimitadas, aunque inserta en un marco cultural más amplio, y sostenida en un conjunto de dispositivos que permiten su reproducción, apropiación y reactualización. El proceso de secularización ha permitido distinguir la cultura religiosa como un artefacto singular, y no ya como la urdimbre que estaba por detrás de todos los discursos y representaciones, como en las sociedades de Antiguo Régimen. Al mismo tiempo que nacía la figura del “intelectual” a secas, a fines del siglo XIX, y la esfera pública burguesa se convertía en el escenario de su actuación, también las iglesias necesitaban de intelectuales. La democratización en Occidente implicó que la Iglesia se convirtiera en un participante más en la disputa pública por la posesión de la verdad. Y ya no alcanzaban las reglas de la violencia o la exclusión como mecanismo para imponerla. La jerarquía religiosa aspiró a “reconquistar” la cultura laicizada durante el siglo XIX. Por su parte, los Estados nacionales, que aspiraban al reinado de la razón y la ciencia, se resistieron al despliegue de una cultura académica católica. Por ejemplo, resulta sintomático que, durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX, el Estado argentino se resistiera a la existencia de universidades confesionales. Lo permitió recién en 1959 –y luego de un conflictivo parto-, y en el caso de Uruguay, no fueron habilitadas hasta la década de 1980. En síntesis, el intelectual católico como categoría expresa un punto en el que se intersecan diferentes planos: por un lado, las características de la cultura religiosa, su densidad y la expectativa que los obispos tienen respecto de los hombres de letras; y, por otro lado, la tolerancia de las elites que controlan el Estado frente a la posibilidad de que se forme un segmento que no esté bajo su estricto control.

Los intelectuales son una vía, aunque no la única, para interpretar la cultura católica. El mismo objeto puede ser abordado por medio de otras sendas, como el estudio de las devociones, la historia institucional de la/s iglesias/s y sus vínculos con la política, el análisis y evolución del arte o la transformación en los procedimientos de las canonizaciones. Sectores sociales menos privilegiados que los intelectuales –la mayoría de los fieles– pueden influir en las instituciones, en tanto la apropiación diferencial de las devociones puede poner en jaque las interpretaciones establecidas. Esto se pone en evidencia, por ejemplo, en los estudios en torno al culto mariano en América Latina. Lejos de reproducir siempre, y en un mismo sentido, una concepción patriarcal, heterónoma, maternalista, resignada, María adopta los sentidos más diversos y contrastantes, desde un medio para afirmar la identidad de los católicos frente al “avance” de la heterogeneidad religiosa –en especial, del pentecostalismo y los grupos afro - hasta una Guadalupana feminista y de las disidencias sexuales (de la Torre, 2016). Por otro lado, ceñir la mirada en los intelectuales brinda ciertas oportunidades, en tanto se trata de un segmento que, en un período relativamente corto de tiempo, puede ser una fuente de conocimiento sobre los conflictos y tensiones de las instituciones religiosas. Dado que el intelectual es una figura característica de la modernidad, un sujeto que interpela al Estado desde un saber y un compromiso particular, los católicos ingresan en una singular rigidez, entre las reglas de la ciudad letrada y las obligaciones del sistema religioso. Los intelectuales católicos nos permiten acceder a un universo más restringido, pero más dinámico en cuanto a la producción de discursos religiosos, dos variables para tener en cuenta a la hora de ponderar sus intervenciones en la esfera pública.

