Sociohistórica, nº 31, 1er. Semestre de 2013. ISSN 1852-1606
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Investigaciones Socio Históricas

INTERVENCIONES

Qué hacemos hoy con los setenta: una respuesta a Claudia Hilb

"Qué hacemos hoy con los setenta": A Response to Claudia Hilb

 

Marcelo Starcenbaum

Universidad Nacional de La Plata,
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales – CONICET (Argentina)
mstarcenbaum@hotmail.com


La piedad más esencial en consideración a las víctimas no puede residir en el estupor del espíritu, en la vacilación autoacusadora frente al crimen. Reside, siempre, en la continuación de aquello que los ha designado como representantes de la Humanidad a los ojos de los verdugos.

Alain Badiou, Manifiesto por la filosofía

I.

Claudia Hilb abre su libro Usos del pasado con un epígrafe sugerentemente reproducido en su idioma original: “J’ avais vingt ans. Je ne laisserai personne dire que c’est le plus bel âge de la vie”. El escepticismo y el desencanto reflejados en la sentencia de Nizan constituyen elementos fundamentales en las reflexiones de la soci óloga argentina sobre la militancia setentista en nuestro país. En este sentido, su trabajo podr ía ser concebido como una expresión más de la matriz de lectura de la política revolucionaria codificada durante la transici ón a la democracia y consolidada en la década de 1990. Es m ás, ella misma reconoce que las inquietudes a las que responden sus ensayos son aquellas formuladas en el exilio, y varios de sus argumentos ya habían sido esbozados en el libro escrito junto a Daniel Lutzky en la década de 1980. Si bien el llamado “debate Del Barco” y otras intervenciones producidas a comienzos de este siglo implicaron cierta torsión de algunas variables interpretativas pertenecientes a dicha matriz, es evidente que las tendencias fundamentales de la lectura ochentista permanecieron intactas -y sobre todo, incuestionadas- en la mayor parte de los esfuerzos por abordar la década de 1970. Si durante mucho tiempo, la aceptación acrítica de la marca autorreferencial y el tono prescriptivo hizo sentido con la politicidad de la sociedad argentina, no caben dudas de que algo ha cambiado en los últimos años. Puede resultar trivial, pero un libro que desarrolla sus argumentos amparados en la contundencia del “Tenía veinte años. No dejaré que nadie diga que es la edad más bella de la vida” dif ícilmente encuentre puntos de contacto con las formas mayoritarias de participaci ón política en la Argentina de hoy. Las transformaciones operadas en la sociedad argentina durante los últimos diez años evidenciaron de manera descarnada tanto el carácter normalizador del dispositivo historiográfico puesto en juego en la reconstrucción de la experiencia de la izquierda argentina en las décadas de 1960 y 1970 como el sesgo conservador de las posiciones democráticas sostenidas por los intelectuales que monopolizaron los debates pol íticos y culturales desde el regreso de la democracia. En este sentido, el libro de Hilb no es más que una expresión de la pervivencia desfasada de las mencionadas posiciones pol íticas e historiográficas. Estas notas no tendr ían ningún sentido si la autora no propusiera a su compilaci ón de ensayos como un trabajo de otorgamiento de sentido histórico a la experiencia de la militancia armada y como una crítica a dicha experiencia realizada desde los marcos del pensamiento de izquierda, y si no retomara ambas operaciones en un impl ícito cuestionamiento a la reapertura de los juicios por delitos de lesa humanidad. El fracaso de ambos objetivos y el tenor reaccionario de dicho cuestionamiento transforman a Usos del pasado en un objeto privilegiado a los fines de constatar -si aún es necesario- el car ácter obsoleto del ochentismo.

II.

El lugar excluyente otorgado por Hilb al problema de la responsabilidad conduce a una singular historización de las representaciones de la sociedad argentina sobre la violencia política setentista. La presentación de un primer momento, correspondiente a la década de 1980, en el cual la “teoría de los dos demonios” estructura un escenario en el que una sociedad inocente contempla el enfrentamiento entre dos contendientes violentos, la hace partícipe del consenso historiográfico sobre dicho problema. El objeto de su impugnación lo constituye, sin embargo, un segundo momento, sobre el cual no se ofrecen referencias temporales, cuyo protagonista fundamental sería la juventud, que tendría su origen en “la profundización de las desigualdades” y “una mirada más crítica sobre las injusticias sociales”, y que se caracterizaría por “una interpretación favorable de los ideales y el compromiso de los militantes” y una lectura de la historia en términos de “buenos y malos”. Sintomática de su ubicación en el espectro ideológico del campo intelectual argentino e indicativa de la superposici ón operada en su análisis entre reacción política y reconstrucción historiográfica, la contraposición entre la década de 1980 y un indiferenciado período posterior obtura la aprehensión de la diversidad característica de las representaciones sobre la militancia setentista desarrolladas entre las décadas de 1900 y 2000. Cabría preguntarse, al respecto: ¿a qué “interpretación favorable” de los militantes se refiere Hilb? ¿a la consolidada a partir de 1996, aquella de HIJOS, Cazadores de utopías y La Voluntad? ¿a la abierta a partir de 2003, la de la reivindicación estatal, los sitios de memoria y la institucionalizaci ón de los organismos de derechos humanos? ¿cuál es la juventud que protagoniza esta “interpretación favorable”? ¿la que enfrentaba la impunidad del menemismo? ¿la que reivindica las políticas públicas del kirchnerismo? ¿cuáles son las desigualdades que condicionan la reivindicación de la militancia setentista? ¿las del neoliberalismo? ¿las que aún persisten bajo el neodesarrollismo? ¿han sido leídos los setentas en términos de “buenos” y “malos”? A ún concediendo que se podría, en parte, abordar dichas lecturas a partir de estas variables, ¿son igual de “buenos” los militantes reivindicados por HIJOS y los reivindicados por Kirchner? ¿son igual de “malos” los militares escrachados en los noventa y los juzgados a partir de 2006?

Del mismo modo, sus reflexiones en torno al problema de la violencia política en el pasado reciente son portadoras de un nivel de abstracción francamente incompatible con el otorgamiento de sentido de un proceso histórico -como el de la militancia armada en Argentina. Hilb confiesa que la violencia política se le ha presentado de manera recurrente como extraordinariamente opaca al pensamiento. Podría preguntarse, en este sentido, si dicha opacidad no está originada en el abordaje de la inscripción violenta de la política argentina desde categorías de la filosofía política. En tanto su definición de la política se dirige hacia “la constitución de un ámbito público, de visibilidad, de confrontación y tramitación de los asuntos comunes”, la violencia aparece inevitablemente dotada de un carácter antipolítico. En base a esta caracterización, la experiencia de la izquierda argentina en las décadas de 1960 y 1970 es reconstruida a partir de la distinción arendtiana entre “violencia reactiva” y “violencia racionalizada”. Si en la primera, la violencia está en cierta medida legitimada por la imposibilidad de apelación a una instancia pública; en la segunda, la violencia adquiere una connotación negativa por convertirse en un sustituto de la política. Así, mientras se reivindica el Cordobazo, el Rosariazo y las luchas contra la dictadura por tratarse de violencias en un contexto en el que está anulada la esfera pública, se censura a las organizaciones armadas por haber utilizado la violencia en un contexto democrático. Del mismo modo, las vinculaciones de las organizaciones armadas con la democracia aparecen dotadas de un carácter meramente instrumental y la adhesión de los sujetos a dichas organizaciones en términos de la emoción de la acción y la búsqueda de su repetición. Está claro que no se trata de censurar las filiaciones teóricas de aquellos interesados en examinar hechos del pasado, sino de evidenciar en qué medida la subsunción de la historicidad en la estrechez de ciertas categorías filosóficas atenta contra la posibilidad de restituirle el sentido a los procesos históricos analizados.