Pensar la religión como una cultura –y adentrarse en ella a través de sus intelectuales- habilita interrogantes sobre los usos que distintos actores hicieron de la discursividad confesional para constituir sus experiencias, así como acerca de las mutaciones que esa cultura vivió en sus periódicas exposiciones a la modernidad. O, para ser más precisos, con las diversas modernidades con las que le tocó interactuar. Este no es un dato menor, dado que, en buena medida, la modernidad que se desarrolló en Europa y en América desde el siglo XVI se construyó en oposición a ciertas ideas clave de la cultura religiosa, como el teocentrismo. Esa disidencia, que constituyó al catolicismo del siglo XIX y buena parte del XX, fue negociada y resignificada luego de la Segunda Guerra Mundial. El vínculo entre cultura religiosa y cultura moderna se volvió particularmente complejo. La identidad religiosa –en especial católica–, que se había edificado por su distinción con lo moderno, se dispuso a negociar y reconocer sus aspectos positivos, como la idea de derechos humanos. En ese proceso los intelectuales católicos jugaron un papel relevante, cuestionando el carácter antimoderno de la Iglesia católica y tendiendo puentes con las corrientes ideológicas y disciplinarias contemporáneas. Ese diálogo incluyó el humanismo, el existencialismo, la sociología, el psicoanálisis, la pedagogía renovadora y el dependentismo, así como distintos tonos de culturalismo identitario de los años setenta.

El interés por la cultura católica se inscribe en el despliegue de una nueva historia cultural, moldeada por los aportes de la antropología y la teoría del discurso en el campo historiográfico. La obra de Clifford Geertz ha significado una contribución central al desarrollo de este enfoque. Lo mismo puede decirse de los fructíferos usos que la historia cultural ha hecho de la obra de Paul Ricoeur. El rasgo más destacado de este nuevo enfoque cultural fue su reacción al determinismo de la historia social. Por el contrario, postuló la idea de la sociedad como invención y, más allá de indagar sobre estructuras realmente existentes, los historiadores se abocaron a estudiar las condiciones de producción y creencia de los imaginarios sociales. Más que un nuevo campo de estudios, la historia cultural se convirtió en una historia total, el trasfondo de todas las historias. Si bien se ha focalizado en una serie de temas –historia de la lectura, de la memoria, del cuerpo-, las prescripciones de la historia cultural aparecen como un humus común a los más diversos abordajes (Burke, 2007).

Un segundo concepto que organiza este campo de estudios es el de secularización. Se trata de un término tan viejo como las ciencias sociales, pero que sigue funcionando como un pilar en torno al cual se fundan una serie de problemas de la sociedad y el Estado. El concepto tiene una historia propia, en el marco del desarrollo de la sociología, en el que ocupa un rol central hasta fines de los años setenta. Hasta ese momento, en el marco del paradigma funcionalista, la secularización era una de las formas que adoptaba el proceso de especialización social. Modernidad y secularización eran términos indisociables. Ser moderno implicaba abandonar las prescripciones religiosas. Y dado el carácter universal de la expansión de la racionalidad moderna, la religión tenía los días contados. Prolongar su estudio carecía de sentido. Sin embargo, lejos de desaparecer, el fenómeno religioso sobrevivió a todos los pronósticos e incrementó su presencia pública. A partir de fines de los años setenta el concepto de secularización entró en crisis. La Revolución Iraní y la expansión del pentecostalismo –y sus derivas políticas-, así como previamente la difusión de corrientes liberacionistas dentro del catolicismo, conmovieron el concepto clásico. No es casual que lo haya hecho cuando la misma idea de modernidad empezó a crujir, y se abrían los primeros debates en torno a la “posmodernidad”. La crisis del paradigma clásico puso en duda la incompatibilidad entre modernización y permanencia de lo religioso. También fue criticada su aspiración a la universalidad, heredada de las filosofías de la Ilustración. Esta crisis nos ha llevado a pensar que el concepto clásico de secularización no era meramente descriptivo, sino una forma de representar cómo debería ser el mundo. Callum G. Brown (2009) ha puesto de relieve su carácter prescriptivo, definiéndolo como una “narrativa de la secularización”. Hoy, quienes siguen utilizando el término han dejado de medir diferentes “descensos” (de los fieles, de la devoción, de la observancia), para referirse al ajuste, transformación o recomposición de lo religioso en un mundo caracterizado por la diferenciación de esferas.

Finalmente, el concepto de intelectual católico permite introducirse en el linaje de debates sobre la condición del intelectual (hombre de letras, intelectual orgánico, defensor de los valores superiores, comprometido, hombre de partido, funcionario, etc.) y exhibe las restricciones del campo en el que se mueve: uno en el que la jerarquía católica ejerce un rol central. Este campo permite entender cuáles fueron las posibilidades, límites, audacias y temores de los intelectuales católicos. En ese sentido, a la hora de definirlo es posible encontrar inconvenientes análogos y debates paralelos a los que se encuentran en el estudio de sus pares “no confesionales” (Altamirano, 2013). Inserto en un tramado de poder, el intelectual católico debe desplazarse en los límites del campo religioso. Allí, la jerarquía institucional, los fieles, los intelectuales, y otros actores compiten por el control de un conjunto particular de bienes simbólico-sacramentarios. En el caso del catolicismo, esa disputa no gira sólo en torno a la capacidad salvífica de esos símbolos, sino también del legítimo derecho para definir qué es ser un buen cristiano. Si bien es posible un uso laxo del término “campo”, dados los embates que cuestionan sus capacidades explicativas (Bourdieu, 1971; Poulat, 1986), se vuelve estéril analizar los elementos aislados que constituirían al intelectual católico. Su comportamiento es inteligible inscribiéndolo en una red más amplia –con mecanismos propios de legitimidad y disputa, con semánticas y economías discursivas propias–, caracterizada como una cultura católica compleja, con capacidad de interpelar, en distintos niveles, a un amplio conjunto de sujetos. Pensar en estos términos permite puntualizar cuáles fueron las condiciones que hicieron posible un “lugar” para el intelectual católico, tanto en el seno del catolicismo como en el campo cultural en general (Fouilloux, 1997; Serry, 2004). Finalmente, su vínculo con la cultura no confesional pauta uno de los problemas centrales en la inscripción del intelectual católico: su pobre acceso a la esfera pública. Lejos de ser siempre un problema, en muchos casos esta marginalidad le confirmaba su condición de poseedor de la verdad. Pero, al mismo tiempo, lo alejaba de los estándares de legitimidad y consagración externos que no dejaban de ser válidos por su ausencia. De estas coordenadas se deriva la ambigua posición de los intelectuales católicos. Para el liberalismo y el laicismo, el intelectual católico representó un elemento siempre sospechable de retrógrado. Se trataba de un sujeto que traía al debate público una marca propia del ámbito privado. Casi por su naturaleza, el intelectual católico desprivatizaba el lugar de la religión, en los términos de José Casanova (2000). Traía a una esfera que debería, desde su concepción, ser autónoma de las tensiones sociales (del mundo de la necesidad, sea económica o espiritual) un elemento que se interponía en el libre flujo de la razón. Pero también para el poder que monopolizaba lo sagrado, esto es, los “administradores de la salvación”, el intelectual proponía interpretaciones que, por más controladas y vigiladas que se encontraran, siempre representaban un peligro por su autonomía de la “sana” guía por el interés institucional.