A esta altura pareciera una insistencia vana, pero cabe remarcar que difícilmente pueda comprenderse la dinámica de la historia política argentina del siglo XX a partir de variables tales como los “ámbitos de publicidad”, las “mediaciones institucionalizadas” o las “apelaciones a la instancia pública”. Las lecturas de este tipo conllevan una liquidación de la historicidad –ningún momento histórico implica una ruptura radical con sus antecesores- y una distorsión de la singularidad de los regímenes sobre los cuales se desarrolla la violencia política -el onganiato no es solamente la anulación de “los ámbitos comunes” y el gobierno peronista no garantiza necesariamente “el derecho a la palabra”. El idealismo en el que incurre la caracterización de los contextos históricos conduce necesariamente a una imagen distorsionada de la experiencia política de la izquierda argentina. En este sentido, la postulación abstracta del onganiato como un régimen anulador de la palabra se corresponde con una representación, igual de abstracta, de la violencia desarrollada en su seno como puramente reactiva. Del mismo modo, la concepción de cualquier régimen democrático como garante de los ámbitos comunes, se corresponde con una caracterización de la violencia bajo el gobierno peronista como un elemento racionalizado e instrumentalizado. Poco se entiende, siguiendo este camino, de la “espontaneidad” de la protesta social de fines de la década de 1960 o de los “asesinatos, atentados y secuestros” de la década de 1970. Es más, resulta tan absurda esta argumentación que uno se vería obligado a calificar de diversa manera dos acciones de la misma organización realizadas en una distancia de pocos meses –o días, si se estudia, por ejemplo, el año 1973. Pero claro, todo aquello que se pierde en un sentido historiográfico es ganado para la operación de imposición del problema de la responsabilidad. Al igual que el último Terán, quien llamaba a pensar el rol que les cabía a aquellos que querían un mundo mejor y “resultaron uno de los metales que se fundieron sin residuo en la caldera del diablo de la política argentina”, Hilb insiste en comprender cómo aquellos que buscaban el bien contribuyeron a “convocar el círculo de violencia que favoreció el advenimiento de la catástrofe”. Evidentemente, no se trata sólo de un problema historiográfico.

III.

Hilb presenta a sus escritos como ensayos “a contrapelo”, surgidos a partir de “molestias” e “incomodidades” frente a diversos aspectos de la izquierda argentina, y como textos provisorios que no buscan “levantar nuevas verdades”, “pontificar” ni “aleccionar”. Habría que realizar un gran esfuerzo para identificar dicho espíritu en sus textos. Al contrario, lo que se percibe a simple vista en todos los ensayos que componen el libro es un marcado tenor autorreferencial, prescriptivo y paralizante. El modo en el cual la autora recorre los temas “molestos” e “incómodos” del universo de la izquierda es deudor de aquel viejo artilugio del arrepentido o desencantado de la revolución; es decir, el planteo de los problemas en términos dicotómicos y excluyentes. En primer lugar, al igual que ocurre con la periodización de las representaciones sobre la violencia política, Hilb postula la existencia de una “nítida línea divisoria” que separaría a los que participaron de la violencia política de las décadas de 1960 y 1970. De un lado estarían aquellos que leen lo ocurrido durante aquellos años como una derrota del campo popular; del otro, se encontrarían los que, como ella, creen que los ex militantes deben asumir una responsabilidad por las muertes a las que condujo la experiencia de las organizaciones armadas. En este mismo sentido aparecen presentadas las aproximaciones a la subjetividad militante. Por un lado, la exaltación de las sensaciones de plenitud reflejadas en La Voluntad o Diario de un clandestino. Por el otro, su tratamiento crítico a través de la fenomenología de la acción política y especialmente del problema del lazo de la acción violenta. Nuevamente, ¿es posible plantear, en 2013, que la línea de separación entre los ex militantes sea esa, y en caso de que lo sea, ella sea tan nítida? ¿la única salida a la discusión sobre la derrota es la asunción del problema de la responsabilidad? ¿integrar a la reflexión la cuestión de la derrota política obtura necesariamente la problematización de las responsabilidades? ¿el planteo alrededor de las responsabilidades acarrea inexorablemente la oclusión del problema de la derrota? ¿la única responsabilidad a asumir es aquella vinculada con el déficit democrático de la izquierda argentina? Del mismo modo, ¿el mantenimiento de algún tipo de fidelidad con la subjetividad militante conduce necesariamente a su reivindicación acrítica? ¿el único análisis posible de la subjetividad militante es aquel que bloquea su comprensión histórica y su procesamiento político? En este sentido, ¿de qué lado ubicaría la autora a los numerosos ex militantes que hoy desarrollan su experiencia política en partidos, sindicatos, organizaciones populares y emprendimientos culturales?

Asimismo, difícilmente pueda evitarse la calificación de “pontificadora” y “aleccionadora” a una lectura de la experiencia de la nueva izquierda argentina realizada desde los marcos de la vieja oposición entre democracia y totalitarismo. A partir de un anclaje -tan acrítico como demodé- en los debates en torno a la disidencia de los regímenes comunistas y el contraste entre democracia liberal y socialismo real, Hilb descubre el problema de la deriva totalitaria de las revoluciones modernas. Reaparecen de este modo la advertencia sobre las inexorables consecuencias totalitarias de las utopías igualitarias y la necesaria vinculación entre igualitarismo radical y la constitución de mecanismos policiales de control social. Todo vale para decretar de antemano la inutilidad del esfuerzo en la formulación de políticas radicales: Lefort, Merleau-Ponty, Desanti, Koestler, Bahro, los khmer rouge camboyanos y la infaltable bête noire americana, Cuba. Es precisamente la experiencia cubana la que le permite a la autora la problematización del radicalismo político desde las encerronas típicas del anti-totalitarismo: una sociedad igualitaria “sólo podía” imponerse bajo la forma de un régimen totalitario, la deriva totalitaria “es inseparable” del esfuerzo por instaurar un igualitarismo radical. Si bien todo este recorrido se mantiene en un registro ideológico reñido con la comprensión histórica, se le debe conceder a la autora que dichas reflexiones están originadas en experiencias posrevolucionarias concretas. Lo que resulta insostenible y termina rozando el ridículo es la pretensión de aplicarle las variables del dispositivo anti-totalitario a la experiencia de la izquierda argentina, lo cual necesariamente debe realizarse en el terreno de lo contra-fáctico. La imposibilidad de responder a la pregunta “¿qué habría sido de nosotros si aquella revolución que anhelábamos se hubiera realizado?” acarrea una serie de elucubraciones que sólo pueden operar en un plano especulativo -“podríamos haber sido” disidentes como Heberto Padilla o Virgilio Piñero o “podríamos haber sido” dictadores como Fidel y Raúl Castro. Todo ello se corona con el reforzamiento de la disyuntiva madre: o se aborda la política posrevolucionaria cubana -o la revolucionaria argentina- desde el esquema democracia/totalitarismo o se es cómplice de la represión en la isla -o de los ajusticiamientos de las organizaciones armadas argentinas. Nada más -y nada menos- que una reactualización de la normatividad reactiva del viejo anticomunismo: o hay esfera pública, opiniones, visibilidad, publicidad, tramitación de asuntos comunes y comunidad política o hay totalitarismo.