Coordenadas

El estudio de los intelectuales católicos y de la cultura religiosa debe ser inscripto en un conjunto de coordenadas que brinde, entre otras respuestas, la posibilidad de insertar los problemas singulares de este campo historiográfico en un conjunto de debates más amplio. Así, en principio, el catolicismo obliga a pensar distintos niveles de temporalidad. Una de las representaciones de la Iglesia es justamente su atemporalidad. El colocarse más allá de la historia. Y vivir con la promesa de la eternidad. La continuidad es una de las representaciones que más pesan en la conciencia de los católicos. Una institución que puede huir de la cronología, en la que no hay “antes” y “después”, sino un “siempre”. Por eso fueron tan disruptivas las corrientes que, como el modernismo a principios del siglo XX, o la Nouvelle Théologie, en los años 40, plantearon una inscripción del cristianismo en la historia. No hace falta decir que la historiografía académica no discute estos argumentos, pero necesita tenerlos en cuenta para reconstruir el mapa cognitivo de los intelectuales. Dada la perspectiva fenomenológica que se desprende de la metodología propuesta en este ensayo, así como del tipo de sujeto investigado, es importante tener en cuenta que sus ideas y descripciones se basan en la lectura y la relectura de una serie de textos que son apropiados y reapropiados, en una larguísima tradición. Eso construye en los actores una temporalidad muy singular, basada en una tradición que es constantemente actualizada. Frente a ella, se hace presente una tendencia en ciertos abordajes desde las ciencias sociales de asumir como propio el discurso de la institución eclesiástica cuando se piensa el catolicismo en términos de “larga duración”: la idea de que no hay cambios “esenciales”, que la Iglesia es “siempre la misma”, que su teología no ha variado a lo largo del tiempo, que tiene mecanismos para fagocitar y procesar toda disidencia. Tal vez esa sea una de las primeras operaciones necesarias de deconstrucción a contemplar para cuestionar el discurso de sus intelectuales. La idea de insertarse en una temporalidad milenaria es útil para comprenderlos, pero debe ser observada con cuidado, dado que es una temporalidad nativa. Es muy sencillo recurrir a dos frases engañosas: “la Iglesia siempre…” o “la Iglesia nunca…”. En tanto la Iglesia no es una institución homogénea, ni geográfica ni temporalmente, se trata de afirmaciones que tienden a recolocar la Iglesia y sus actores por fuera del cambio. Esto implica que, más allá de contar con un centro institucional, reconocido hace relativamente poco tiempo en Roma, las particularidades nacionales y subnacionales son muy importantes. Tampoco es homogénea su relación con los cambios. Son escasas las legítimas interpretaciones “nuevas” en el pensamiento católico; lo que existen son interpretaciones nuevas que se visten de “verdaderas”, que reclaman ser las originales, en contra de las desviaciones y los intereses que las movilizaron. Ese es, por ejemplo, el discurso de buena parte del profetismo de izquierda del catolicismo liberacionista de la década de 1970. En fin, se trata de un segmento discursivo en el que la percepción de la temporalidad está matrizada para tramitar los cambios de una manera muy singular, en general tratando de ocultar o disimular su carácter disruptivo. Penetrar esa economía del discurso implica una etnología de la temporalidad, en la que los sujetos analizados tienen una particular vinculación, que no es homogénea y que en muchos casos fue motivo de sus más importantes polémicas internas. Por otro lado, es necesario tomar distancia de la temporalidad de los actores, tratando de evidenciar la aparición de lo nuevo en un medio que se autodefine por la continuidad y la permanencia.

Respecto del espacio, es posible identificar dos niveles, que en algunos casos se superponen. Por un lado, las relaciones espaciales imaginarias dentro del campo de poder. Allí hablamos de “centro” y de “periferia”, pero sólo para relativizar estos conceptos, preguntarnos qué implica ser “marginal” y cómo esa marginalidad puede ser ponderada. En los últimos años se ha expandido la categoría de intelectual local, de provincia, para describir a aquellos que, alejados de los grandes centros urbanos, o las instancias nacionales de consagración, cumplen un rol relevante en otras áreas. Diversos trabajos se han ocupado de analizar sus estrategias, sistemas de consagración y espacios de influencia (Pasolini, 2006; Laguarda y Fiorucci, 2012; Salomón Tarquini y Lanzilotta, 2015). En ese marco, el catolicismo puede considerarse un espacio que durante el siglo XX estuvo en los arrabales de los centros de unción. De hecho, recién en la década de 1950 los católicos comenzaron a autopercibirse como “intelectuales”. Prefirieron organizar redes de sociabilidad propia –como los Cursos de Cultura Católica y luego las universidades confesionales– y sólo en coyunturas muy específicas –como fue el caso de los filósofos de la liberación– tuvieron la capacidad de salir del ghetto. Por otro lado, la configuración geográfica, vinculada a las diferencias entre lo nacional, lo provincial y lo local, se vuelve relevante a la hora de analizar ciertos fenómenos como la laicidad o la presencia de la religión y lo religioso en los espacios urbanos. La capilarización de la investigación en torno al fenómeno religioso, por su despliegue en el territorio nacional, permite formular análisis comparativos en los que se contemplen estos distintos niveles. Así, por ejemplo, la laicidad efectiva de la escuela argentina se relativiza cuando se estudian las Constituciones provinciales, en las que durante buena parte del siglo XX se mantuvo la educación religiosa católica durante los horarios de clase en las escuelas públicas. La dimensión ha sido también importante en las conflictivas relaciones entre clericales y anticlericales. Hemos confirmado que, en espacios más acotados, allí donde el peso de la Iglesia y sus funciones aparecen como más determinantes, los enfrentamientos parecen ser más agudos.