Curioso izquierdismo el de Hilb, cuyo esfuerzo deconstructivo, incisivo con el marxismo y la política revolucionaria, no sólo deja intactos los valores y las instituciones liberales, sino que los legitima y los promueve. Como bien señala Badiou, que el marxismo ha sido juzgado y condenado por la historia es algo que va de suyo. Esta afirmación no es más que levantar un acta, no hay allí ningún descubrimiento. Ahora bien, afrontar la crisis del marxismo y la política revolucionaria con una adhesión a la democracia liberal y una renuncia al radicalismo político, implica el otorgamiento de un sentido puramente reactivo a dicha crisis. Por ello, difícilmente pueda considerarse “de izquierda” -entendiendo por esto el sostenimiento de hipótesis emancipatorias- un gesto que al mismo tiempo que participa de la crisis contemporánea de la política revolucionaria, blinda una serie de problemas que deberían ser pasibles de la misma crítica a la que se somete la idea de revolución. ¿No tiene nada que decir la izquierda sobre cuestiones tales como “ámbito público”, “tramitación de asuntos comunes”, “mediación institucionalizada”, “escena plural” o “visibilidad de los hechos”? Sería un sinsentido reclamarle a la autora una concepción de la política como lo real subjetivo de los procesos organizados y militantes; podría advertírsele, sin embargo, que paradójicamente su antimarxismo reactivo la acerca mucho más a las posiciones que se esfuerzan denodadamente en la defensa dogmática del marxismo que a aquellas que intentan una superación radical de lo perimido. Sobran evidencias de que ni la reacción ni el dogmatismo estuvieron ni están a la altura de las exigencias de la crisis contemporánea de lo político. En este sentido, ¿de qué modo perviven las hipótesis emancipatorias en lecturas que denuncian la violencia del igualitarismo pero que naturalizan la violencia implícita en fenómenos como la “opinión pública” o el “consenso”? ¿cuál es la radicalidad de un balance que descubre el lugar de la ficción, la mentira y la manipulación en las organizaciones de izquierda pero silencia el lugar que aquellas ocupan en las formas democráticas y parlamentarias de la política? En definitiva, ¿no estuvieron tan equivocados los que -como Gorriarán Merlo- persistieron en el paradigma revolucionario como aquellos -como un Portantiero- que se aferraron a una renovación democrática que resultó igualmente trunca? Evidentemente, no se trata sólo de un problema político.

IV.

En un gesto que habla por sí solo, las variables de las lecturas historiográficas y políticas de la experiencia de la izquierda argentina en las décadas de 1960 y 1970 son articuladas en un esquema interpretativo de los avatares de la justicia posdictatorial caracterizado, al igual que los otros abordajes, por una marcada deshistorización y el relevo del legado político por el problema de la responsabilidad. En primer lugar, podríamos preguntarnos acerca de qué tipo de sensibilidad de izquierda es aquella que experimenta sentimientos de “molestia” e “incomodidad” frente a un proceso judicial que -más allá de sus limitaciones- ha reparado en gran medida el daño sufrido por una porción importante de la sociedad argentina. Dejando este aspecto de lado, cabe destacar de qué manera la encerrona prescriptiva planteada en la lectura política de la militancia setentista aparece desempeñando un rol preponderante en la diagramación de las posiciones y actitudes en torno a los juicios por delitos de lesa humanidad. En este sentido, la autora afirma con total naturalidad que aferrarse “al consenso instalado por la Conadep y los juicios” implica “rehusarnos a examinar nuestra responsabilidad”. Asimismo, propone evitar que dicho consenso sirva “de coartada” para esquivar reflexiones sobre la responsabilidad de las organizaciones armadas y los militantes que participaron de ellas. De nuevo, ¿cuáles son los sectores que se amparan en el consenso instalado por los juicios para evitar reflexiones en torno a la responsabilidad? ¿son dichos sectores representativos del colectivo de los ex militantes? ¿la única reflexión posible sobre el problema de la responsabilidad es aquella centrada en la discusión en torno a “la arrogancia” y “el elitismo moral”? ¿existe alguna relación entre la postulación de la necesidad de que los ex militantes asuman una responsabilidad y la advertencia de déficits en el desarrollo de los proceso judiciales posdictatoriales? Si los militantes de las organizaciones armadas también contribuyeron al “advenimiento del Mal”, ¿no tendrían que ser juzgados junto a los miembros de las fuerzas de seguridad? En tanto Hilb participa del mismo horizonte discursivo que los sectores políticos e intelectuales que actualmente proponen dicho camino, cabría preguntarse si sus insinuaciones se dirigen en el mismo sentido. La explicitación de las posiciones y los sujetos impugnados volvería mucho más franco el debate y tornaría más palpables sus proyecciones político-jurídicas.

Uno de los ensayos del libro en torno a estos problemas puede ser concebido como una pieza más de una operación en la que vienen insistiendo desde hace algunos años algunos intelectuales argentinos -la mayoría de ellos ex militantes de la década de 1970: el rescate del modelo sudafricano de justicia transicional y la contraposición entre el modo en el cual la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de aquel país favoreció la exposición de la verdad y la forma en la cual la Conadep y los juicios en Argentina privilegiaron la prosecución de la justicia. Dejando de lado el planteo sobre la factibilidad de un análisis comparativo entre las situaciones argentina y sudafricana, y el señalamiento de lo “oportuno” del recurso al ejemplo de Sudáfrica a partir de la reapertura de los juicios en 2006, cabe preguntarse por la legitimidad de la comparación entre ambos casos. En primer lugar, siendo la experiencia de la justicia posdictatorial un ejemplo para la mayoría de los países latinoamericanos que sufrieron regímenes dictatoriales y cuyos crímenes siguen impunes -Brasil, Uruguay, Chile-, resulta incomprensible el señalamiento de deficiencias en dicha experiencia a través de la comparación con un proceso -como el sudafricano- que priorizó cierta forma de verdad a costa de no obtener ningún tipo de justicia. Por esta razón, el contrapunto entre el caso sudafricano y el argentino, claramente desfavorable hacia este último, sólo puede realizarse a través del artilugio de “no interesarse” en el hecho de que en Sudáfrica la opción por la verdad acarreó por su parte un sacrificio de la justicia. Igual de artificial y desfasada suena la aplicación al caso argentino de experiencias de la justicia sudafricana, tales como la creación de una “comunidad de intereses” entre víctimas y victimarios, o el desarrollo de procesos de “curación” entre las primeras y de “counselling” entre los segundos. Sin ingresar al debate sobre si las dimensiones jurídicas remiten a un problema de comunidad e intereses o constituyen problemas de índole política, ¿es posible siquiera la alusión al ejemplo sudafricano para un caso como el argentino en el que los victimarios siempre reivindicaron su accionar, desconocieron tribunales civiles y sellaron un círculo de silencio a su alrededor en torno a temas -nada triviales- como el destino de los cuerpos de las víctimas? En este sentido, Hilb no debería sorprenderse tanto de que hoy en Argentina esté “vedado evocar los términos de reconciliación, de arrepentimiento y de perdón”.

Las posiciones reactivas de Hilb se extienden hacia dos aspectos puntuales de los procesos judiciales impulsados en los últimos años contra acusados por delitos de lesa humanidad. Uno de ellos lo constituye el otorgamiento de jurisdicción al juez español Baltasar Garzón para juzgar por delitos de genocidio y terrorismo a militares argentinos y chilenos. Al respecto, el libro reproduce una ponencia escrita por la autora en 1998 en ocasión de la detención de Augusto Pinochet en Londres. En un contexto en el cual aún regían en Argentina las leyes de impunidad -en Chile rigieron siempre-, Hilb se volcaba a un minucioso trabajo de objeción de los mecanismos legales y jurídicos que permitían a la justicia española indagar, procesar y juzgar a los miembros de las fuerzas de seguridad que habían sido juzgados por delitos de lesa humanidad pero que habían sido indultados y beneficiados con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. De este modo sus argumentos se centraban en la pregunta por la legitimidad de la “intromisión” de la justicia española y el respaldo que dicha acción encontraba en el hecho de que la Constitución de España prohíbe la obediencia debida y los indultos. Hilb, por entonces, se refería críticamente a la creencia en el carácter objetivo de los derechos humanos y a cierto fundamentalismo moral globalizado. Críticas legítimas y deseables, sin dudas; ahora, ¿puede tratarse el accionar de la justicia española desde semejante análisis abstracto? ¿no le merecía a Hilb -a fines de la década de 1990- ninguna reflexión el clima de absoluta impunidad que sobrevolaba por entonces en la sociedad argentina? ¿no le parecía un acción reparadora el hecho de que algún tribunal -más allá de lo dudoso de la legitimidad de su intervención- revirtiera la situación de genocidas caminando en la calle junto a sus víctimas? ¿puede obviarse la sensación de justicia que la acción de Garzón llevó a los familiares de desaparecidos? ¿la obediencia debida y los indultos sólo están prohibidos por la justicia española? ¿no suele formar parte dicha oposición de la agenda de cualquier proyecto político que apunte a un orden social medianamente justo e igualitario?