En forma recurrente los conceptos de clase y género aparecen como instrumentos para entender el rol del catolicismo. Una institución –como la Iglesia–, que ha cumplido un papel conservador con relación al orden social, en distintos escenarios buscó contener y mitigar estas expresiones de conflicto. El concepto de clase ha cambiado desde los años sesenta hasta la actualidad. En particular, en los últimos cuarenta años ha perdido su capacidad explicativa, su utilidad como determinante del comportamiento de los actores sociales. Pero eso no quita que el concepto siga siendo útil en tanto su uso esté vinculado al mundo de las representaciones sociales –los actores creen que las clases existen y las imaginan–, al discurso –los actores interpelan a los sujetos, los nominan y los construyen- o a las prácticas asociadas a cierto segmento social. Es decir, más que una exploración en torno a las prácticas asociadas a la clase es necesario tener en cuenta los imaginarios de clase como mecanismo del discurso de los intelectuales, que suponen su existencia y a partir de allí configuran sus estrategias de interpelación.

Respecto del género, en los últimos años se han multiplicado los trabajos que exploran los diversos vínculos entre religión y los discursos binarios, heteronormativos, patriarcalistas, etc. incubados en el seno de la Iglesia. Pero también se ha podido observar cierto cambio de perspectiva, dentro de la historia de las mujeres, un matiz en torno a la llamada “religiosidad femenina” (Delgado Ruiz, 1998; Salomón Cheliz, 2003; Herranz, 2020; Loughlin y Woodhead, 2009). Si bien en nuestro país se trata de un campo muy poco explorado, en otras historiografías se está explorando esta relación, rompiendo los cánones prescriptivos que asociaban con mucha facilidad el proceso de autonomización femenino y la hostilidad religiosa. Se trata de un área poco explorada en la que, en forma análoga al caso español y francés, sería deseable profundizar el recurrente encuentro entre mujeres y religión, intentando seguir los trazos de prácticas que se desarrollan en un espacio en el que las primeras, paradójicamente, se empoderaron. Por supuesto, en el marco de una negación y desvalorización discursiva, pero en el que, acercando el lente, se pueden ver las discontinuidades de esos discursos con las prácticas concretas. Esto es claro en el caso de los/las intelectuales católicas. Muchas de ellas tuvieron un peso central en el antifascismo de los años de 1930 y 1940. No sólo en el catolicismo: también fuera de él, como lo han mostrado los trabajos sobre la Junta de la Victoria (Mc Gee Deutsch, 2013). Las mujeres católicas desplegaron un papel destacado en el debate público de los años cuarenta, asociadas al humanismo cristiano y construyendo tímidamente una agenda de reclamo de derechos. Los casos de Eugenia Silveyra de Oyuela (una de las dos primeras mujeres convencionales constituyentes, en 1957) o Angélica Fuselli (representante argentina en la Conferencia Interamericana de la Mujer en 1945) son algunos ejemplos de cómo la militancia católica, más allá de su discurso familista y patriarcalista, habilitaba prácticas que iban en sentido contrario (Nállim y Valobra, 2015). Por el contrario, en algunas corrientes anticlericales, -consideradas como un fenómeno religioso-, el discurso masculino antirreligioso tuvo un papel central en la defensa del modelo de familia burguesa, y en su paradójico uso por grupos libertarios para denunciar la influencia clerical entre las “mujeres y las niñas”. Curiosamente, las corrientes anarquistas y anticlericales apelaron en diversas instancias a la soberanía del varón sobre la mujer, para denunciar las indebidas injerencias del sacerdote y explotar sus sentimientos machistas y patriarcales y así evitar que las damas frecuentasen los templos. Lo masculino se definió, en muchos aspectos en las primeras décadas del siglo, en oposición a lo devocional, que quedó para los “débiles” (mujeres, niños y ancianos) (Zanca, 2012).