El otro elemento objetado por Hilb es la decisión del Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires de no admitir en el programa universitario en las cárceles a condenados y procesados por delitos de lesa humanidad. Al igual que en el análisis del caso de Garzón, la autora procede a un detallado repaso de los argumentos esgrimidos a favor de dicha resolución. La objeción a dichas argumentaciones da lugar a una serie de reflexiones pretendidamente disonantes, las cuales no resisten ningún tipo de análisis histórico y a las que -como tales- sólo les cabe la desmentida. En primer lugar, Hilb se pregunta sobre el carácter de víctima “particular” de la UBA. A su entender, la universidad fue una víctima de la dictadura de igual modo que lo fueron otras instituciones, como las de la salud o la justicia. ¿Cabe insistir al respecto en las frecuentes y específicas “desavenencias” entre el tradicionalismo militar y la universidad en la historia argentina, entre las cuales la terrible “noche de los bastones largos” constituyó una de sus expresiones menos traumáticas? No le vendría mal a la autora revisar las denuncias realizadas desde el exilio por varios de sus compañeros. Para citar solamente una de ellas, en el número de Cuadernos de Marcha dedicado a la dictadura argentina publicado en México en 1979, Terán afirmaba -con tanta desazón como sorpresa- que “la institución productora de cuadros profesionales -la universidad-” se había convertido en el “receptáculo privilegiado de políticas directamente vinculadas con la estrategia de Seguridad” y que “el entrelazamiento entre educación y seguridad” estaba conduciendo a “una efectiva militarización de la vida educativa y cultural argentina”. Por otra parte, Hilb se esfuerza en refutar los argumentos centrados en el no arrepentimiento de los militares y su resistencia a proporcionar información sobre lo ocurrido durante la dictadura, y en el carácter provocador y extorsivo del intento de convertirse en estudiantes de la UBA. Se pregunta, al respecto, qué haría la Universidad frente al único arrepentido que proporcionó información -Scilingo- o si no podría haber en ellos algún interés genuino en el estudio universitario. Hilb se equivoca al remitir las argumentaciones en contra de la admisión a una concepción de los represores como “malvados” de los que sólo se puede esperar “designios malvados”. Lo que subyace a la decisión de no admitir a los represores no es la división de la sociedad argentina entre “buenos” y “malos”, sino que tiene que ver con un abordaje del problema planteado a partir de una interpretación histórica del accionar de los represores en el período que va desde la dictadura hasta el presente. El argumento centrado en la continuación del crimen a partir del silencio está sustentado en las recurrentes negativas de los represores a suministrar información que tienda a la verdad y la justicia -Hilb insiste en que no se implementó ningún mecanismo jurídico tendiente a la provisión de información; debería tener en cuenta que el ocultamiento de información fue una pieza fundamental del aparato represivo instaurado en 1976. Por otro lado, el argumento de que el pedido de los represores constituye una provocación cobra fuerza por las recurrentes acciones de desafío y extorsión de los procesados y condenados hacia las autoridades civiles, la justicia y los familiares de desaparecidos. Para finalizar, muchas veces el humor puede iluminar aspectos de la realidad oscurecidos por la racionalidad del discurso: durante el seguimiento que hizo Página 12 del debate sobre la admisión de los represores, una viñeta de Daniel Paz mostraba a dos represores sentados en una celda; uno de ellos dice “parece que ahora se estudia todo de apuntes, ¿qué pasó con los libros?”, a lo que el otro responde “creo que los quemamos todos”.

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