Palabras finales

Luego de este breve recorrido, podemos formular algunas puntualizaciones respecto de la complejización de los instrumentos para el abordaje de la historia de las ideas y los intelectuales católicos. Tal exploración no tuvo un fin prescriptivo, sino que pretendió compartir algunas referencias, producto de la experiencia en el abordaje y análisis de fuentes provenientes de un singular universo de ideas en el siglo XX. Intentó mostrar, en primer lugar, el tránsito desde una historia centrada en lo institucional, una historia de la Iglesia, a una historia del catolicismo. Este movimiento implicó reconocer la discontinuidad entre jerarquía y fieles, y la complejidad del lazo que los unía. Tanto los trabajos de la sociología de la religión, mostrando los conflictos estructurales entre laicos y consagrados y los mecanismos homeostáticos del campo religioso, como una historia que salió en búsqueda de tensiones que la misma narrativa institucional pretendía minimizar, permitieron esta transformación.

En segundo lugar, los análisis sobre los intelectuales católicos tomaron distancia del objeto, pasando de la condena –o su contraparte, la mera celebración- al estudio de los laberintos de su discurso. Los primeros trabajos mostraban un universo antimoderno y reaccionario, un campo enfrentado a la transformación social y a la democracia. En esas lecturas, tanto los católicos de derecha como los de izquierda eran culpables de incorporar una cuota de mesianismo a la cultura política argentina. Los últimos veinte años permitieron ampliar el espacio de la historia intelectual, pues incorporaron el discurso de los católicos en todas sus variadas modulaciones.

Finalmente, los cambios en los medios de abordaje del universo de los intelectuales católicos han roto con las miradas homogeneizantes. Nos han permitido descubrir que detrás de los mitos (de la nación católica) y las matrices (integralistas) existía una multiplicidad de ejes que cruzaban el campo de las ideas religiosas. Por supuesto, no se trata de reducir el objeto a individuos, islas problemáticas que no dialoguen o imposibiliten construir configuraciones. Pero sí reconocer que las narrativas secularizantes, constitutivas de los orígenes de las ciencias sociales y humanas, han impedido, en muchos casos, apreciar el carácter irisado del fenómeno religioso.

Referencias

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Bourdieu, P. (1971). Genèse et structure du champ religieuse. Revue Française du Sociologie, 12, 295-334.

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Laguarda, P. y Fiorucci, F. (Eds.) (2012). Intelectuales, cultura y política en espacios regionales de Argentina (siglo XX). Rosario-La Pampa: Prohistoria-Universidad Nacional de La Pampa.

Lida, M. (2015). Historia del catolicismo en la Argentina entre el siglo XIX y el XX. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.

Loughlin, G. & Woodhead, L. (2009). Queer Theology: Rethinking the Western Body. Malden: John Wiley & Sons.

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Nállim, J y Valobra, A. (2015). Mujeres y antifascismos en la Argentina. Arenal, 22 (1).

Pasolini, R. (2006). La utopía de Prometeo: Juan Antonio Salceda, del antifascismo al comunismo. Tandil: Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.

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Salomón Tarquini, C. y Lanzilotta, M. (2015). Redes intelectuales, itinerarios e identidades regionales en Argentina (siglo XX). Rosario: Prohistoria Ediciones.

Serry, H. (2004). Naissance de l'intellectuel catholique. París: Découverte.

Zanca, J. (2012). El diablo detrás de la risa. El peludo y la caricatura anticlerical en los años veinte. Eadem Utraque Europa. Revista de historia cultural e intelectual, 7(13), 209-236.

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